México: la izquierda y las elecciones: más allá de la transición – Por Jaime Ortega

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Jaime Ortega *

Uno de los lugares más comunes en la explicación de la denominada transición es que las izquierdas mexicanas se comprometieron con la perspectiva democrática a partir de la fundación del Partido de la Revolución Democrática, optando en definitiva por las urnas como vía legítima de la disputa por el poder político. Esta supuesta llegada tardía de aquella identidad política con dicho valor universal se vincularía al debilitamiento de las tradiciones socialista y comunista acaecida de manera paralela.

Es cierto que una variante del relato, con un poco más de perspectiva y profundidad, logró establecer el compromiso de las izquierdas –especial, pero no únicamente del PCM– con la vía democratizadora hacia 1979. A la reforma política siguieron los combates electorales de la década de 1980, que incluyeron la campaña de Arnoldo Martínez Verdugo por el Partido Socialista Unificado de México, las elecciones intermedias de 1985 y, sobre todo, la perspectiva abierta en 1988, cuando Heberto Castillo y el Partido Mexicano Socialista cedieron ante la marea popular asociada a la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas. Sin embargo, en ambos casos hay un recorte histórico que no realiza la justicia al compromiso con la construcción de una sociedad democrática e igualitaria que izquierdas socialistas y comunistas tuvieron y que colocó en primera importancia la democracia y aún más, el momento político-electoral.

La historia debería rastrearse, al menos, hacia 1929, cuando Pedro Rodríguez Triana fue el candidato presidencial del Bloque Obrero y Campesino, animado por el PCM. Contrario a la rutina discursiva de un partido a las órdenes de Moscú, vemos en ese gesto una perspectiva que coloca la situación nacional en privilegio frente a las consignas de la política de clase contra clase, marcada por una táctica construida sobre el sectarismo. El Bloque se hizo presente por todo el país, llevando la idea de saldar las deudas de la revolución mediante formas organizativas más profundas. El intento de tener una presencia electoral se dio aun cuando la represión del Maximato era una realidad, que orilló al partido a la clandestinidad. Tendrían que pasar seis años para que el PCM pudiera volver a asomar abiertamente su posicionamiento, teniendo como candidato a Hernán Laborde en 1934.

A partir de la política de unidad a toda costa, los comunistas saludarían la construcción del Partido de la Revolución Mexicana al que consideraron la versión local del Frente Popular y con ello acompañaron las candidaturas de Manuel Ávila Camacho y después de Miguel Alemán. Ello no sin complejidades; por ejemplo, en 1943, cuando Dionisio Encina, secretario general del PCM, compitió dentro del PRM por una diputación local, ganándola, pero siendo despojado de ella en una sucia maniobra. Encina repetiría en 1946 su aspiración, ahora como senador. Su candidatura estuvo acompañada de la de otros comunistas, mostrando las primeras fisuras en el consenso posrevolucionario.

En 1952, ante la corrupta modernización alemanista, se estableció la primera alianza popular-comunista, llevando a Vicente Lombardo Toledano como candidato presidencial, en una campaña marcada por un giro represivo y una retórica radical de anticomunismo. Pese a la violencia contra comunistas y otras fuerzas ese año, no se dejó de insistir, en participar electoralmente. En 1955, la disidencia del PCM, el Partido Obrero Campesino, también presentaría candidatos a diputados, contando con alianzas con el Partido Popular. Estas iniciativas no contaban con el beneplácito del orden jurídico, que excluyó, sistemáticamente, las solicitudes de registro legal de los comunistas.

En 1958 se abrió una grieta en el consenso político de la Revolución Mexicana, pues corrieron paralelas las revueltas proletarias que removieron las viejas certezas de la forma de dominio social, como los destellos que animaron la actuación en clave de independencia política. PCM y POCM tramaron una alianza, llevando al viejo zapatista Miguel Mendoza López como candidato presidencial. La campaña, aunque minoritaria, movilizó bajo la bandera roja a cientos de personas por todo el país. Bajo la idea de que la reforma agraria debía ser completada, la Constitución respetada plenamente y el monopolio político del PRI cuestionado, la convergencia construyó un programa electoral, en que ya se disponía la necesidad de transitar a un modelo parlamentario, por ejemplo.

En el lapso intermedio, destellos de esta independencia política comenzaban a ocurrir. No sólo en el PCM, incluso en el Partido Popular, que en lo local, en especial en el norte del país, disputaba al PRI. A partir de 1964 la fundación del Frente Electoral del Pueblo reconectó al PCM con la sociedad. La campaña de Ramón Danzós Palomino fue el momento en que se apostaron todas las energías. Incluso el PCM se alió con fuerzas como el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana en Puebla. La campaña enfrentó el autoritarismo e intensificó la necesidad de espacios de democratización ante el asfixiante entorno político; una vez más, el llamado a las urnas no se divorció del diagnóstico severo sobre la realidad sociopolítica.

Los acontecimientos de 1968, así como la represión del conjunto de la década alejaron al comunismo de las urnas durante dos lustros. Fue hasta 1976, con el evidente agotamiento de las estrategias centradas en la violencia política y el giro en las condiciones sociales, que se reinsertaron en la participación público-electoral. La exitosa campaña, sin registro, de Valentín Campa fue el último momento de prohibición de los comunistas en la escena electoral.

Es claro que hace falta una visión más amplia del trayecto democrático, que supere el relato de la transición, mismo que reduce el acto político al acuerdo entre élites –provenientes de las ilustradas clases medias– que fundan onerosas instituciones. Más bien, es preciso recordar la intensa participación de la sociedad, es decir, de obreros, campesinos, mujeres, estudiantes, en estos procesos. Pese a enfrentar un entorno adverso, conquistaron, imaginación política de por medio, un programa que consideró tanto la justicia social como la democracia. El relato de la transición cercena, de hecho, lo más significativo del trayecto democratizador: la presencia de las mayorías sociales en la búsqueda de un orden equitativo y, en el caso mexicano, con una profunda raíz plebeya.

Investigador UAM

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