Las Zonas de Reserva Campesina y el Proceso de Paz en Colombia – Por Hernán Ouviña

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Colombia vive una coyuntura sumamente delicada, signada por los Diálogos de Paz entre el gobierno nacional de Juan Manuel Santos y las FARC-EP que se realizan en La Habana, a los que se suman las recientes negociaciones con el ELN para fijar las condiciones que permitan avanzar en un mismo proceso de cese del fuego. En este contexto, el campesinado ha retomado la iniciativa civil planteando la necesidad de que los movimientos populares puedan ser protagonistas en la construcción de una Paz con Justicia Social, que garantice -entre otras demandas legítimas- las formas de vida comunitaria en los ámbitos rurales, y rechace las iniciativas legislativas que en la actualidad impulsa la derecha, como la llamada “Ley de Baldíos”, que pretende desmembrar los espacios territoriales y de producción orgánica construidos en estas zonas, en función de los intereses de las empresas multinacionales.

Precisamente las Zonas de Reserva Campesina (ZRC), surgidas hace veinte años como una respuesta organizativa al desplazamiento forzado de la población rural producto del conflicto armado, constituyen hoy uno de los puntales fundamentales para frenar el desarraigo en el campo y resguardar a estos territorios de las políticas extractivistas que impulsa el presidente Santos a nivel nacional. Si bien sus orígenes se remontan a 1994 -cuando luego de sucesivos reclamos del campesinado se promulga la Ley 160, que reconoce a las ZRC como figura territorial y sienta las bases normativas para avanzar en la puesta en marcha de la Reforma Agraria en el país-, serán las fuertes movilizaciones cocaleras desarrolladas durante 1996 las que darán impulso a la demanda de concreción de las ZRC por parte del campesinado. Así, entre 1997 y 2002 se gestarán un total de seis Zonas que lograrán ser reconocidas legalmente por parte del Estado colombiano.

Sin embargo, el ascenso de Alvaro Uribe al gobierno y la implementación de una política de exterminio de miles de personas como supuesta “resolución” del conflicto armado, sumado a la creciente estigmatización de las ZRC al intentar ligarlas a las llamadas “zonas de despeje” acordadas en los Acuerdos del Caguán entre las FARC-EP y el anterior gobierno de Andrés Pastrana, trajo como consecuencia cientos de ejecuciones extrajudiciales, torturas, detenciones arbitrarias y amenazas hacia los miembros de las asociaciones campesinas de base, que impulsaban las ZRC como formas autónomas de reordenamiento territorial. A pesar de la persecución sufrida, durante estos años la resistencia de los movimientos y organizaciones del campo permitió que se multiplicasen las ZRC, aunque sin contar con el reconocimiento del Estado.

Las contundentes denuncias en materia de violación de derechos humanos por parte del ejercito y el paramilitarismo (que incluyeron el terrible flagelo de los “falsos positivos”), la vocación de cese del fuego de las FARC-EP, y en especial el Paro Agrario Nacional realizado entre 2013 y 2014, que posibilitó la conformación de la Cumbre Nacional Agraria: Campesina, Étnica y Popular como espacio de reagrupamiento de las organizaciones y movimientos populares del campo y la ciudad, brindaron un marco propicio para reinstalar con fuerza en la agenda pública la importancia de las ZRC como figura, en un contexto donde el presidente Santos propone profundizar su modelo socio-económico basado en una serie de “locomotoras” de desarrollo, entre las que se destacan los agronegocios y la megaminería. Frente al extractivismo y la política de despojo de tierras que agudiza este modelo excluyente, las ZRC emergen como una propuesta clave de autoafirmación intercultural de las comunidades y territorios campesinos, indígenas y afrocolombianos que luchan en defensa de la soberanía alimentaria y apuestan al buen vivir.

En el monumental libro La violencia en Colombia, el sociólogo Orlando Fals Borda caracteriza la historia reciente de su país en los términos de “una tragedia del pueblo colombiano desgarrado por una política nociva de carácter nacional y regional y diseñado por una oligarquía que se ha perpetuado en el poder a toda costa, desatando el terror y la violencia. Esta guerra insensata ha sido prolífica al destruir lo mejor que tenemos: el pueblo humilde”. La posibilidad concreta que se ha abierto en La Habana de acallar los fusiles es un primer paso para conquistar la paz. Sin embargo, en un país donde catorce millones de campesinos viven en la pobreza y más de un millón de familias rurales carecen de tierras, donde existen cerca de nueve mil quinientos presos políticos y la represión contra las luchas populares continúa, resulta iluso hablar de “posconflicto”, como pretenden hacer por estos días desde el gobierno y los medios hegemónicos colombianos. Sin erradicar las bases estructurales que han dado lugar durante décadas a una violencia social y política endémica, la paz resultará más un anhelo que una realidad. En este marco, la propuesta de las ZRC constituye un proyecto estratégico para caminar hacia la vida digna y con justicia social, que dé paso definitivamente a una nueva Colombia.

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