Ayotzinapa: la manufactura del terror – Por Luis Hernández Navarro

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Luis Hernández Navarro*

La banda de viento de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos recibe y acompaña el ataúd de Yanqui Kothan Gómez Peralta. Suenan los primeros acordes de 20 mujeres de negro. Para sus adentros, cientos de estudiantes despiden a su compañero: Pido que cuando yo muera / no me lloren por favor / que me toquen con la banda / y me canten esta canción.

Pero, a pesar de que la canción lo pida, es imposible no llorar de rabia, de coraje, de tristeza. Yanqui es el más reciente normalista de esa casa de estudios al que policías o sospechosos accidentes matan o desaparecen. La lista es enorme: 11 asesinados (incluido Kothan) y 43 desaparecidos en los últimos años. Como Jorge Alexis Herrera y Gabriel Echeverría, asesinados el 12 de diciembre de 2011. Como Freddy Vazquez y Eugenio Tamarit, atropellados en enero de 2014, por el conductor ebrio de un tráiler. Como Julio César Mondragón, Daniel Solís y Julio César Ramírez, ultimados el 26 y 27 de septiembre de 2014. Como los 43 de la trágica noche de Iguala.

Por eso, en el homenaje de cuerpo presente que los normalistas brindan a Kothan en su escuela, doña Lilia Vianey Gómez, su madre, una mujer sencilla y humilde de Tixtla, a quienes los estudiantes llaman cariñosamente La Tía de la Cooperativa, advierte: Hay que seguir luchando para que todo esto acabe y ustedes tengan cosas mejores. No hay que dejarnos, tampoco hay que vendernos. El gobierno siempre va a hablar con sus mentiras. Los policías siempre se van a vender, porque son iguales que el gobierno. Por eso ahora soy una más de los 43.

Yanqui entró a Ayotzinapa ilusionado con ser maestro. Le faltaba menos de un mes para cumplir 24 años y cursaba el cuarto semestre de la licenciatura en educación primaria. Animaba a su hermano menor a seguir sus pasos. Promovía la danza de los tlacololeros y le gustaban los caballos. Era corredor del club Guadalupano Tixtla y se ejercitaba regularmente en el gimnasio de la escuela. El 7 de marzo, una certera bala en su cráneo, disparada por un policía estatal en Chilpancingo, truncó sus aspiraciones.

Según diversos relatos, tres jóvenes de Ayotzinapa acudieron a Chilpancingo a recoger a muchachas de otras normales que asistirían al festejo del 98 aniversario de la Raúl Isidro Burgos. Se detuvieron en una tienda frente al motel Petatlán y uno, conocido como Arenita, bajó a comprar cigarros. Los atacaron policías estatales a abordo de dos motocicletas, les apuntaron con sus armas, les gritaron: ¡Bájense, hijos de su puta madre! y golpearon los vidrios del vehículo. Los estudiantes se asustaron y quisieron regresar a Tixtla. La policía disparó y asesinó a Yanqui. No fue un hecho fortuito. Le tiraron a matar.

Al también normalista Osiel Faustino Jimón Dircio los uniformados lo bajaron de la camioneta, lo patearon y trataron falsamente de inculparlo, acusándolo de portar una pistola y llevar droga, que ellos sembraron. Estuvo en sus manos alrededor de 10 horas. Yanqui fue llevado al hospital, no en una ambulancia sino en un automóvil. Arenita se escondió en una barranca pero fue detenido por un militar y entregado a las fuerzas del orden, quienes lo maltrataron más de dos horas. Finalmente, junto a Osiel, lo llevaron a un lugar oscuro, les quitaron las esposas, les descubrieron el rostro y los obligaron a declarar que no habían sido golpeados.

Las autoridades guerrerenses divulgaron una versión falsa. La policía estatal alteró por completo la escena del crimen, retirando el ve hículo antes de que llegara la autoridad ministerial y plantó una pistola calibre .22 y droga. En el lugar no había ningún Arco de Registro Público Vehicular para detectar vehículos con reporte de robo. No se encontraron cartuchos percutidos dentro de la camioneta. Las balas fueron disparadas de afuera hacia adentro por los policías. Según pruebas periciales y testigos, los tres normalistas no tiraron contra los uniformados, ni estaban drogados ni alcoholizados.

Resulta imposible entender las implicaciones del asesinato de Yanqui Kothan al margen de cinco elementos: la penetración de las policías en el estado por el crimen organizado, en especial de Los Ardillos, en Chilpancingo y Tixtla. La estigmatización incesante de los alumnos y el asesinato previo de 10. El retroceso en el esclarecimiento de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y la negativa del Ejército a entregar 800 folios claves del caso. El infructuoso campamento de 10 días de padres y alumnos de la escuela en el Zócalo de la Ciudad de México. Y el controvertido portazo en Palacio Nacional, protagonizado por jóvenes durante la mañanera, precipitado por el maltrato a los familiares de las víctimas al tratar de entregar un oficio solicitando el encuentro con Andrés Manuel López Obrador, tras lo cual se les ofreció una reunión con el mandatario, sin sus asesores.

El homicidio de Yanqui fue un paso adelante en la manufactura del odio contra estudiantes y padres. Incendió más las praderas del normalismo rural. Doña Lilia Vianey dijo a Sergio Ocampo, corresponsal de La Jornada: Esto no quedará impune. Haré lo posible para que no quede así, porque las autoridades no hacen nada. Lo voy a hacer para que no quede impune la muerte de mi hijo. La señora Gómez es ya una más de las madres de los 43.

El pasado sábado, tras un funeral, con el féretro sobre los hombros a lo largo de dos kilómetros, sus compañeros fueron a sembrar a Yanqui a su última morada en el barrio de Santiago, en Tixtla. Los acompañó la banda estudiantil al son de Cerca del mar: Cerca del mar / Yo me enamoré / Y como la luna / La brisa y la espuma / También te besé. Ante la intención de las autoridades estatales de ocultar la ejecución extrajudicial, el sentimiento preponderante de la comunidad es de indignación. Su grito unánime es: ¡justicia!

*Escritor y periodista mexicano. Coordina la sección de Opinión de La Jornada

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