Colombia: con poco público, rindieron homenaje a García Márquez en Bogotá
Una despedida aguada
Por Juan David Torres Duarte
¿En qué orilla se pararía Gabriel García Márquez? Cuando principió la lluvia monumental, poco después del mediodía, un hilo robusto de agua bajaba con fuerza por la carrera Séptima y los altibajos de la Plaza de Bolívar se vieron inundados de agua sucia. En las dos orillas de ese río inicial estaban los hombres y las mujeres, los niños y los viejos que querían presentar un último respeto a Gabriel García Márquez, que escribió, como solía decir, para ellos y a partir de ellos. En una orilla, cubiertos por la estructura de la Catedral Primada, estaban las Fuerzas Militares, el Ejército, la Policía, los ministros y ministras, los guardaespaldas, el nuncio católico, los bomberos, los funcionarios públicos de vestido a la medida.
En la otra orilla, en actitud reverencial, con un silencio agraciado, se apostaron los vendedores ambulantes, las víctimas de la región Caribe (arropados bajo una carpa en la que han pasado 30 días), los desocupados, los desaparecidos cachacos, los muchachos de pelo largo y las muchachas de cabello cortado al ras. Los de dentro eran las caras de siempre: senadores que fueron llegando con media hora de anticipación, saludaron a los medios, dijeron dos o tres o quizá cuatro palabras en torno a la figura de García Márquez y se retiraron, caminando por el tapete rojo, hacia la catedral.
Las de afuera eran todas caras desconocidas que en algún momento de su vida supieron de la existencia de un escritor que, de la misma forma abrupta en que se vuelca la tormenta sobre las gentes, se había convertido en el único colombiano conocido más allá de las meras fronteras. Los de fuera eran personas dispuestas a sentarse en flor sobre el suelo o quedarse en pie frente a las pantallas con tal de recordar al nobel de literatura, a sus obras: con tal de ser la fiel prueba de que cuanto escribió está en las calles desgraciadas de este país. ¿En qué orilla, entonces, se pararía Gabriel García Márquez?
El cielo era plomizo en principio. A las 10:30 de la mañana, cuando los medios todos preparaban cámaras y micrófonos para recibir las declaraciones de quienes suelen hablar, la Plaza de Bolívar estaba lívida y triste: no había allí más que unas pantallas gigantes que transmitirían la ceremonia y una tarima preparada para el término del homenaje. El grupo vallenato ensayaba sus temas, los ingenieros de sonido ajustaban sus bajos.
El escenario estaba de frente a la Catedral Primada y de espaldas a una carpa donde unos pocos, que se decían víctimas y que decían llevar treinta días enclaustrados allí en busca de una respuesta, reclamaban atención. Pero ni a esa hora ni después les prestaron atención: el vallenato sonaba más fuerte y rutilante que la voz dormida de su megáfono. Allí estaban, en sagrada comunión, dos fragmentos esenciales de la vida de García Márquez: la música y la búsqueda de igualdad social.
Veinte minutos después hubo lluvia, una lluvia tierna. El tapete rojo, que ya estaba preparado para recibir al presidente Juan Manuel Santos, fue recogido en pocos segundos. Gabriel García Márquez transitó estas mismas calles, 66 años atrás, cuando perdió todo, incluso la esperanza de ser abogado, durante el Bogotazo. Entonces era un joven de 21 años con una máquina de escribir y un par de ropas que mudaba cada tanto, y vio una ciudad encendida por la ira de muchos hombres sin cara, retorcida y volando en pedazos en los papeles y mesas y sillas que caían de las oficinas públicas y rodaban por las calles. Bogotá fue, ese día y en esas horas, el punto más vivo de la eterna muerte. Pero ayer, 66 años después, en la catedral donde se homenajearía al escritor que se apresuró a conseguir una nueva máquina de escribir (para cumplir así con el mandato de su propia condición), no pasaba mucho.
Y siguió sin pasar. Cuando amainó la lluvia y salió un sol tibio, políticos y senadores y jefes de organismos públicos llegaron en coro entumecido a la entrada de la catedral. El aparato oficial, las oficinas adscritas a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial se hicieron presentes allí para recordar al escritor que siempre estuvo en desacuerdo con sus decisiones, que siempre supo demostrarles cuán equivocados estaban y que, en buena parte, hubo de exiliarse en México a causa de sus juicios deliberados y contradictorios. De ese modo, en estricto luto, llegó la cosa pública a instalarse en las naves de la Iglesia, decoradas con ramos de flores amarillas en cada banca. Llegó el senador Juan Fernando Cristo y llegaron el fiscal general, Eduardo Montealegre, y Rafael Pardo.
Con la misma rigidez, cabizbajo, llegó el senador del Partido Conservador Roberto Gerlein, conocido por sus posiciones contra el matrimonio homosexual, contra cualquier sensualidad previa al matrimonio. Llegó para hacer honores al arquitecto de una de las escenas más sensuales de la literatura: aquella en que José Arcadio Buendía toma por las caderas a Rebeca, la tumba contra su cuerpo en la hamaca y la penetra.
Flores en el suelo
El sol tibio duró poco. Justo después de que entró Juan Manuel Santos a la catedral se largó una lluvia copiosa que fue llenando las calles y los bordes de los andenes de un agua negruzca. Un padre había esperado a los invitados en el portal de la catedral, ataviado con un cinturón morado y una bata negra, mientras miraba hacia el sur y la puerta estaba vigilada por militares y guardaespaldas. No se veía allí a nadie más que a ellos: quienes representan al poder en medio de los lugares de poder, el Palacio de Nariño, el Congreso, la Iglesia. Muchos de aquellos que caminaban por la calle y quisieron ingresar a la ceremonia, no pudieron: las bancas ya estaban llenas de hombres de vestido ajustado.
Hasta entonces se habían reunido en la Plaza de Bolívar cerca de 200 personas. La lluvia espantó a más de la mitad y el resto se cubrió bajo la carpa del escenario en frente de la catedral. Fueron pocos los que quedaron y pocos quienes escucharon el discurso de Santos, al final de la ceremonia: “Recordamos a Gabo —dijo— por plasmar con magia y poesía la misma magia y poesía de Colombia y nuestro Caribe. (…) En sus palabras habitan sueños, materia prima de la literatura. No fue sólo un escritor que ganó el más grande premio: fue un escritor comprometido con el destino de América Latina y de Colombia”.
Fueron pocos quienes escucharon el Réquiem de Mozart en mitad de la ceremonia y pocos también quienes atendieron a las palabras del cardenal Rubén Salazar: “(García Márquez) ha reflejado la bondad y la belleza de Dios”. Y también el tormento y la desidia, y la eterna y abrasada condena de estas tierras a la violencia, la misma violencia que bebió de esas calles 66 años atrás.
Santos terminó su discurso con un aplauso al que se unieron, incluso, quienes estaban afuera bajo la lluvia. Un hombre con un ramo de flores amarillas batió sus palmas y también una mujer con un impermeable amarillo y bombas amarillas. Entonces se apagó el aplauso y el grupo vallenato hizo respirar su acordeón y algunos en la Plaza de Bolívar, sobre los adoquines sucios, comenzaron a bailar y a cantar. Pero el día estaba gris y no había allí casi nadie: sólo una lluvia gorda y una catedral imponente y vetusta.
Antes de que todos salieran de la catedral, sobre las puertas volaron papeles amarillos como mariposas que fueron aplastados por las gotas gordas de la lluvia y terminaron pronto en el suelo. Entonces fueron alejándose de la catedral, paso a paso, congresistas y políticos, presidentes y dirigentes, militares y policías. Y el primero de ellos que salió se guardó rápido bajo una sombrilla y caminó con prisa, sin darse cuenta de que pisaba, sucias y aplastadas por la lluvia de abril, las mariposas amarillas que volaron en Cien años de soledad y que ahora vuelan y volarán sobre la desgraciada y esperanzada historia del país que retrataron.
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