El poder, el gran narrador – Por Jorge Majfud

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Jorge Majfud *

En el otoño del 2003, volvía de mis clases en la University of Georgia caminando al pequeño estudio que alquilaba con mi esposa en un apartamento de 190 Baxter Dr. No sin ironía, UGA nos había rescatado de la crisis neoliberal en América del Sur. Cubría todos mis estudios de posgrado al tiempo que me pagaba un salario de subsistencia para dar unas clases muy básicas a los nuevos estudiantes.

Por unos años vivimos en un estudio mínimo, durmiendo en el piso, comiendo enlatados y sin usar el aire acondicionado para no pasarnos del presupuesto. Con todo, fueron años felices. Casi tan felices como en Mozambique en 1997 o cuando le dimos la vuelta al mundo en nueve meses como estudiantes de arquitectura en 1995, gracias a la cooperativa estudiantil de Viajes de fin de carrera de la Facultad de Arquitectura de Uruguay, la que debe estar por cumplir sus 75 años de tradición. Todo, siempre sin contar con una cuenta bancaria. “¿Cómo el hijo de un carpintero puede visitar treinta países en solo un año”, me preguntaron los guardias que me interrogaron por una hora en el aeropuerto de Tel Aviv, en octubre de 1995, con destino a Roma y poco antes del asesinato de Yitzhak Rabin -como siempre, estaban buscando en el lugar equivocado.

Como nunca había estudiado inglés, solía caminar los cuarenta minutos de regreso al estudio a las 7.00 de la noche, a veces bajo la lluvia.

–¿Por qué no pides un préstamo y te compras un auto –insistían mis colegas.

–¿Para qué endeudarme, si puedo caminar? –era mi respuesta.

Caminaba con una radio de bolsillo que había comprado en un Dollar Tree por un dólar. Diferente a los medios escritos, todos los programas de radio eran ultraconservadores, como los de Rush Limbaugh. Todos tenían el mismo tono de los pastores en sus escenarios eclesiásticos, como el pastor de una iglesia al que a veces íbamos con mi esposa porque su esposa solía invitarnos a conocer otros hispanos, la mayoría ilegales. Dejé de ir cuando el pastor nos invitó a cazar ciervos con unos rifles que me provocaban repugnancia.

Recuerdo la defensa que entonces se le hacía en uno de esos programas radiales un representante del Estado de Georgia para “prohibir la enseñanza de teorías en lugar de hechos”. Publiqué algunos artículos sobre este momento en el diario Milenio de México antes de que decidieran (luego de diez años de colaboraciones semanales) borrarme por completo y sin ninguna explicación, disculpa o agradecimiento.

El representante de Georgia calificaba de teoría a la Teoría de la evolución. Si se llama teoría, es teoría, como Nazi (Nacional Socialismo) es socialismo y el repollo nace del rehuevo. El creacionismo y el (por entonces) más reciente Diseño inteligente (apoyado por George Bush) no eran teorías sino hechos, registrados en la Biblia. La idea de que un texto debe ser interpretado en su contexto no entraba en la ecuación, menos cuando franceses ateos (por entonces estaba de moda Derrida en las universidades) revindicaban la muerte del autor, la libertad de cualquier interpretación y hasta el vacío mismo de un texto. Escribí algo que todavía me parece obvio: el lector puede entender lo que quiera de un texto, pero el sentido de la escritura es limitar la libertad de interpretación (ver La narrativa de lo invisible).

Segunda obviedad: toda creencia es una teoría también. La diferencia entre la Teoría de la Creación en siete días y la Teoría de la Evolución es que una no necesita datos, ni hechos, ni nada más que fe.

Ahora permítanme saltar veinte años gardelianos para intentar comprender el problema desde un punto de vista menos epistemológico y más psicológico, que es el que importa en la dinámica social, política, mediática.

Suelo iniciar muchas de mis clases en Jacksonville University con la presentación de un estudiante, para ver cómo entienden los jóvenes un tema y para no condicionarlos de entrada con lo que, supuestamente, sé o entiendo yo sobre el mismo. De todas formas, ellos saben desde el primer día cómo pienso sobre determinados temas globales. Se los aviso como obligación de honestidad: “Muchachos, no esperen de mí ninguna neutralidad. Vivir en una sociedad es estar comprometido con determinados valores, lo que significa que para mí algunas cosas están bien y otras mal. Lo mismo cualquiera de ustedes».

Eso no quiere decir que los hechos no existan independientemente de las opiniones personales, sino que cada hecho es siempre interpretado por alguien. (Por otra parte, así les doy la oportunidad a algunos que no resisten una perspectiva diferente a que abandonen el curso a tiempo y busquen algo que les confirme en su fe, como en sus iglesias).

En la primavera de 2024 estuvimos discutiendo el caso de Operación Sinsonte (Operation Mockingbird, organizada por la CIA para crear opinión en todo el hemisferio) y las diferentes formas de manipulación de los hechos a través de las narrativas sociales. Uno de mis puntos resistidos por los estudiantes consistía en la idea de que un individuo es siempre vulnerable a creer, a aceptar como hecho aquella afirmación que procede de la autoridad que presentara los hechos con obviedad.

No hubo acuerdo, lo cual está bien. La clase continuó con la presentación del día, a cargo de una estudiante. Me fui al fondo del salón para escuchar. A un costado, observé que uno de los estudiantes comenzaba a dormirse. Unos minutos después, estaba completamente knockout. Cuando terminó la presentación de Ingrid y luego de los aplausos de sus compañeros, noté que Christian no se despertaba. Algunos de mis estudiantes compiten en atletismo se levantan a las cuatro de la madrugada para ir al gimnasio o para hacer remo en el río que está al borde del campus. Aproveché para poner dos sillas sobre la mesa en la que dormía, con el silencio cómplice de sus compañeros.

Christian se despertó quince o veinte minutos más tarde. Cuando despertó, comenzó a bajar las sillas con discreción.

–Christian, ¿por qué has puesto las sillas sobre la mesa? –pregunté.

Christian dudó un momento y dijo:

–Es que quería tener un poco de privacidad.

–No vuelvas a poner la sillas sobre la mesa –le dije–. Es una falta de respeto.

–Lo siento, profesor –dijo Christian–. Le aseguro que no volverá a pasar.

El salón se llenó de un silencio tenso. Ni risas ni protestas, hasta que le aclaré a Christian lo que realmente había pasado y que todos sus compañeros sabían. Él había aceptado sin cuestionar un hecho establecido por la autoridad, en este caso, el profesor.

Cuando terminó la clase, Christian fue el último en irse.

–Discúlpame –le dije–. No era mi intención hacerte sentir mal, sino ilustrar nuestra discusión anterior.

–Por el contrario, profesor –dijo Christian–. You blow my mind. No he podido dejar de pensar que eso mismo es lo que hacemos todos los días…

En fin, pensé, qué buena la actitud de Christian.

No estaba tan seguro si el resto de la sociedad lo podía entender de la misma manera.

*Escritor y traductor uruguayo, radicado en Estados Unidos. Del libro Moscas en la telaraña.

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