El “gota a gota”: el infierno del crédito fácil en Perú
Alejandra Dinegro Martínez
En nuestro país, la frase “no tengo acceso al banco” no es solo una queja: es una condena. Para cientos de miles de peruanos, conseguir un préstamo formal es inalcanzable. Y en ese vacío, en ese desamparo financiero donde el sistema no llega, florecen los “gota a gota”, una red paralela de crédito que opera como un cáncer, silencioso, pero mortal. No es exageración: la plata de estos préstamos se paga con miedo, con violencia y, muchas veces, con sangre.
El fenómeno no es nuevo, pero ha crecido con fuerza en los últimos años. De acuerdo con cifras del Ministerio del Interior, en el 2023 se identificaron más de 2,000 casos vinculados a préstamos “gota a gota”, un estudio privado de octubre de 2024 señaló que más de 200 mil familias cayeron en manos de extorsionadores, aunque las autoridades reconocen que la cifra real podría ser diez veces mayor. ¿Por qué? Porque la mayoría de las víctimas no denuncia. No se puede denunciar cuando el cobrador sabe dónde vives, cómo se llaman tus hijos o qué colegio frecuentan. Porque acá el “crédito” viene con amenazas, no con garantías.
El “gota a gota” funciona así: alguien —generalmente un comerciante informal (o formal), un vendedor ambulante, una madre que busca plata para medicinas— recibe una oferta rápida y tentadora. “¿Necesitas mil soles? Te los doy ahora mismo, sin papeleo, sin historial crediticio, sin garantes. Pero me pagas 50 soles diarios por 30 días”. Parece manejable, ¿no? Pero ahí está la trampa. El interés real supera el 700% anual y puede llegar a superar el 1,000%. Es un sistema usurero que se disfraza de ayuda y que atrapa con la urgencia de quien ya no tiene otra opción.
Los prestamistas, en su mayoría delincuentes, han creado un sistema eficiente de terror: envían a sus cobradores en moto, graban amenazas por WhatsApp, pintan advertencias en las puertas de los negocios y si el deudor se atrasa, no hay refinanciamiento, hay castigo. Las extorsiones, agresiones y hasta asesinatos se han vuelto parte del modus operandi. Solo en Lima Metropolitana, la Policía Nacional ha intervenido más de 250 casos vinculados a estas mafias entre enero y agosto de 2024. Algunas organizaciones tienen vínculos directos con bandas criminales extranjeras. Y ojo: no están escondidas. Operan a plena luz del día en mercados, colegios y barrios populares.
De acuerdo a Federación Peruana de Cajas Municipales de Ahorro y Crédito, esta actividad delictiva ha colocado 4 mil millones de soles en el mercado al 2024, una cifra que supera a la de algunas entidades financieras medianas o incluso grandes bancos. Ellos señalan que ya serían un millón de familias capturadas por esta modalidad criminal.
¿Por qué nadie los detiene? Porque el Estado no tiene ni la capacidad ni la voluntad real de llegar donde más se necesita. Porque mientras se discute en el Congreso si suben o bajan los intereses de las tarjetas de crédito, hay millones de peruanos que ni siquiera tienen acceso a una cuenta de ahorro. Según la ENAHO, al cuarto trimestre del año 2024, el 59,7% de varones tenía alguna cuenta en el sistema financiero, en el caso de las mujeres esta cifra llegó al 57.7%. Las brechas también se presentan en regiones y por sector socioeconómico.
¿Qué alternativa les queda entonces a quienes necesitan capital para sostener su negocio, para comer el día de mañana o comprar los medicamentos de un familiar? La seguridad no es neutra: refleja qué tipo de sociedad queremos, a quién se protege, de qué se protege, y cómo se ejerce esa protección. Significa entender que la seguridad ciudadana no es solo un problema técnico o policial, sino un terreno de disputa también política, donde distintas fuerzas políticas proponen —o deberían proponer— respuestas desde sus propios marcos de valores y principios.
En el caso peruano, este enfoque ha sido escasamente desarrollado, especialmente desde sectores progresistas. Aunque la seguridad afecta directamente a las poblaciones más vulnerables —como jóvenes de barrios populares, mujeres, emprendedores, y trabajadores informales—, este sector político muchas veces ha evitado construir una agenda clara sobre el tema, ya sea por temor a ser asociada con discursos autoritarios, o por subestimar su importancia como una demanda social concreta. Esto ha dejado un vacío que ha sido fácilmente ocupado por la demagogia punitiva: propuestas simplistas y duras, como el “militarizar las calles”, “disparar a matar” o “mano dura”, que en la práctica no resuelven el problema estructural de la inseguridad, pero sí generan rédito político rápido.
Por su parte, la derecha peruana sí ha hecho de la seguridad una bandera constante, pero su enfoque es limitado y reactivo: centrado casi exclusivamente en el castigo, el aumento de penas, o el control migratorio, sin abordar las causas estructurales del delito como la desigualdad, la falta de oportunidades, o la corrupción dentro de las instituciones encargadas de garantizar la seguridad.
Así mismo, el actual gobierno ha reaccionado tarde y con la torpeza habitual. Por otro lado, en marzo de este año, el Congreso aprobó en primera votación una iniciativa que plantea suspender el tope a las tasas de interés “a fin de promover la inclusión financiera”. Pero en la práctica, esto se traduce en la derogación de la actual Ley 31143, una norma que resguarda a los usuarios frente a la usura bancaria. Si esta propuesta se concreta, millones de peruanos podrían quedar vulnerables ante prácticas abusivas por parte de los bancos y grandes grupos financieros. Aunque se presenta como una solución frente a los “préstamos gota a gota” y la inseguridad ciudadana, esta medida podría eliminar importantes protecciones legales que hoy amparan a la población.
Por lo tanto, no basta con capturar a unos cuantos cobradores si no se desmantelan las redes completas. No basta con decir que se investigará si no se protege a las víctimas y testigos, mientras que el Congreso pretende negar una realidad cruel al que miles de familias peruanas quedan expuestas.
¿Qué se puede hacer? Lo primero: ampliar el acceso al crédito formal. Las cajas municipales, las fintechs peruanas y las cooperativas tienen un rol clave que jugar. El Estado debería subsidiar líneas de crédito para micro emprendedores en situación de vulnerabilidad.
Lo segundo: educación financiera masiva y urgente. No se puede combatir algo que no se entiende. Campañas en redes, en medios locales, en lenguas originarias, en los mercados. Enseñar a reconocer la trampa del “gota a gota” y a buscar alternativas seguras. No se trata solo de difundir, sino de formar.
Lo tercero: una ley clara y firme que penalice con dureza este tipo de usura, y que no solo apunte a la responsabilidad individual, sino a las redes criminales que están detrás. Una ley que reconozca a las víctimas y las proteja, que garantice canales de denuncia seguros y confidenciales. Y por supuesto, una policía con más inteligencia operativa y recursos para enfrentar este fenómeno que ya se nos fue de las manos.
El “gota a gota” es la evidencia más cruda de que, en el Perú, ser pobre cuesta caro. Y que cuando el Estado no llega, llegan los buitres.