Delitos de los ricos en Venezuela: del cuello blanco a la guerra económica – Por Luis Salas Rodríguez

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En septiembre de 2011, durante un acto de presentación de aspirantes a ingresar a la UNES, el presidente Chávez se puso a reflexionar sobre varios aspectos relacionados a la inseguridad y la delincuencia. Y entre las muchas cosas que dijo, dijo lo siguiente:

“Hoy en día difícilmente hay un niño que no pueda estudiar en nuestro país, que no pueda acceder a la educación pública o superior o no goce de una buena nutrición. Y yo les aseguro que más nunca volveremos a eso, nunca más habrá generaciones partidas que tengan que acudir al vandalismo… Por eso es la delincuencia, es para sobrevivir, es un impacto terrible que se siente en el mundo, por eso insisto en la prevención: la educación y la cultura”.

Al siguiente día, los periódicos y medios de comunicación de todo el país y no pocos internacionales titularon así: Chávez justifica la delincuencia.

No fue la primera ni la última vez que algo parecido ocurrió. Una vez incluso pasó cuando el presidente Chávez comentó una conocida canción de Rubén Blades Pablo Pueblo. Invariablemente, los titulares, análisis de expertos y de políticos oposicionistas dieron cuenta del “peligroso mensaje que el presidente de la República mandaba a la sociedad justificando el delito”. Según ellos, daba carta blanca a los delincuentes haciéndoles ver que robar no solo estaba bien, sino que era justo.

Sin embargo, años antes, luego del allanamiento a una quinta propiedad del empresario Guillermo Zuloaga, la reacción frente a su desde entonces célebre frase: “puede ser que especulemos, pero damos empleos”, fue por lejos muy distinta. Recuérdese a este respecto, que se trataba de un caso donde en la mencionada vivienda se encontró un lote de vehículos acaparados para ser vendidos con sobreprecio en los concesionarios propiedad de Zuloaga, todo lo cual calificaba como delito en la entonces Ley de Defensa de las Personas en el Acceso a Bienes y Servicios.

Sobre Zuloaga no solo no cayeron los mismos señalamientos que se hicieron contra el presidente Chávez, sino que de hecho, ocurrió exactamente lo contrario: los medios de comunicación privados, su batería de expertos habituales y los políticos oposicionistas, salieron en su defensa. Baste decir que en octubre de 2012, la Cámara de Comercio de Caracas le otorgó el premio Empresario del Año.

Desde luego, una buena explicación para este tratamiento diferencial es la llamada polarización política nacional, esa que hace que cualquier tema, desde un concurso de belleza hasta los precios del petróleo, esté mediado por posiciones maniqueas. Por lo demás, no se trataba de un empresario cualquiera, sino del dueño del canal de noticias más importante y oposicionista del país: Globovisión. finalmente, Zuloaga -como su socio Nelson Mezerhane, responsable de la quiebra fraudulenta del Banco Federal en 2010- saldría del país alegando persecución política y goza en la actualidad del estatus de refugiado político de hecho del gobierno norteamericano.

Pero a mi modo de ver, y este es el quid de este breve texto, una mirada más atenta nos permite captar que razones más profundas se encuentran detrás de semejante tratamiento diferenciado. Y tal vez nos oriente un poco para dar cuenta de dichas razones, la defensa que la entonces Magistrada del TSJ Rosa Mármol de León hizo de su voto salvado a la solicitud de extradición de Zuloaga:

“Basta observar las ofertas en diversos medios de comunicación impresos y por diversas páginas Web, para darse cuenta de los efectos de la inflación en diversos bienes y servicios dentro del mercado económico y financiero, ello constituye parte de las actividades necesarias en la economía nacional, que se encuentra sujeta a reglas, pero que en modo alguno pueden ser sancionadas penalmente si el supuesto no se encuentra perfectamente adecuado a la norma sustantiva penal en todos sus elementos.”

Sutilezas legales aparte, lo particular de la exposición de la exmagistrada es que de manera insólita coloca por encima de las leyes de la República a una “ley” que no solo no goza de ningún estatuto legal – la de oferta y la demanda- sino que al hacerlo da de hecho carta blanca para que en cualquier situación donde el supuesto no se encuentre perfectamente adecuado a la norma, esta pueda romperse sin que amerite sanción. Y sin embargo, la ex magistrada fue precisamente una de las que en su momento acusó al presidente Chávez de ser un promotor del delito al querer –según ella- justificarlo por la pobreza. Así las cosas, al parecer hay casos en los cuales la no adecuación del supuesto a la norma excusa su no acatamiento, pero hay otros en los cuales rotundamente no. La pregunta del millón es entonces: ¿qué hace la diferencia?

Valga agregar que las palabras del presidente Chávez en ningún momento buscaron justificar el delito. Tan solo recurría a la misma explicación que miles de expertos avalan a nivel mundial en el sentido de que la pobreza y la carencia se convierten en caldo de cultivo para la proliferación de ciertas prácticas delictivas, pero nunca llegó a decir que una persona en esa situación no debía ser sancionada. Caso contrario al de Zuloaga, donde tanto él como una magistrada del TSJ y la opinión pública mediatizada, decían abiertamente que el delito no era delito o en todo caso no podía ser sancionado porque, o bien habían buenas razones para cometerlo, o bien no habían buenas razones para no hacerlo.

De delincuentes de cuello blanco y banksters.

En los años treinta norteamericanos, a un sociólogo de la Universidad de Chicago le pareció que en su país, y más específicamente en su ciudad, ocurrían cosas similares. Ese sociólogo se llamó Edwin Sutherland y resultado de las investigaciones que desarrolló en función de dicha preocupación, publicó en 1936 un libro convertido en clásico: Delitos de Cuello Blanco.

No es un dato secundario recordar que la Chicago de Sutherland era la Chicago de Al Capone, Dillinger y John Torrio, la misma que serviría de inspiración a los grandes novelistas negros como Hamment y Raymond Chandler, así como a Bob Kane y Bill Finger, creadores de Batman y su corrupta Ciudad Gótica. O para decirlo como lo decían los diarios de la época: la Chicago de los años treinta era la capital mundial del crimen, una urbe agitada y caótica donde todas las variaciones posibles de éste estaban presentes.

Pero esa caracterización era cierta solo parcialmente. Pues no era Chicago una isla de caos y crimen en medio de un país o mundo honesto y calmo. En cualquier caso, era tan solo un epicentro del caos social, económico y de corrupción en que se veía envuelto el mundo tras el colapso de la bolsa de Nueva York en 1929, caos que la historia registrará como los años de la Gran Depresión.

Para decirlo rápido y mal, el crack de la bolsa de Nueva York en octubre de 1929, como es ampliamente sabido, detonó por las acciones especulativas dentro de los entonces novedosos mercados de futuro por parte de la banca y fondos de riesgo. Entre otras consecuencias, para los Estados Unidos supuso un desempleo por encima del 33% y una caída de la actividad económica del 60%, todo lo cual disparó el crimen y potenció el desarrollo de toda una economía de la ilegalidad. Ahora bien, lo notable de esto último, y como lo recogen múltiples testimonios y estudios de la época, es que esta actividad delictiva no parecía guardar muchas diferencias con las actividades “lícitas” que habían, entre otras cosas, provocado el crack bursátil. En realidad, las únicas diferencias realmente notables eran de dimensiones: los costos sociales y económicos causados, así como las fortunas involucradas, eran mucho mayores en los casos de las actividades lícitas que en las ilícitas.

Otro personaje –además de Sutherland- que se dio inmediatamente cuenta de ello fue el presidente Franklin D. Roosevelt, quien tomaría el cargo en 1932 hasta su muerte en 1945. Roosevelt, de hecho, basaría su campaña sobre tres tópicos: resolver los desmanes sociales de la crisis, particularmente el desempleo, y dar una lucha para sancionar a los responsables de la misma así como evitar su repetición. Rápidamente entendió que lo primero –harto difícil- resultaba sin embargo mucho más sencillo que lo segundo y lo tercero. Según cuenta la historiadora Doris K. Goodwin, Roosevelt, en la primavera de 1933, encabezando una de primeras “charlas junto al fuego” que desde entonces son una tradición de los inquilinos de la Casa Blanca, blandió la siguiente frase, en referencia a los banksters que le hacía la guerra: “Consideran al Gobierno un mero apéndice de sus propios negocios. Ahora sabemos que el Gobierno del dinero organizado es tan peligroso como el Gobierno del crimen organizado. Son unánimes en su odio hacia mí y les agradezco su rencor”

Fue Ferdinand Pecora quien acuñó el término banksters. Pecora, fue el fiscal encargado de llevar a juicio y determinar las responsabilidades de los banqueros causantes de la quiebra de la bolsa. A medida que avanzaba en dichas investigaciones, a Pecora -oriundo de Manhattan y quien de hecho venía de trabajar en Wall Street- no se le hizo muy difícil la comparación entre el comportamiento de los gánster de la mafia y el de los barones de la banca, animados ambos por la misma ambición de dinero, los mismos métodos despiadados para alcanzarlo y la misma indolencia ante los efectos que sobre la vida de millones de personas tenían sus actos. Las diferencias eran de estilo, pero sobre todo que, mientras a efectos de la opinión pública los primeros eran claramente criminales, los segundos, en cambio, gozaban de respetabilidad y eran inclusive considerados lo “mejor” de la sociedad, los forjadores de la misma. Pecora lo entendió rápidamente: levantar este velo ideológico era el prerrequisito necesario para hacer justicia y recobrar la confianza de la gente. Había que mostrar a sujetos como J. P. Morgan tal y como realmente eran: no los emprendedores que los medios comprados por ellos y sus oficinas de RRPP se encargaban de hacer ver, si no la versión financiera de Al Capone, banqueros-gansters: banksters.

La magnitud de lo expuesto por la investigación Pecora despertó tal indignación pública que el término banksters se hizo de uso corriente. Su investigación sobre los abusos financieros detrás de la crisis de 1929 condujo a la aprobación de la Ley de Valores, la Ley del Mercado de Valores y la Ley Glass-Steagall las cuales regulaban la actividad financiera y procuraban proteger al público y al país de las prácticas especulativas de los banqueros y de más poderosos del mundo del comercio. De todas, la última fue sin duda la más importante, en la medida en que contempló la total separación entre la banca de depósito y la banca de inversión, así como sancionaba el monopolio e impedía la participación de los banqueros en los consejos de administración de las empresas industriales, comerciales y de servicios, a fin de que no pudieran especular con el dinero que la gente había depositado en los bancos. Esta ley estuvo vigente hasta noviembre de 1999 cuando fue derogada, permitiendo de nuevo la fusión de la banca de depósito y la de inversiones, la conformación de grandes monopolios y la entrada directa de los banqueros en los directorios de empresas de la llamada “economía real”. Menos de diez años después, en septiembre de 2008, un nuevo crack de la bolsa de Nueva York traería la otra Gran Depresión dentro de la cual nos encontramos.

Levantar ese velo ideológico fue también el plan de Edwin Sutherland. Y para ello sabía que lo primero que había que hacer era una revolución teórica. Parafraseando a su contemporáneo Keynes, quien hizo lo propio para la economía en la misma década, Sutherland sabía que cualquier enfoque nuevo debía ajustar cuentas con los viejos, que eran los dominantes tanto dentro de la academia como en el sentido común mediatizado.

En aquella época, el paradigma dominante en las ciencias sociales era el biologisismo de Lombroso y la Nuova Scuola del positivismo criminológico, así como los enfoques psiquiátricos y frenológicos. Según estos, la delincuencia tenía fundamentalmente una raíz de tipo biológico, bien dada por una degeneración de la especie o por la existencia de un estado atávico en determinados individuos que los hacían susceptibles a determinadas conductas criminales. La institucionalización de los perfiles delictivos, así como la asimilación de pobreza y delincuencia fueron los resultados lógicos de este enfoque. Así, se procedió a la generalización de la vieja etiqueta “clases peligrosas” para dar cuenta de aquellos sujetos y grupos cuya composición social, racial y biológica los hacía potencialmente proclives a delinquir, motivo por el cual los organismos de seguridad, los expertos y la ciudadanía en general debían prestarles mayor atención.

Pero este etiquetamiento fue tan solo el complemento de otro etiquetamiento que, de signo totalmente contrario, era dominante en la academia norteamericana, en las instancias de control social y en la opinión pública: el de las clase privilegiadas como resultado más logrado de la evolución de la especie. La selección natural de los opulentos, como irónicamente la llamó Galbraith, se había convertido en el paradigma dominante desde los tiempos en que las ideas del inventor del darwinismo social –el inglés Herbert Spencer- había cruzado el Atlántico. William Graham Sumner fue el principal propagandista en los Estados Unidos de tales ideas, personaje a quien se le deben reflexiones como la siguiente:

“Los millonarios son un producto de la selección natural… Es a causa de esa selección que la riqueza, tanto la propia como la que se les confía, aumenta entre sus manos. Justamente pueden ser considerados como los agentes de la sociedad naturalmente seleccionados para cumplir cierto trabajo. Reciben salarios altos y viven en el lujo, pero este negocio es benéfico para la sociedad”

Es por este motivo que, contrario a lo que suele afirmarse, hay que aclarar que Sutherland no introdujo el análisis de clases en los estudios sobre la criminalidad. Su genio fue demostrar que dicho enfoque era de hecho el imperante dentro de la criminología, sólo que asumido desde el punto de vista de una de ellas: la clase dominante burguesa. En tal sentido, lo que hace en realidad es darle la vuelta al asunto y plantear que lo delictual no era un atributo intrínseco a determinada condición social -en este caso, a la baja extracción- sino que una conducta socialmente transversal. De tal suerte, todas las clases sociales podían delinquir y de hecho lo hacían, sólo que los modos y tipos de delito divergen de unas a otras. El problema es que esta divergencia no es percibida por la criminología, dándose el caso que su concentración de los estudiosos (y por tanto de las autoridades) en los delitos de las clases socioeconómicas bajas no sólo tiene como grave la estigmatización de éstas últimas, sino que dejan impune a los que cometen las clases altas.

No podemos por razones de tiempo dar cuenta en detalle del aporte de Sutherland (para lo cual los remitimos nuestro trabajo publicado por la UNES), sin embargo, hay un punto que nos gustaría resaltar para ya ir cerrando y es lo concerniente a los rituales de la impunidad derivados del tratamiento diferenciado de los delitos de cuello blanco.

Nos dice Sutherland, que los delitos de cuello blanco suelen reunir 3 características: en primer lugar, son de proceder experto y sus efectos difusos, es decir, contrario a un atraco o asesinato, sus comisión solo puede ser apreciada por ojos expertos pero adicionalmente sus efectos no son apreciados de inmediato y muchas veces ni siquiera se notan. En segundo lugar, los medios de comunicación no expresan repudio inmediato en parte porque por su propia complejidad les resta sensacionalismo, pero sobre todo, por la solidaridad de clase que los dueños de esos mismos medios mantienen por los que los cometen. Y tercero, que las reglas o leyes llamados a controlarlos por lo general van detrás de los delitos pues burlarlas es parte de su especialidad. De estas tres condiciones, Sutherland otorga a las dos primeras la mayor importancia, de allí su aguda sentencia que resume lo fundamental de aporte: la opinión pública contraria con respecto a los delitos comunes, no estaría tan bien organizada si la mayor parte de la información sobre tales delitos nos llegase directamente de quienes los cometen.

Con esto volvemos a nuestra pregunta inicial. Y es que tal y como hemos visto, lo principal en la comisión de delitos de cuello blanco es que quienes los llevan a cabo –contrario a los delincuentes comunes- gozan de una especie de inocencia a priori, lo que es desde luego es algo muy distinto a la presunción de inocencia procesal. Así las cosas, no es tan solo antichavismo indolente lo causa del manejo maniqueo del tema de la delincuencia por parte del oposicionismo venezolano, sus medios y sus expertos cuando de delincuentes de cuello blanco se trata. Fuera de ese factor, desde luego muy influyente, los delitos de cuello blanco cuesta exponerlos como delitos inclusive cuando legalmente está establecido que lo son aquí y en cualquier otro lugar del mundo. En este sentido, si la tristemente célebre proclama de Zuloaga y el razonamiento de la magistrada Mármol de León, se convirtieron en la de de los sectores económicos del país, los medios de comunicación privados y sus expertos, para explicar, justificar e inclusive alentar a la comisión de toda la serie de delitos que están en juego en la actual guerra económica, es porque existe un caldo de cultivo cultural, ideológico, “teórico” y hasta procedimental, una suerte de sentido común o inconsciente colectivo que lo permite. Sentido común o inconsciente colectivo a partir del cual, por ejemplo, el contrabando o el acaparamiento no son delitos, sino actitudes defensivas de los comerciantes ante la “incertidumbre del país” o válidos mecanismos de respuesta ante los “desequilibrios económicos”, sea lo que sea lo que esto último signifique. Incluso cuando se trata de casos tan graves como el contrabando y el acaparamiento de medicamentos el razonamiento implícito y explícito es el mismo. Con la especulación cambiaria pasa otro tanto. El mercado ilegal que se utiliza para inflar artificialmente la moneda nacional y de allí los precios de bienes y productos incluyendo aquellos no importados, no es tal sino paralelo o hasta “fantasma”. Se trata de una gran operación de blanqueo comunicacional que busca legitimar y naturalizar el delito de los ricos, creando condiciones sociales de aceptabilidad.

Desactivar este blanqueamiento ideológico comunicacional de la delincuencia de cuello es tan importante como acabar con la comisión misma de los delitos que se cometen bajo esta modalidad. Y esto no es solo importante hoy día en nuestro país, donde los padecemos bajo la forma de la guerra económica, sino en la región y el mundo todo cuando atravesamos una era de caos económico y expoliación especulativa similar a la de los tiempos de Sutherland y Pecora, entre otras cosas, porque los banksters de hoy son los descendientes de aquellos de lo años 30. Lo mismo que pasa con los fondos buitres, así como con los principales especuladores y contrabandistas de nuestro país, que son los descendientes de los traficantes de concesiones petroleras y mercachifles que se hicieron la clase dominante bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez. En fin, se trata ciertamente de recuperar el enfoque de clase en materia de delitos, pero no porque dicho enfoque no exista, sino porque el que existe esta diseñado para ocultar esta realidad.

*Venezolano, sociólogo de la Universidad Central de Venezuela. Mgs. en Sociología del Desarrollo UARCIS (Chile). Profesor de Estructura
Socioeconómica de Venezuela y Director del Centro de Estudio de Economía Política de la Universidad Bolivariana de Venezuela (UBV). Investigador Clacso-UAR

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