Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Por Christian Fajardo*
El primer año del gobierno de Gustavo Petro nos ha dejado dos lecciones, dos formas de comprender la relación de la izquierda con las leyes y con la realidad. Dos asuntos que no dejan de ser parte de la reflexión de las izquierdas contemporáneas en medio, sobre todo, de una esfera pública que cada vez más se ha reservado para la aparición de los intereses de los más poderosos y de los saberes más indolentes y privilegiados. Dos asuntos sobre los cuales llamo la atención en este artículo.
La declinación popular de las leyes
No creo que sea exagerado decir que el gobierno de Gustavo Petro es, de cierto modo, el primer gobierno popular de la República de Colombia. Sin embargo, como el mismo presidente lo hizo notar en una entrevista concedida a María Jimena Duzán: el gobierno popular lejos de ser un triunfo es, más bien, la constatación de que el poder no está en el Estado.
Esta afirmación para cualquier persona que se dedique a la ciencia política es disparatada porque, precisamente es al Estado –en su versión moderna– al que le corresponde condensar todos los poderes, al monopolizar la violencia a través del derecho. Y recordemos que el gran teórico del Estado decía que la eficacia de un orden jurídico radica en que es la autoridad –el poder– y no la verdad la que hace el orden.
Inmediatamente muchas posturas sostendrán que al Estado colombiano le hace falta volverse realmente moderno y que su presencia territorial –anudada a la anulación de la corrupción– lograría evitar que su monopolio de la violencia y del poder dejen de ser una mera formalidad, ante los verdaderos poderes materiales de los sistemas de opresión social: el capitalismo, el patriarcado y el colonialismo.
Sin embargo, ante este ingenuo análisis, me gustaría sostener que el problema es mucho más profundo. Para decirlo con precisión y contundencia: la dimensión de este problema ya había sido planteada a modo de advertencia por un joven filósofo, perseguido por la monarquía prusiana y asilado en París. Publicó un breve ensayo titulado Sobre la cuestión judía en el que decía que la incapacidad del Leviatán de luchar contra los sistemas de opresión social estriba en su naturaleza misma, en sus propios presupuestos y límites.
Para nadie es un secreto que el derecho nos hace iguales ante los demás, sin embargo, esa igualdad solo puede y debe tener lugar en el orden de lo formal. Lo material y las nuevas relaciones de opresión que emergen en los márgenes del derecho moderno no son de incumbencia del derecho mismo. De hecho, si quisiéramos luchar en contra de las nuevas formas de desigualdad económicas que emergen en el corazón mismo del capitalismo, pareciera que el Estado no solo fracasa, sino también en esa lucha formal se terminan ocultando las desigualdades e injusticias.
Este es el desconcierto y la soledad de Gustavo Petro cuando cae en cuenta de que el Estado colombiano es una fuente, en todo caso, muy débil de poder. Desde que el actual Presidente está en la Casa de Nariño pareciera que los intereses de los grandes y poderosos han recurrido al vaciamiento del débil leviatán y lo han hecho a través de medios sobre todo ideológicos, porque uno de los argumentos de la guerra contra este gobierno popular ha sido el de culpar a Petro de la corrupción que las clases dominantes mismas han hecho constitutiva del sistema electoral colombiano. En esa dirección resulta significativo el actual proceso judicial en contra del hijo del presidente de la República, en el que la fiscalía y los medios de comunicación han emprendido una guerra sin cuartel contra este gobierno. Pero también nos hemos encontrado esta alineación de los sectores dominantes para contener la agenda reformista de este gobierno popular que busca crear un pequeño sistema de seguridad social, que protegería a los más débiles de la voracidad de los mercados y de los rentistas del Estado –reforma pensional, laboral, de salud y de la educación.
Sin embargo, habría que preguntarnos y sospechar una cosa en el corazón de esa crítica que constata la debilidad del Estado moderno para la lucha en contra de la desigualdad y de las violencias estructurales. Consiste en lo siguiente: ¿Por qué debilitar a un gobierno de izquierda a sabiendas que la formalidad del derecho no tiene ninguna eficacia a la hora de luchar contra la desigualdad y la opresión social?, ¿por qué resulta en todo caso escandaloso que un gobierno popular haga su aparición en el aparato de Estado?
Del festín a la contención de los grandes
Una primera respuesta que ha dado el mismo Presidente es que el presupuesto estatal ha sido un festín de las clases dominantes en Colombia. La idea misma de desprestigiarlo e incluso derrocarlo tendría como interés oculto la recuperación de las rentas que algunos en Colombia han perdido ante la llegada del Pacto Histórico al gobierno. Todo esto es cierto, sin embargo, me gustaría sugerir, a modo de hipótesis, que el miedo que representa el gobierno popular del Pacto Histórico consiste en que su agenda reformista visibiliza una anomalía al interior del derecho moderno, una anomalía salvaje que ya anunciaba Maquiavelo en el siglo XVII y que se ha convertido, como lo señala Arendt, en el tesoro perdido de la modernidad política.
Se trata de la idea de que el derecho trae consigo una declinación popular. Las leyes, según la postura de las clases, los sexos y los pueblos dominados no son sino una barrera, una contención o, como diría Montesquieu, unas relaciones que conjuran una y otra vez el sueño de todo sistema de opresión social: la invisibilización total de la dominación –se trata así de evitar que la coexistencia humana caiga en una pura abstracción de individuos sin relaciones que solo entablan cercanías para involucrarse en la explotación y el sometimiento.
Por esa razón, no es exagerado decir que las leyes en esta declinación popular son el resultado de la lucha de clases, del conflicto irreductible entre los grandes y los débiles. Con toda razón, Maquiavelo decía que las verdaderas leyes nunca emergen del consenso, sino de la lucha entre quienes quieren dominar y quienes se resisten a toda forma de opresión. La anomalía salvaje del derecho moderno es, por lo tanto, su declinación democrática, la idea de que las verdaderas leyes son las que echan sus raíces en el pueblo para protegerlo de la embestida de la opresión de los más fuertes o de quienes cuentan con medios de violencia para someter al pueblo.
Esta argumentación parece muy general, sin embargo, hay una sutilidad de esta declinación popular de las leyes que es definitiva y es en la que se ubica la agenda reformista de Gustavo Petro. El Estado moderno en su dimensión liberal logra triunfar sobre la guerra civil, en nuestro caso, logra promover un acuerdo de paz, incentivando la entrega de armas y la transformación de la lucha armada en una lucha partidista –acá también encontramos la paz total del Pacto Histórico–. Sin embargo, este derecho positivo como medio de resolución de los conflictos tiene un límite infranqueable, porque es incapaz de luchar en contra de la desigualdad que inicia en la época moderna, es decir, contra las relaciones de opresión sistémicas, estructurales y anónimas.
Por esa razón, los medios del fin de la guerra civil fracasan rotundamente para luchar contra la brutalidad de la opresión del capitalismo, el patriarcado y el colonialismo. Y es quizá por esa razón –lo digo a modo de hipótesis– que las clases dominantes han apoyado el fin del conflicto armado, sin embargo, han emprendido una lucha frontal contra las leyes que van más allá de la resolución de los conflictos. En otros términos: los sectores dominantes de la sociedad colombiana se han alineado contra la declinación popular del derecho moderno, es decir, contra las instituciones que han logrado eficazmente conjurar la brutalidad de la opresión de las violencias de los sistemas de dominación.
Las reformas a la salud, al régimen de pensiones y a las reglas del trabajo resultan escandalosas no tanto porque no correspondan a criterios técnicos –como falsamente han denunciado los centristas políticos–, como a la idea misma de protección de los más vulnerables de la embestida de los mercados. Dicho de otro modo, lo que resulta escandaloso es que esas reforman buscan impedir que el dinero del gasto público se convierta en capital, es decir, en dinero que resulta valorizado por los más vulnerables y que es apropiado por empresarios, banqueros, rentistas del Estado, etcétera.
Nos encontramos así con el experimento del gobierno popular de Gustavo Petro: volver a traer el tesoro perdido de las leyes en su dimensión popular, en un momento en el que el capitalismo se ha vuelto un mundo sensible que oculta la brutalidad de su propia opresión. Ahora bien, este ocultamiento no es nada menos que la catástrofe, la presunta imposibilidad de encontrar formas de coexistencia que no valoricen el capital e impidan, por lo tanto, el fortalecimiento de los sistemas anónimos de opresión que le son correlativos: el patriarcado y el colonialismo.
Pero vayamos más allá. El experimento y la promesa de este gobierno popular es también una transformación de nuestra relación con la realidad.
Petro y los espectros de la realidad
Walter Benjamin decía que la lucha de clases es una lucha por las cosas toscas y materiales. Sin embargo, inmediatamente señala que sin ellas no existirían las cosas finas y espirituales. Los marxistas ortodoxos inmediatamente deducirían de la anterior afirmación que es necesario, antes que nada, expropiar a los expropiadores, para que el pueblo desposeído pueda tener también las cosas finas y espirituales que no tiene por estar, precisamente, dominado.
La izquierda que se ha nutrido de esta comprensión de la lucha de clases se disfraza de un falso radicalismo. En realidad, el mundo no funciona de esa manera –de una única manera–. Creer que lo material es un mundo tosco de cosas y de necesidades descuida la verdadera materialidad de las palabras, de las simbolizaciones, de nuestra manera de imaginar y de narrar. Precisamente en esa dirección, Benjamin señala que lo que verdaderamente está en disputa en la lucha de clases es un botín inapropiable: el sentido. “Ellas [las cosas finas y espirituales] están vivas en la lucha como la firme confianza, el coraje, el humor, la astucia, la decisión y repercuten retrospectivamente en la lejanía del tiempo. Siempre cuestionarán cada victoria que logren los dominadores”[1].
El botín de las palabras
Creo que no hay una tesis de la izquierda filosófica que no tenga más actualidad en nuestro horizonte contemporáneo. Los medios de información y los discursos dominantes no han dejado de hacer el intento de apropiarse del sentido, de los significados y de los hechos que se desencadenaron desde que se posesionó el gobierno popular de Gustavo Petro y Francia Márquez.
Ante cada discurso del Presidente –y de la vicepresidenta– aparece una jauría de periodistas tratando de tergiversar el sentido de sus palabras, a través de puras obscenidades ideológicas. Se aprovechan de simples errores en actos puntuales de habla que comenten algunos de sus funcionarios para descalificarlos y llamarlos inexpertos. Señalan además que una política de izquierda como Francia Márquez no debería hacer uso de los helicópteros de la fuerza pública –que en la era de la seguridad democrática eran usados para librar una guerra cruel y desproporcionada contra el pueblo empobrecido de los campos– y nos hemos encontrado, en esta matriz dominante, con que el reacomodamiento de la estrategia del gobierno para llevar a cabo sus reformas es una incitación a la revolución y a la expropiación de la sagrada propiedad.
En realidad, las clases dominantes que están alineadas en esta batalla cultural le temen mucho más a que palabras, que eran eficaces en la guerra civil más cruenta, pierdan su función. Vemos a la derecha en aprietos cuando se da cuenta de que el sustantivo ‘terrorista’ no se puede usar para acallar las voces de los integrantes de movimientos de víctimas y movimientos sociales. Incluso se ve en aprietos más estruendosos cuando el mantra neoliberal del libre mercado ya no se puede justificar ante la cantidad abismal de personas cuyos sueños han sido destruidos al convertirse en personas endeudadas y en usuarias de sistemas de seguridad que protegen más al capital que a ellas mismas.
La política y lo espectral
Ahora bien, no quiero sugerir que se deba cantar victoria alguna, por el hecho de que las conexiones entre palabras y cosas que hacen parte del neoliberalismo y las doctrinas del enemigo interno estén de cierto modo agotadas. De hecho, este léxico, desde su emergencia, ha estado agotado, porque no corresponde con la realidad –en eso radica, precisamente, su violencia–. ¿En qué momento se ha demostrado que el hecho de librar una guerra prolongada en contra del cuerpo social asegura una verdadera estabilidad al interior de una república?, ¿acaso la circulación irrestricta del capital ha permitido proteger al mundo de la era destructiva del Antropoceno?
Este agotamiento aparece en muchas escenas, sin embargo, quiero recordar cómo Derrida en 1993 lo advertía en una serie de conferencias que luego fueron publicadas bajo el título enigmático de “Los espectros de Marx”. Acá se sugiere que la realidad es espectral, pues aparece allí cuando nuestra comodidad ideológica –el resignarnos, por ejemplo, al curso de la historia– se interrumpe intempestivamente por la aparición de la realidad o las apariencias de la realidad.
Acá nos encontramos con que palabras como “emprendedor”, “desarrollo”, “innovación” que señalan certezas y experiencias inmediatas se ensombrecen con una realidad espectral que aparece como una especie de negativo de una fotografía: “despojador”, “catástrofe” y “nuevas estrategias para la explotación de las personas vulnerables” son los reversos espectrales de esas certezas del fin de la historia. ¿Qué nos dice esto frente al primer año de gobierno de Petro?
El gobierno popular del Pacto histórico, como se ha visto en este primer año, ha promovido de muchas maneras la aparición de esos espectros. Si no tenemos en cuenta esto, no podrá cobrar sentido la razón del porqué los medios de información se han centrado en sus ‘escándalos’ –Sarabia-Benedetti, Nicolás Petro, la presunta radicalización de su gabinete, etcétera.
Tenemos entonces que el aprieto de la derecha –con esto quiero también aludir a una comprensión del mundo que busca terminar con el conflicto social y por lo tanto con la realidad– consiste en cómo rearticular el orden de la dominación en un momento de manifestación de la realidad –que aparece en todo caso de un modo conflictivo, de una forma dialéctica–. Acá viene al caso traer la reacción de este orden de las palabras ante la aparición la guardia indígena hace algunos meses en la Plaza de Bolívar mientras en el Congreso se debatía el Plan de Desarrollo del gobierno de Petro. Inmediatamente los medios de información señalaron que había indígenas armados, otros incluso los calificaron de ser fuerzas paramilitares. Sin embargo, no faltaron las voces del centro político que dijeron que los ciudadanos no deberían presionar a las instituciones democráticas con sus apariciones intempestivas en las calles. ¿Qué hay de común en estos señalamientos?
Lo vuelvo a señalar. Acá no hay un miedo a que se decrete una expropiación ni a que los indígenas se vayan a tomar el Congreso. El miedo aparece acá como el escándalo de la manifestación de la realidad. Era el mismo miedo que tenían los discursos dominantes en los momentos del paro de 2021 y también durante las manifestaciones contra los CAI en Bogotá en 2020. Muy en el fondo, el problema nunca fue que apareciera un bus incinerado, como tampoco un CAI destruido –para transformarse en biblioteca–; el temor radicaba, en ese entonces, en que los cimientos sobre los que se alzan las mistificaciones que justifican lo injustificable corren el riesgo de destruirse.
Pasa exactamente lo mismo con el gobierno de Gustavo Petro. Los discursos dominantes han intentado sostener que la ruptura de la coalición de gobierno es la prueba de una presunta radicalización del gobierno –en eso consiste precisamente uno de esos escándalos fabricados por los medios de información–. Sin embargo, con la idea de que detrás del reformismo del gobierno hay una revolución, esta posición dominante teme que sus conexiones ideológicas pierdan eficacia, es decir, que su modo de comprender las cosas finas y espirituales dejen de tener cabida en nuestro mundo compartido.
Esto prueba lo que señalaba más arriba: la gran frustración de todo orden de dominación estriba precisamente en que la posesión de lo más tosco y material no garantiza, en último término, la apropiación del sentido de las cosas. El escándalo que causa el gobierno popular del gobierno de Petro radica no tanto en que logre crear un banco de tierras para su distribución en pequeñas propiedades, sino en que la creación de ese banco de tierras pone en evidencia la realidad del antagonismo social. ¿Cómo debemos comprender entonces la realidad y qué relación tiene con una postura política de izquierdas?
El reto de la izquierda contemporánea: más allá de la epistemología
Acá aparece el reto de la izquierda. Hay una tradición muy problemática que considera que nuestra relación con la realidad es epistemológica –acá aparecen las voces de moda del pensamiento poscolonial que reducen las violencias dominantes como meras violencias epistémicas–. Sin embargo, contrario a esta postura, simplemente quiero plantear que la realidad existe con independencia de nuestra relación epistemológica con el mundo, es decir, con independencia de nuestra “voluntad de saber”. Ella aparece como una especie de extrañamiento que interrumpe el orden de sentido que presupone toda epistemología, sencillamente, porque ella es, como diría un filósofo, un “proceso sin sujeto”.
Acá no estoy señalando que la realidad esté a nuestras espaldas y nos determine con una inclemencia infinita. Simplemente estoy diciendo que todos los sujetos –pero sobre todo los oprimidos– son espectadores y partícipes de la totalidad de los procesos que teje la historia –con sus antagonismos, regresiones y opacidades.
Por esa razón, me gustaría señalar que Gustavo Petro y Francia Márquez no son una condensación de voces que hace equivalentes todos los reclamos del bloque popular –como lo sostiene la hipótesis populista–. Ella y él son heterónomos de la realidad. Sus voces no son propias y no configuran un nuevo orden del sentido de las cosas –no es, por lo tanto, una nueva epistemología o una epistemología del sur–, sino la promesa de crear las condiciones para que podamos asumir nuestra condición humana, es decir, la condición que nos sitúa en la realidad, porque cualquiera de nosotros y nosotras hacemos parte de un tejido social plural y frágil, que debemos proteger en el medio de conflictos y regresiones, pero, sobre todo, en medio de la embestida contemporánea de los aparatos de Estado y del capital en contra de esa condición.
Esta condición es política porque ella irrumpe intempestivamente en nuestro quehacer inmediato, en nuestras certezas sensibles y por lo tanto en nuestra predisposición epistemológica. Una política en su forma resistente aparece no en la voluntad de representantes del pueblo, sino en procesos históricos contingentes que adquieren la figura de ciertos sujetos. Ahora bien, su verdadera radicalidad –es decir, manera de tomar por la raíz los problemas– radica en que deja ese florecimiento del acontecer del sentido más o menos intacto. El reto de las izquierdas contemporáneas es precisamente ese: poner en evidencia que el sentido no tiene ningún propietario, que nuestra libertad radica en reconocer esa heteronomía.
Solo así un uso común del territorio tiene sentido, un cuidado radical de los otros y las otras y una apertura a una vida política. En términos hegelianos, podríamos decir que acá está en juego la posibilidad de reconciliarnos con el hecho de que la realidad es espectral, pues ella aparece sin que la busquemos. Desde mi punto de vista, en esa reconciliación emerge la lucha de clases. Es una lucha que ocurre sin que lo decidamos. El reto consiste así en aprenderla a ver, a percibir y a dejarnos extrañar por ella.
Como lo sugiere Clarice Lispector, en esta idea de reconciliación emerge una falta de esperanza enorme, sin embargo, en esta negación de que la realidad cabe la representación de un sujeto emerge una nueva forma de coexistencia, nuestra reconciliación con la realidad: “Sé que es peligroso hablar de la falta de esperanza, pero escucha… se está dando en mí una alquimia profunda, y ha sido en el fuego del infierno donde se forjó. Y eso me da el derecho más grande: el de equivocarme” [2].
No deja de dejarme perplejo las continuas manifestaciones de soledad del Presidente de la República. Alejado de las personas desposeídas que lo eligieron, cercado por sus complejos anillos de seguridad, se ha mostrado además un mutismo enigmático en sus discursos cuando observa a ese pueblo en la lejanía.
Notas
[1] Walter Benjamin, “Sobre El Concepto de Historia,” en Estética y Política (Buenos Aires: La cuarenta, 2009), 134. [2] Clarice Lispector, “La Pasión Según G.H.,” in Novelas II (México: Fondo de Cultura Económica, 2021), 368.*Doctor en Filosofía. Profesor asistente en la Pontificia Universidad Javeriana.