Plebiscito constitucional: un juego de escasa convocatoria – Por Juan Pablo Rodríguez

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Por Juan Pablo Rodríguez

Por las características que ha tenido el proceso, enfrentamos el plebiscito por una nueva Constitución sin saber realmente a favor de qué se vota, estima el autor de la siguiente columna para CIPER: «Parece obvio, pero para que las Constituciones constituyan un orden político y una comunidad (o un pacto social) deben ser legítimas. Y, en los tiempos actuales, una elección como la del próximo domingo próximo no basta.»

A días del plebiscito, el cierre del capítulo constitucional ha sido anunciado y ofrecido por lado y lado del espectro político. Si la fiebre del estallido nos llevó a sobreinterpretar y forzar una realidad que no era, la fiebre constituyente nos condujo a dos intentos y dos sucesivos fracasos.

¿Deberíamos ahora, entonces, acaso darnos la oportunidad de fracasar mejor? Todo parece indicar que algo así no sería sensato. A la acuciante fatiga de (problemas) materiales (infraestructura en escuelas, hospitales, desempleo, bajas pensiones, sensación de inseguridad) se suma la fatiga electoral que ha aportado todo el proceso de cambio constitucional. El ánimo generalizado al respecto está marcado hoy ya no por la apatía sino por el hastío: a todas luces, el «momento constitucional» pasó, y hace rato.

No son pocas las veces en que los reemplazos de Constituciones son precedidos por profundas crisis sociales y políticas (incluso se dice que en los procesos de elaboración constitucional se deben tomar precauciones para que «Peter ebrio no legisle para Peter sobrio» [ELSTER 2018], aunque es inevitable que en alguna medida eso ocurra). La singularidad de los textos constitucionales es que son mitad ley y mitad política [VORLÄNDER 2017]. Aspiran a ser textos atemporales, estables y duraderos; y, sin embargo, son productos de su tiempo. Precisamente porque los procesos constitucionales son parte de la lucha política de un tiempo histórico determinado, lo ideal sería tomar resguardos para encauzar (y calmar) las pasiones, y que así estas no primen en el texto constitucional.

A juzgar por los análisis —aún escasos— sobre el proceso pasado y el actual, entre uno y otro hicimos todo lo contrario. En ambos casos la borrachera primó, y la sobriedad, aparente en algunos pasajes, quedó reducida a campañas con gritos, bailes y afanes de desinformación. El «que se jodan», tan horrible como obvio, fue la guinda de la torta.

Detrás de este llamado a dar vuelta la página, presente en las campañas de ambas opciones, hay frustración y pragmatismo, dos cosas que deberían enseñarse en escuelas y universidades. Aun asumiendo que es poco probable encontrar viudos y viudas de lo constitucional, no es menos cierto que la mitad de las personas todavía sostiene querer una nueva Constitución (aunque nadie va a salir —ni, quizás, realmente tampoco alguien salió— a la calle a pedirlo). Todavía más importante es que en unos días más vamos a enfrentar una elección para decidir si aprobar o no la propuesta que supere la del 80.

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Entre las muchas maneras de leer una Constitución, están aquellas enfocadas en el texto propiamente tal, y aquellas que la evalúan específicamente en cómo distribuyen el poder en general, y el poder político, en particular. El objeto de atención primordial de la primera escuela es la letra chica, tal como comentó en este espacio Domingo Lovera [ver columna “Una Constitución de detalle”, en CIPER-Opinión 27.11.2023]. Pero para la otra, que es la me interesa destacar, lo que importa no es cómo un texto promete cosas que no puede hacer, o se contradice o escribe una norma cuyas condiciones de realización borra con otra, sino cuál es la fuerza causal que hace que lo que está escrito esté vivo; es decir, constituya efectivamente algo.

Parece obvio, pero para que las Constituciones constituyan un orden político y una comunidad (o un pacto social) deben ser legítimas. Y, en los tiempos actuales, una elección como la del próximo domingo próximo no basta. 

En La vida social de las Constituciones (2017), Kim Lane Scheppele sostiene que una Constitución deja de ser legítima cuando ya no tiene sentido para las personas. Eso se puede verificar observando qué tanto de la letra, del contenido del texto, refleja las interacciones, los deseos y los anclajes normativos de las sociedades concretas en un tiempo determinado. Se trata de cambios lentos y paulatinos: hay aspectos que van quedando obsoletos, mientras otros, sedimentados en instituciones, demoran en morir y su sentido es meramente costumbre.

Voy a proponer una lectura levemente optimista de lo que pasó en estos tres años en Chile: no solo nos hemos dado cuenta de que la solución constitucional no solucionará nada de lo realmente importante, sino que también descubrimos que la Constitución de 1980 no rige los destinos de nuestras vidas. Es cierto que la Carta vigente sigue siendo una traba para avanzar en un Estado que distribuya mejor el poder político, pero ya perdió la capacidad para determinar nuestras existencias individuales. La prueba es que gracias al esfuerzo de actores claves como jueces y activistas, y a cambios culturales de largo aliento, se han creado leyes que han doblado la letra de la Constitución. Así, la del 80 quedó fuera de lugar y sobre todo de tiempo, pese a que el texto siga existiendo. Un buen ejemplo es la ley del aborto en tres causales. En contra de lo que postula el texto, la gran mayoría de los chilenos apoya y cree en la necesidad de contar con aborto en al menos tres causales, y esa ley existe hoy a pesar de la Constitución y de los activistas antiderechos que buscaron —y buscarán, apelando al texto constitucional— restituir su penalización.

Si la Constitución del 80 buscaba reflejar e imponer a la fuerza un modelo de sociedad conservadora (basada en una síntesis de elementos conservadores y liberales, como lo ha escrito en diversos estudios Renato Cristi), que no se condice con la realidad del Chile actual, la propuesta del Consejo buscar hacer lo mismo por la vía democrática-electoral.

¿Se condice el sustrato valórico, altamente conservador de la actual propuesta, con la realidad de la sociedad chilena hoy, con las interacciones, intercambios y conversaciones que sostienen chilenas y chilenos?

Si la Constitución de la pasada Convención supuso un sujeto que difícilmente iba a encontrar en la realidad —como no sea una realidad futura, quizás—, la del Consejo hizo exactamente lo mismo pero en sentido contrario; es decir, construyó un texto para una sociedad que difícilmente se va a adecuar a sus predicamentos. Si esto fuera así, y es una hipótesis a explorar en detalle, la Constitución del Consejo es un texto destinado a fracasar desde un comienzo, porque no tiene ni tendrá la capacidad de cobrar sentido. Se trata de un texto sin fuerza normativa, carente desde un comienzo de una legitimidad que una elección obligatoria difícilmente le podrá dar; entre otras cosas, porque el proceso careció de participación sustantiva, de información, de deliberación, y fue hecho a través de la imposición de normas del sector político mayoritario en el Consejo, el partido Republicano. Y, además, porque a días del plebiscito reina la más constitucional de las confusiones: no se sabe a favor de qué se está votando al marcar una opción u otra. En este contexto, para muchos el plebiscito se volvió una presencia incómoda: una repetición de lo mismo o una brutal pérdida de tiempo.

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El proceso chileno no puede abstraerse de un hecho elemental: la polarización política hizo imposible una propuesta consensuada. Reprodujo, por otros medios, los vicios de la «vieja» política. Esto, sumado al ya consabido rechazo de las personas a las expresiones y ofertas de la política institucional, hizo que la discusión por una nueva Constitución perdiera precisamente su sentido constitucional, su sentido normativo, el sentido por el cual a las personas podría interesarles el contenido de una norma o de un conjunto de normas. Lo que queda es el reino de los ofertones, campañas y eslóganes. Aprobar un nuevo texto, por tanto, no implicaría automáticamente legitimar el modelo que allí se consagra (un modelo refinado de lo mismo), pero le permitirá a sus defensores usar ese apoyo mañosamente atribuido a la propuesta para anotarse puntos en la pelea contra el gobierno o contra sus adversarios.

Ansiosos por el descorche ante un resultado favorable (para ellos), las élites políticas invitan a firmar los términos y condiciones de un juego al que muy pocos se sintieron convocados. Filas de votantes desganados y desinformados irán votar no para apoyar un proyecto de país o una idea de futuro, sino para cumplir; ya sea por deber cívico, costumbre o miedo a la multa.

CIPER CHILE

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