«Mafalda en su laberinto. Retrato político de una niña humanista» – por Martín Azcurra

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  1. Mafalda dijo sanseacabó el 25 de junio de 1973, cinco días después de la masacre de Ezeiza, cuando la política se hacía a un costado para dar paso a un nuevo ciclo de violencia. En ese contexto, una niña ya no tenía mucho que decir. Su creador, Quino, se autoexilió en marzo de 1976. Es cierto que los libros de Mafalda, por seguir las indicaciones de los editores y cierta autocensura propia, no sufrieron ningún tipo de prohibición, ni antes ni durante la dictadura. Pero de alguna manera, alguna molestia habían generado, por debajo y a los ojos del régimen. Por algo fue que, en junio de ese año, cuando asesinaron a los cinco curas palotinos, los militares dejaron sobre sus cadáveres, a la vista de los fotógrafos, un afiche con la imagen del palito de abollar ideologías. “Cuando vi por primera vez esas fotos publicadas mucho después de que se hubiesen ido los militares, creo que en Página/12, fue algo que me impresionó muchísimo”, se lamenta Quino, a quien la violencia le genera mucha angustia. Antes había tenido otro encuentro directo, cuando un grupo de las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) había asaltado un banco y había matado a un policía. “Tiraron como volante una página mía que había salido en Primera Plana, en la que aparecía un tablero de ajedrez en el que las piezas eran personajes humanos. De un lado había obreros y del otro los ricos, y aunque los obreros eran más el texto decía: ‘Juegan las negras y hacen mate cuando les da la gana’”.

 

  1. Mafalda nació como garabato en 1962. Joaquín Salvador Lavado Tejón, alias Quino, la bosquejó para una publicidad de electrodomésticos que nunca se materializó. Pero, tozuda y persistente, la pequeña se las ingenió para seguir viva en la cabeza de su creador, porque dos años después –ha ce exactamente 50 años– lo llevó a decir: “bueno, es hora de que seas parte de la historia”.

A partir de entonces, el personaje parece haber sido un dolor de cabeza para el dibujante, tenía entonces 30 años. Quino era por ese tiempo un tipo oscuro, que tal vez pareciera incluso mayor, quizás debido a sus largos años de luto durante la infancia tras la muerte de su madre primero (luego de una larga agonía), su abuelo después y finalmente su padre.

El tiempo que le llevaba dibujar cada tira diaria (hasta nueve horas, según cuenta el propio autor) nos permite suponer que había una idea previa a la que debía darle forma, y no que simplemente se dejara llevar por los personajes y las ocurrencias espontáneas.

Para intentar comprender el ideario de Mafalda, hay que reconocer primero que Quino siempre fue un hombre de ideas socialistas, lo dejan en claro muchas de sus tiras y también su adhesión a la Revolución Cubana (no olvidemos que siempre tuvo buena relación con La Habana y que le confió al cubano Juan Padrón la dirección de sus primeros dibujos animados), pero que fue también crítico de las formas corrientes para llegar a ellas. Sus abuelos eran comunistas y sus padres republicanos “socialistoides” (según su propia definición) y durante su infancia, la cocina echaba humo pero no de puchero en ebullición sino de discusiones políticas.

Desde el día mismo de su nacimiento, Mafalda se convirtió en una figura política cuyo campo de acción fue cambiando cada dos o tres años, como una luchadora todo terreno que fue cambiando de soporte:  pasó de revista a diario y de diario a semanario. Y en ese tránsito, Quino nunca abandonó a su personaje, al menos hasta su despedida definitiva en 1973. Y casi sin proponérselo, se transformó en el desvelo a la izquierda, que hasta hoy quiere comprender su línea política (o, según la propia Mafalda, su “garabato ideológico”).

No podemos dejar de ver el contexto para entender algunas cosas: hay que tener en cuenta que la pequeña llegó al mundo en un momento donde el progresismo y el desarrollo todavía eran una posibilidad real (aunque eran aún también un misterio). El absurdo golpe militar propinado a Frondizi (luego de cientos de amenazas), que terminó de mostrar a la sociedad la conspiración castrense-oligárquica en una farsa democrática-golpista (por momentos ridícula), dividía el proyecto nacional-desarrollista en dos sectores: la lucha política legal y la lucha armada.

Con Arturo Illia en el poder y con el peronismo proscripto, tras un acuerdo con Julián Delgado, jefe de redacción de Primera Plana, Quino se metió de lleno a darle a Mafalda una impronta política contestataria, aunque siempre desde una postura democratista liberal. Durante la primera parte del gobierno radical, la tira muestra un raro humor infantil para adultos; tres niños que juegan al gobierno, bajo los intentos golpistas militares; chistes sobre la clase media y su pavoroso terror a la China comunista (que en ese momento iniciaba la llamada revolución cultural), una izquierda marxista acechando, como telón de fondo, la disputa tecnológica URSS-EEUU por la conquista del espacio, etc. En pocas tiras se despliega una gran cantidad de crítica política aguda, que se ubica en el espacio de la lucha democrática legal, sin mención alguna del peronismo. El día siguiente al golpe de Onganía, Quino –que publicaba ya en el diario El Mundo (1965-67)– muestra su doble frustración en un cuadro donde abandona por completo el humor: Mafalda nos cuestiona (en un plano detalle de su rostro) como lectores adultos diciendo: “Entonces, eso que me enseñaron en la escuela…”. Aquí muestra por primera vez su frustración democrática y también literaria (ya que sabe que se inicia una etapa de mayor censura). La segunda vez, creemos, abandonará el personaje.

Durante la denominada “Dictablanda”, aparece una Mafalda más precavida (pero no menos aguda) con respecto a la sátira política. Las limitaciones angustiaban a cualquier autor que tuviera la intención de llegar a las masas con un mensaje profundo. Si bien a la censura se la impusieron desde el comienzo (“de entrada nomás la tuve, me decían: ‘pibe, chistes contra la familia no, militares no, desnudos no’”), Quino reconoce que hay un alto componente de autocensura: “En Brasil por lo menos había censores, Ziraldo (dibujante brasilero muy popular) me mostró una vez cómo le devolvían los chistes que mandaba, con una cruz roja encima prohibiéndolos. Pero acá nadie te decía nada. Así que uno se autocensuraba, porque si no te lo van a publicar, para qué lo vas a dibujar”. Otra fue la censura que vivió en la España franquista, cuando la tira de Mafalda salía con una banda que decía “sólo para adultos”.

La violencia crecía al calor de los despidos, la caída salarial y la organización obrera. Casi en medio de la balacera, cubriéndose la enorme cabellera con sus manitos, Mafalda empieza su ciclo en Siete Días entre un fuego cruzado: por un lado una feroz dictadura y por el otro estallidos sociales (Cordobazo) y la aparición en escena de la lucha armada. El calor sube por el río desde Europa (con el Mayo Francés), por la cordillera desde Chile (con el gobierno socialista de Allende) y por las montañas del norte desde Bolivia (con el Che preparando la guerrilla). Pero Quino ahora debe entregar sus originales con 15 días de anticipación, por lo cual, indefectiblemente, Mafalda no podrá seguir la realidad día tras día, sino que deberá cambiar de estrategia, apuntar más al fondo que a la superficie. Su blanco es entonces, más que nunca,  el ser humano.

 

  1. En repetidas ocasiones, Quino dejó en claro que la razón de la culminación de la tira, ocurrida (casualmente) cinco días después de la masacre de Ezeiza, fue solamente el cansancio. José Pablo Feinmann es uno de los tantos que no le cree. “¿Cómo la niña libertaria, idealista, tramada por los mejores valores de la condición humana, iba a emitir juicios en un país en que los juicios solían pagarse con la vida? No hay cobardía en esta decisión. Pero sin duda hubo una vacilación, la vacilación ante un país que empieza a volverse incomprensible. Mafalda no podía afrontar el terror que se desata ese día y que continuaría hasta el proceso genocida de los matarifes del ’76. Apenas cinco días después se retira de una escena que la sofoca. A la realidad –es una frase de Borges que suelo citar– le gustan las simetrías. Ezeiza y Mafalda no establecen una simetría, pero sí una relación temporal demasiado cercana como no sostener que hubo una influencia del terror de la naciente Triple A en el abandono que la niña hace de la escena argentina”, dijo en una de sus contratapas en Página|12.

El propio Quino reconoce que nunca supo cómo reaccionar ante la violencia política. En una entrevista realizada por el diario La Nación de Costa Rica, explica que “hay cosas que me hacen sufrir tanto que no soy capaz de volcarlas sobre un dibujo. Eso me pasa con los desaparecidos. Me parece que si la gente ve que hay algo de humor en un tema tan trágico va a pensar que en realidad no lo es tanto”. Y en la misma entrevista les deseó un largo sufrimiento a Videla y Pinochet: “Espero que terminen lo peor que puedan… Algo con mucho sufrimiento, no una muerte rápida. Quizás anunciada, no estaría mal”.

Entre quienes criticaron su postura está también Pablo Hernández, un sociólogo del peronismo de izquierda, que en 1975 publicó un estudio titulado «Para leer a Mafalda» (en homenaje al libro de Umberto Eco, Para leer al Pato Donald). Allí, en pocas palabras le exige a Quino, como gran productor de sentido, un mayor compromiso con la época y se pregunta por su omisión del peronismo. Pero lo hace de una manera infantil, construyendo una crítica a partir de decirle al autor qué debería haber hecho con respecto a los personajes y sugiriendo posturas políticas que rozan lo panfletario. Por ejemplo, se pregunta cómo el padre de Mafalda no puede llegar a ver la necesidad de “agruparse, para tratar por el único medio posible, la fuerza que da un movimiento colectivo, de mejorar el actual estado de cosas”. O que a Raquel, la madre, “presentada sin inquietudes ni ambiciones, siempre en un conformista segundo plano”, se le niegue “el papel protagónico que en la actualidad debe desempeñar la mujer”. Hernández le reprocha a Quino que a ella “el temor a todo cambio, sobre todo si es profundamente revolucionario como el que proponía Evita, la lleva a preferir eternamente su actual situación, aunque ésta no sea nada agradable”. Y a Mafalda le incrimina una mirada supuestamente antiobrera, por ejemplo cuando observa las hormigas y no menciona la verdadera naturaleza del trabajo: “Lo que debería criticarse es la forma en que actualmente se trabaja…, la existencia de una mediocre ley de contrato de trabajo que ni siquiera impide al patrón despedir a sus operarios en cuanto lo crea conveniente; la plusvalía que diariamente roban los empresarios a sus obreros; en definitiva, la reproducción de las actuales relaciones de producción”, escribe.

La forma en que está construida esta crítica izquierdista tira por la borda un planteo que bien se le podría haber hecho a Quino desde otro lado, un diálogo mayor con la época. ¿Pero hasta qué punto es lícito exigirle a un artista mayor compromiso? Es tal vez una discusión sin salida, que nos remite incluso a la eterna polémica entre Sartre y Camús. Por lo que Mafalda representa, de ninguna manera hubiera podido apoyar la lucha revolucionaria ni tampoco mirar para el costado, por eso creemos que se retiró a tiempo, que su DT la sacó a último momento de un partido que no podría seguir jugando.

Para Juan Sasturain, Mafalda “encarna el progresismo, la esperanza en la racionalidad social, la utopía que ve deshacerse en olas de violencia”. Fue por esta razón que “el autor sintió que ya no podía –no es que no lo dejaran–; que ya no podía lidiar con los ruidos que venían de la calle, síntomas de un tiempo que ya no era aquel en el que Mafalda se había criado. Y saludablemente –para él y para ella– la cortó”.

El ciclo histórico que se inició después de la masacre de Ezeiza desubicó en general a todas las expresiones culturales e intelectuales representativas de la clase media argentina, que efectivamente se sentía el jamón del sándwich. El semiólogo argentino Oscar Steimberg, quien produjo varios ensayos sobre Mafalda, trató de desvelar la relación entre los sectores medios y el personaje de Quino: “[Mafalda] era la modernidad del momento; pero también era cierta continuidad, cierta inconsciente expresión de satisfacción por parte de una clase media que se había acostumbrado a considerarse el único sujeto de esa modernidad. Por un lado, entonces, había que reconocer lo que tenía de narración historietística, lo que tenía de transposición conversacional, lo que tenía de síntesis visual en relación con esos componentes narrativos; todo eso me parecía muy importante, muy valioso. Pero, por otro lado, también había que develar la condición ideológica –en el sentido más lato– de la tira: aquello que la guiaba en términos de la autorreferencia placentera de una clase media que quería tener la verdad, y no compartirla con otros habitantes de la región cultural”.

Sobre el humor de la clase media, dice Sasturain, “esa apelación humorística que se vale de la ironía y la complicidad inteligente invade por otra parte todos los ámbitos –el fenómeno Tato Bores en televisión, María Elena Walsh y Les Luthiers en el escenario– y gana público entre los sectores medios en proceso de radicalización o actualización ideológica, que eligen algunas de esas expresiones humorísticas como punto de referencia para su mirada y sus opiniones sobre el país, la realidad social, el mundo o los valores universales: el caso extremo de Mafalda se repetirá, con variantes, alrededor de los ochenta y las postrimerías de la dictadura con la revista Hum(r).”

Y esta repetición, lo que hace que Mafalda sea, tal vez, la nena más revisitada de todos los tiempos se explica porque Quino va eligiendo el camino de un humanismo universal, que expresa al ser humano de naturaleza libre en todas las épocas y lugares, y es por esto que puede ser retomado hoy, tanto en Europa como en Medio Oriente. En una entrevista que le realizaron en 1987, Quino dijo estar “convencido de que si alguien no modificaba un gen del hombre, éste desaparecería a corto plazo”. Tal vez (nos gustaría creer) su idea sea menos progresista que revolucionaria: en vez de proponer un capitalismo más humano, lo que Mafalda propone es más bien un socialismo humano, lejos de la violencia y el verticalismo. Su progresismo, en todo caso, cree cada vez menos en el desarrollo y más en el ser humano. “Los  problemas del mundo son los mismos”, dice hoy.

En la ruta del progresismo, todo lo que no se le permitió decir contra la Iglesia, Quino lo volcó en los libros de humor posteriores a Mafalda. Su crítica a la religión, que lo diferencia de otros humoristas de la clase media, también nos habla de un humanismo radical: “La idea del monoteísmo no me gusta. Soy más animista en ese sentido. Estoy más cerca de las creencias primitivas en los gnomos y en que los árboles y el Sol tienen alma. Me gustan los dioses mitológicos que metían la pata, se enamoraban, tenían hijos, etcétera. Era muy simpático eso”, explicó  en una entrevista.

El humanismo radical en Quino se vuelve una materia indiscutible a partir de la publicación de sus libros de chistes. En 1972 publica uno de los mejores libros de humor gráfico argentino, A mí no me grite, donde expresa en forma libre y grotesca su crítica al poder en general y a las formas de opresión tanto físicas como psicológicas.

Por otra parte, habría que entender a qué clase de izquierda cuestiona Quino. Además de repudiar la violencia como método de construcción, llega a esbozar un rechazo al vanguardismo izquierdista, por ejemplo en una tira del año 1965 donde un niño snob quiere convencer a Mafalda con argumentos propios del marxismo ortodoxo. Más adelante vuelve a insistir en ello a través de la continua declamación (inocua) de Revolución Social que hace Libertad en las últimas tiras. El momento exacto en el que Quino sepulta a la izquierda “iluminada” es cuando Libertad le cuenta a Mafalda que su padre dice que “hay que hacer la revolución”. Mafalda le pregunta “¿adónde?” y ella le contesta “en el sillón”. Una aguda, divertida e inteligente crítica.

 

  1. Quino tuvo que dedicar un enorme esfuerzo en construir un mundo infantil comprometido pero ajeno a la disputa interna entre la lucha armada y la bestia fascista de entonces. Con una línea fina y despojada, dibujó un barrio porteño, una escuela pública, una casa digna, como soporte de la burbuja en la que iba a meter a sus personajes. Después de la dictadura militar, Mafalda fue siendo recuperada por los que quedaron vivos, la clase media resurgiendo del silencio, el progresismo rosa argentino. En los ochenta, este sector se fue agrupado en torno de la UCR, y en los noventa en las corrientes nacional-populistas que tomaron forma en el Frente Grande. La base social de esta apropiación fueron los docentes de la escuela pública, en ese momento un actor importante que supo tener una política propia a través de la Carpa Blanca. Una historieta izquierdista actual muestra la transformación de Mafalda a través de los distintos momentos históricos, hasta el día de hoy convertida en Lilita Carrió. Sin embargo, a pesar de su ausencia de peronismo, hoy también es compartida por la juventud camporista y el ejército de trabajadores sociales que asiste las necesidades de los barrios humildes. Su póster puede estar junto al de Evita y al del Che.

Es posible que esta apropiación política de Mafalda se deba a la construcción de un personaje con programa propio, cuyas consignas va declamando cada vez que puede y quiere (ver recuadro Programa de Mafalda), sobre todo al despertar cada 1° de enero; programa que se refuerza en la contradicción con dos de los personajes secundarios, que representan a las clases conservadoras y de derecha. Estamos hablando, por supuesto, de Susanita (clase media con aspiraciones de clase alta de elite) y Manolito (pequeña burguesía comercial), quienes a su vez se enfrentan por cuestiones de clase: Susanita no deja de ridiculizar la ignorancia de Manolito. Cuando Mafalda le dice a Susanita que le parte el alma ver a la gente pobre en la calle, ella le contesta que también, pero que bastaría con esconderlos.

Manolito representa la burguesía nacional con origen europeo, a quien no le importa la disputa interna mientras la gente siga comprando. Lo podemos ver en una tira donde Mafalda y Felipe quieren sacarle el hipo con un susto, al grito de “Revolución” y “Tanques”, pero no lo pueden sobresaltar porque esto no lo conmueve ni asusta.

En realidad, todos los personajes que la rodean (cerca de una construcción grupal más que de un líder iluminado) van reforzando el programa de Mafalda: Felipe es el más simpatizante de sus ideas, pero a veces, por debilidad política, no la sigue; Miguelito, en cambio, vive en su mundo de fantasía.

Tampoco es que Mafalda reniegue del comunismo, todo lo contrario, lo cree necesario para el equilibrio político del país: un comunismo civilizado, que acepte el juego democrático burgués. Esto lo deja claro en su famosa frase: “El comunismo es a la democracia como la sopa a la niñez”, algo así como un mal necesario…

Sus sueños de ser intérprete de la ONU tienen, también, que ver con el rol de intermediario, de favorecer el diálogo entre los distintos sectores que no se entienden entre sí. Pero al mismo tiempo, critica a este organismo (como otras críticas a las instituciones y a su burocracia, no olvidemos que incluso así se llama su propia tortuga, Burocracia, en una metáfora plena de humor) por inservible e inútil. Y en una carta al director de Siete Días, la niña le aclara que si tiene que mentir en la traducción para que los países se entiendan, lo va a hacer.

Sin dudas, Mafalda parece correr a la izquierda por derecha y a la derecha por izquierda. En la tira donde simula ser la estatua de la libertad pone una lamparita quemada en la mano derecha (suponemos que se refiere a la falta de ideas) y en la izquierda un libro de cuentos (suponemos que se refiere a la costumbre izquierdista del cuento de hadas). Una enorme crítica a la manera en la que nos construimos la libertad, sobre una base política vacía.

Sin embargo, los que aprendimos a leer con Mafalda, los que nos llevábamos la historieta a la cama antes de que fuera hora de levantarnos del todo, los que la usábamos de bálsamo para transcurrir las horas muertas de una siesta paterna obligada, los que entendimos algunos chistes al principio y después fuimos entendiendo alguno, y otro, y otro más a medida que pasaban los años, sentimos que también representa a la juventud rebelde que además de empuñar las armas preparaba la leche caliente para los chicos en la villa, a quienes quizás también les acercaban una historieta para que aprendieran a leer. Porque esa violencia política no era más que un diálogo cerrado por la violencia de arriba, y estaba motorizada por el mismo sueño de paz y de libertad con el que soñaba Mafalda. En ese contexto, no hay ninguna posibilidad de que un agente del fascismo les haya comprado a sus hijos uno de esos libritos de la niña de pelo batido, salvo por error.

Las ideas más progresistas y de izquierda de Mafalda tienen que ver con sus aportes humanistas y transformadores. Sueña efectivamente con cambiar el mundo, y sabe que los jóvenes son el motor. “Si no cambiamos el mundo rápido es el mundo el que nos cambia a nosotros”. Y eran, por esos años, precisamente los jóvenes quienes estaban luchando por hacerlo. Quino, de alguna manera, se conmovía con esa entrega y la niña rebelde y sus amigos fueron su obsequio para esa generación. Uno podría pensar “bueno, es sólo una niña ¿para qué exigirle más?”. Mientras haya un libro gordo de Mafalda en el estante, tal vez un niño más, revolviendo, se encuentre un día con esta placentera aventura y (de yapa) se le clave en el corazón.

Revista Sudestada

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