Últimos 25 años en Uruguay: ¿hemos progresado? – Por José Stagnaro
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
José Stagnaro*
El reciente artículo (recomiendo su lectura) de Fernando Esponda en la diaria plantea dos posibles criterios para medir el progreso uruguayo de los últimos 25 años. El primero lo confirmaría en base a cuantificaciones ampliamente aceptadas: aumento del PIB, disminución del índice de Gini (menor desigualdad), disminución de la pobreza y mayor índice de desarrollo humano (economía, salud y educación). Sin embargo, el autor apela a la sensibilidad para denotar cierto movimiento contrario de la sociedad uruguaya poniendo el foco en lo que llama sus “márgenes”, cuantificando otros ítems muy distintos y no por eso menos evidentes: aumento de homicidios, suicidios, personas en prisión y en situación de calle.
El autor, entonces, razona, apoyándose en John Rawls, sobre la necesidad de mejorar la condición de los que están peor para efectivamente consolidar lo que recién allí podríamos concebir como “progreso”. No sería entonces un tema meramente estadístico de “totales posibles”, sino una mirada capaz de atender la patología que pone en condiciones aberrantes a un número minoritario (pero creciente) de ciudadanos. El problema es que tal cosa no ha ocurrido en el Uruguay de las últimas décadas, sino todo lo contrario.
Esponda, acertadamente, ve en el conjunto de tales mediciones algo paradójico: mientras medimos progreso efectivo, a la vez podemos medir decadencia y patología social. Los hechos serían entonces siempre una determinada selección o categorización de hechos relevantes para quien observa. Tal relatividad epistémica no es idealista, o creer que “las cosas son de acuerdo al cristal con que se miran”, ya que las cosas son efectivamente como se describen en ambos puntos de vista, sólo que precisan de un criterio fuerte y previo para seleccionar lo que “verdaderamente” importa. Esponda declara haberlo hecho de acuerdo a la tradición artiguista y a la necesidad de que “los más infelices sean los más privilegiados”.
Me gustaría hacer algunas consideraciones que amplíen este debate. En primer lugar, quisiera hacer notar que ambos –y contrapuestos– conjuntos de criterios recurren a una imperiosa necesidad de cuantificar la realidad mucho más que a interpretarla. Los “hechos”, además de ser seleccionados de acuerdo a criterios disímiles, podrían no registrar un encadenamiento causal subyacente. Es que la paradoja queda sin resolver: ¿cómo es posible que una sociedad que aumenta su PIB y su desarrollo humano a la vez que disminuye la desigualdad y la pobreza produzca tanta violencia y patología social? Creo que recién aquí estamos en lo más sustancioso de lo que nos propone el artículo y, por tanto, necesitando una interpretación.
En primer lugar, creo que el criterio –en principio “justo” de Rawls (de actuar de acuerdo al “velo de la ignorancia”)– resulta inadecuado por lo impracticable: los sujetos que hacen posible la justicia o la injusticia en el mundo real están siempre previamente determinados (sobredeterminados) socialmente. Según creo, lo que ha hecho el norteamericano es huir de las luchas sociales (intensas de su época) hacia un mundo intelectual y abstracto para proponer una razonable distribución material que obvia las causas profundas (relativas a la existencia de clases) del capitalismo. Tal vez debamos admitir que la mejora de algunos índices no impide la degradación moral, la violencia, así como otra involución (tanto o más importante, que el artículo no menciona) que es la espantosa degradación ambiental que sufrimos todos. Tal vez exista una causa que sirve de trasfondo al progreso y al retroceso que hemos experimentado y que sólo sea una ilusión mejorar el todo por la intervención en sus márgenes. Tal vez el trazado mismo del margen intente ocultar una enfermedad que se manifiesta en todo el entramado social, y lo que queda “afuera” lo veamos con una intensidad insoportable justamente porque nos devuelve la verdad de lo que hacemos y pensamos de este lado de la línea.
Tal vez exista una causa que sirve de trasfondo al progreso y al retroceso que hemos experimentado y que solo sea una ilusión mejorar el todo por la intervención en sus márgenes.
En segundo lugar, un gráfico puede tender al engaño en tanto podemos imaginarlo siempre inscripto en otro más amplio y así sucesivamente hasta llegar a ser (la mayor parte de las veces) imperceptible la variación que propone. La mejora del ingreso o la disminución de la pobreza fluctúa de acuerdo a políticas sociales que amortiguan, más o menos, la necesaria explotación del trabajo para reproducir el capital; por lo tanto, no será igual el momento histórico de Javier Milei al momento histórico de José Mujica. Sin embargo, si insertamos dichos momentos en la historia argentina o uruguaya de un siglo, las variaciones resultarán mínimas porque el problema de fondo sigue siendo el mismo: el deseo de realización que mueve ambas sociedades resulta de las capacidades acotadas, periféricas, de reproducción del capital. Tal deseo, necesariamente obstruido pero asumido no sólo por sus élites sino por todas las clases sociales activamente (cada quien en búsqueda de su tajada de felicidad), produce violencia, degradación moral y ambiental.
En tercer lugar, una interpretación de la paradoja enunciada bien puede ser la siguiente. Los ciclos progresistas (como el vivido en Uruguay) habrían tenido la virtud de mejorar los indicadores del primer “set” pero inevitablemente de empeorar los del segundo. Más allá de que resulta innegable la responsabilidad de todos los actores políticos de no frenar la violencia, la criminalidad, el suicidio y la degradación ambiental, los progresistas colaboraron en defraudar las expectativas populares de un posible cambio de orden ético largamente esperado (y latente) al afianzar, con mayor fuerza que nunca, los criterios subjetivos de reproducción del capital con su culto al “emprendedurismo” y al éxito personal, la inserción global y cultural naturalizada, las tercerizaciones y desregulaciones, la apuesta a la máxima productividad, la instrumentalización educativa, etcétera. El capital tiene un efecto real pero necesita de su “álter ego” amorosamente simbolizado tanto como nosotros el aire que respiramos; al fortalecerlo se deprimen los deseos solidarios o colectivos (o peor, se transmutan en tareas “colaborativas”, autoayuda y coaching empresarial).
El panorama se completa si pensamos que ese nuevo “realismo” adaptativo fue llevado adelante –a ojos vistas del pueblo– por exguerrilleros y “comunistas”. Por tanto, seguramente sin quererlo, el sujeto progresista, habiendo mejorado los índices de pobreza y distribución, colaboró decisivamente en desarmar la esperanza subjetiva de afianzar la solidaridad, el cooperativismo, el espacio público, el debate y la participación política cotidiana, todos aspectos de larga tradición en la historia uruguaya, y consecuentemente en ampliar la marginalidad y la violencia.
Finalmente, quiero pararme en iguales esperanzas del articulista (sólo habiendo variado algo la perspectiva analítica). ¿Es posible avanzar en tal rectificación del orden subjetivo y a la vez mejorar los indicadores –que obviamente no podemos subestimar– de combate a la pobreza y lograr una cada vez más justa distribución del ingreso, etcétera? Creo que sí, pero un ciclo político verdaderamente afirmador de la dignidad humana deberá diseñar colectivamente una “vida buena”; es decir, proyectar el fin del capitalismo, animándose a nombrarlo y criticarlo, esbozando un plan y una esperanza para que, poco a poco, vaya haciéndose carne en nuestra vida cotidiana –cultural, experiencial– la posibilidad cierta de lograrlo.
*Maestro de primaria, magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.