Bolsonaro se fue, queda la espada de Damocles sobre Lula – Por Fernanda Paixão

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Bolsonaro se fue, queda la espada de Damocles sobre Lula

 

Por Fernanda Paixão*

 

Por tercera vez, Luiz Inácio Lula da Silva se diplomó para asumir como presidente de la República de Brasil. El acto, que se realizó el último 12 de diciembre en Brasilia, formalizó el cierre del plazo para cuestionar y procesar los resultados de las elecciones y tuvo un peso simbólico inédito desde la redemocratización en el país, tras los numerosos ataques al proceso electoral por parte del actual presidente Jair Bolsonaro y su espacio político, el Partido Liberal (PL).

“Esta entrega de diplomas atestigua la plena e indiscutible victoria de la democracia y del Estado de Derecho frente a los ataques antidemocráticos, a la desinformación y al discurso de odio proferido por diversos grupos organizados que, cuando sean identificados, garantizo, serán integralmente responsabilizados”, enfatizó Alexandre de Moraes, presidente del Tribunal Superior Electoral (TSE).

El accionar del TSE fue fundamental como reacción institucional para frenar los disturbios durante las elecciones de 2022. Por eso, al ingresar al recinto para presidir la ceremonia, Moraes fue aplaudido por casi un minuto ininterrumpido.

Como en su primera diplomatura, en 2002, el Lula de 20 años después volvió a emocionarse al destacar que el diploma de presidente fue el primer título que obtuvo en su vida. En un discurso alineado al de Moraes, Lula fue enfático sobre cómo su elección representa la victoria de la democracia. “No es un diploma de Lula, presidente, es un diploma de una parte significativa de la población que reconquistó su derecho a vivir en democracia en este país. Ustedes se merecen este diploma”, dijo el líder del Partido de los Trabajadores (PT).

“Esta fue una disputa entre dos visiones de mundo: de un lado, el proyecto de reconstrucción del país, con amplia participación popular. Del otro, un proyecto de destrucción de nuestro país anclado en el poder de una industria de mentiras y calumnias jamás vista”, aseguró Lula. “Pocas veces en la historia reciente de este país la democracia estuvo tan amenazada, pocas veces la voluntad popular fue tan puesta a prueba y tuvo que vencer todos los obstáculos para al fin ser escuchada”, agregó.

La ofensiva bolsonarista

El proyecto de país que encabezó Bolsonaro representó también el empoderamiento de las Fuerzas Armadas, con una incomparable presencia de militares en el Poder Ejecutivo desde la dictadura militar que vivió Brasil entre 1964 y 1985. A pesar de haber perdido el balotaje presidencial el último 30 de octubre, el bolsonarismo logró, en las últimas elecciones, quedarse con la bancada federal más grande en la Cámara Baja, con 99 diputados —el PT de Lula lo sigue, con 80 bancas en su poder— y 14 de los 27 escaños en disputa en el Senado. Además, cuenta con militantes armados y dispuestos a copar las calles.

Así, ese mismo 12 de diciembre, llegó la ofensiva bolsonarista. Movilizaciones violentas en distintos puntos en Brasilia marcaron el día que simbolizó la victoria de la democracia. Militantes vestidos de verde y amarillo aprovecharon la orden de prisión a uno de los líderes de las protestas antidemocráticas, que se oponen al resultado de las elecciones, para generar un verdadero caos en el Distrito Federal. Incendiaron autos y colectivos, cerraron rutas, tiraron piedras por las calles. Se acercaron al hotel donde se está hospedando Lula durante el proceso de transición de gobierno, y la seguridad del lugar tuvo que ser reforzada. Las vías de acceso a la Plaza de los Tres Poderes –donde se encuentran el Palacio del Planalto, el Congreso Nacional y el Supremo Tribunal Federal– también debieron ser restringidas.

La orden de prisión, solicitada por la Fiscalía General de la República y ordenada por el ministro Alexandre de Moraes, apuntaba contra José Acácio Serere Xavante, un indígena evangelista que había convocado a personas armadas para impedir la ceremonia de diplomatura del nuevo presidente electo.

La presencia de indígenas en las protestas en Brasilia llamó la atención de la reportera Gabriela Antunes. La periodista cubre protestas bolsonaristas desde 2020, y se acercó a Serereen el campamento que instalaron hace semanas frente al cuartel general de Brasilia, que exige de los militares impedir la asunción de Lula.

— ¿Qué hacés acá?
— Defiendo las tierras indígenas. Si son nuestras, tenemos que hacer lo que queramos con ellas y Lula nos lo va a impedir.
— ¿Qué haría el señor con las tierras?
— Agricultura.
–– ¿Soja?
–– Puede ser.

Serere es de una família de indígenas xavantes, del Estado de Mato Grosso. Se dice que es financiado por terratenientes y empresarios de la región, que comprende parte de la foresta amazónica del país. Antunes, que cubre causas indígenas hace muchos años, dice que Serere se diferencia de las comunidades tradicionales desde su indumentaria hasta su discurso. Su radicalización y mayor visibilidad es síntoma del proyecto bolsonarista, que dio un protagonismo inédito a un combo que reúne agronegocio, militares, armamento de la población, moralismo religioso y, justamente, el ataque a las comunidades indígenas.

“Tenemos que mirar sin prejuicio este fenómeno porque realmente hubo un apartamiento de la política tradicional, algo que se cristalizó en el impeachment de Dilma (Rousseff). Un ir hacía los outsiders“, puntualiza Antunes. Un movimiento que empezó con la instalación del pensamiento neoliberal, de gestionar el país como si fuese una empresa, hasta la glorificación de outsiders más radicales que proponen “cambiar todo”. La periodista sostiene que este tipo de procesos se dan con más facilidad en países que no mantienen una tradición de Memoria, Verdad y Justicia como la que hay, por ejemplo, en Argentina.

Por otro lado, hay también un ambiente informativo insalubre por parte de los militares y el gobierno, como destaca Gabriela. “No podemos solamente culpar a las personas”, dice y apunta a la prensa que por años se empeñó en empoderar a los liderazgos de la derecha tradicional. Hoy, con Lula de vuelta en la presidencia, los enfoques de los medios apuntan a un movimiento semejante.

La prisión de Serere elevó la temperatura en un contexto de alta insatisfacción con el caminar institucional del gobierno Bolsonaro hacia el gobierno Lula. Los actos seguidos fueron posteriormente clasificados como terrorismo por algunos medios. El sociólogo y cientista político Rudá Ricci concuerda con esa mirada. “Tendemos a disminuir la gravedad de todo, y esto se llama terrorismo. En Estados Unidos, se llama terrorismo estocácio; algo que acá, en Brasil, se popularizó con el término ‘silbato de perro’. Es cuando un líder carismático silba: ni todos los perros escuchan, pero algunos sí lo hacen. Y estos lobos solitarios lo entienden como una señal para ir hacía el ataque violento”, dice el autor de Fascismo Brasileiro: e o Brasil gerou o ovo da serpente.

Las personas que sostienen las protestas en los cuarteles son en parte convencidas, en parte financiadas. Pero la cuestión de fondo es que esto moviliza un sentido de comunidad que muchas personas, quizás por primera vez, sienten al reivindicar una causa común. “El campamento es importante para crear esta cohesión grupal, incluso una identidad afectiva”, dice Ricci.

La indignación por la victoria de Lula se fue convirtiendo en desesperación con el avance de la institucionalidad. Son menos numerosos los bolsonaristas en las calles en comparación a los bloqueos de ruta que empezaron la misma noche del balotaje del 30 de octubre, pero se vislumbra un escenario complejo para el nuevo presidente.

Para Ricci, los actos bolsonaristas serán frecuentes en Brasil, aunque con otro sello. “La extrema derecha necesita esta parcela de la sociedad, aunque minoritaria, pero muy excitada. Una parcela que asusta a la mayoría ponderada y que no tiende a acciones radicales”. La pauta de estos grupos radicalizados es, entonces, por el miedo y, principalmente, la visibilidad.

En un aparente contraste, Bolsonaro sigue en un oportuno silencio. Mientras tanto, los militares dicen aguardar el comando de Lula para actuar, mientras los altos comandantes de las Fuerzas —elegidos por Bolsonaro— defienden la legitimidad de las protestas. Los campamentos, ubicados en área militar, solo pueden ser retirados por el Ejército.

“Es una cáscara de banana que le tiran a Lula”, observa Antunes. “Estas 300 personas que están en Brasilia tienen que ser retiradas. No tienen reinserción pacífica y están completamente desligadas de la realidad; no se informan por los medios tradicionales, sino por canales bolsonaristas. Los mensajes que llegan en estos grupos de comunicación son del tipo ‘apuntá tu celular para países de derecha y mostrá que somos más de 30 millones para que nos vengan a rescatar después de la medianoche’. Dejar en manos de Lula la dispersión de estas personas es una picardía porque en casi ningún escenario es posible hacerlo sin confrontación. Es dejar esta escena de represión para Lula”, analiza la periodista.

Tras la escalada violenta de los actos antidemocráticos, se llevó a cabo un gran operativo, a mando de Alexandre de Moraes, con por lo menos 80 órdenes de allanamiento y nuevas órdenes de prisión en ocho Estados. Entraron en el radar personas con porte de armas y algunos de sus registros de CAC, el registro de personas con autorización para portar armas de fuego bajo la categoría “coleccionador, tirador deportivo y cazador”, fueron suspendidos —vale recordar que el número de CAC se triplicó durante el gobierno Bolsonaro, con distintos decretos que facilitaron el acceso de personas físicas a armas—. Además, en el marco del operativo se bloquearon cuentas bancarias y de redes sociales de personas sospechadas de financiar y organizar los actos. “Aún queda mucha gente para detener y mucha multa para aplicar”, fue una frase de Moraes con larga repercusión en estos días.

El nuevo gobierno también mira, a largo plazo, a los bolsonaristas radicalizados. Un largo trabajo de fiscalización sobre los registros de posesión de armas es una de las medidas previstas para el nuevo equipo que asumirá el mando del país más grande de América del Sur dentro de pocos días. En tan solo dos semanas, el Supremo Tribunal Federal (STF) votó dos decisiones que abren camino al gobierno petista: sacó al principal proyecto social del PT, el Bolsa Família, del techo de gastos implementado por Michel Temer y declaró inconstitucional el llamado presupuesto secreto, que consiste en miles de millones de reales con total autonomía de distribución e interés político en manos del presidente de la Cámara Baja, Arthur Lira. Ese esquema habilitó la compra de los diputados por parte de Bolsonaro para garantizar que no avanzara las centenas de pedidos de destitución, especialmente por la mala gestión de la pandemia.

¿Qué será del bolsonarismo sin Bolsonaro?

Desde la derrota electoral, se dice que Jair Bolsonaro entró en un estado depresivo y, recluso con su familia, dejó de trabajar en estos meses. Pero hay un costo político en esta nueva derecha enraizada en el país, representada por él: comienzan a surgir figuras dispuestas a ocupar este lugar aparentemente negligenciado por Bolsonaro. Uno de ellos es el actual gobernador de San Pablo, Tarcísio de Freitas, aliado de Bolsonaro en la campaña, y más contenido discursivamente.

Otra figura que entra en la disputa es Silas Malafaia, el pastor evangelista líder de la iglesia Assembleia de Deus, que no ahorra insultos hacia el Poder Judicial ni al Tribunal Electoral. A través de sus redes sociales, Malafaia llama a los militares a no permitir la asunción de Lula y culpa a Bolsonaro por no convocar a las Fuerzas Armadas a intervenir en el proceso electoral. Antes amigos, hoy el presidente y el pastor ya no se hablan.

Mientras tanto, parte del empresariado catalizado en el movimiento de ultraderecha bolsonarista hoy está con Lula y su frente amplio.

Lo cierto es que hoy el golpe no sucede no por falta de ganas por parte del actual presidente, sino porque no hay contexto institucional ni global que sostenga un golpe a los moldes de la dictadura. Pero, como consigna, es una marca de la nueva derecha brasilera que obliga no solo a mirar con atención la nueva conformación del Congreso Nacional, sino también a estar alertas respecto al accionar de los militares en esta nueva etapa.

“El bolsonarismo involucra a militares, especialmente del Ejército del Alto Comando de la Misión de Paz en Haití; pastores evangelistas, el bajo clero del Congreso Nacional y el empresariado mediano”, dice Ricci. El sociólogo sostiene que la extrema derecha de Brasil llegó para quedarse. Se trata de un movimiento que se concretó en el bolsonarismo, pero que ya supera a Bolsonaro y representa alrededor del 9% de la población de Brasil, según encuesta de Datafolha.

“Es importante entender este movimiento, que es fascista”, afirma. “El fascismo se caracteriza por confundir un liderazgo carismático, radical y violento con la propia estructura del Estado, porque considera que el líder es la expresión máxima del pueblo. Es una reacción popular, siempre lo fue. Al contrario de un régimen autoritario, que desmoviliza, el fascismo moviliza. La sociedad tiene que estar todo el tiempo movilizada para intimidar a la oposición”, advierte Ricci.

Frente a este panorama, Lula se comprometió a que los puestos en el gobierno que están en manos de militares vuelvan a ser ocupados por civiles. Será una larga y compleja transición, para construir una nueva relación con un empoderado partido militar, como lo llama Gabriela Antunes. “La intención siempre fue crear un partido militar, que transite en la política, visto como un poder moderador, y que pueda participar de las discusiones nacionales. Política y Ejército son cosas separadas pero, en alguna medida, esto ya está sucediendo”, dice. En este contexto, el cuento de la Espada de Damocles, de la mitología griega, sirve para ilustrar el escenario que encara Lula.

“Un emperador tirano vivía haciendo fiestas maravillosas, con comidas, mujeres y vinos, pero tenía un empleado que sostenía una espada colgada con un hilo de caballo sobre su cabeza. Un filósofo un día le pregunta por qué lo hacía. El emperador le contesta: ‘para hacerme acordar que soy mortal’”, cuenta Antunes. “Yo creo que los militares siempre supieron que no podrían dar el golpe, pero mantienen la espada de Damocles sobre la cabeza de Lula como una simulación del golpe, para alimentar a las personas en las calles y crear un clima para solidificar al partido militar. Creo que el objetivo siempre fue este: consolidarse como poder moderador dentro del Congreso más nefasto que ya supimos elegir en toda la historia democrática de Brasil”.

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