El retorno del viejo topo – Por Luis Hernández Navarro
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
El retorno del viejo topo
Luis Hernández Navarro*
Un rayo en la oscuridad del neoliberalismo salinista iluminó al México de abajo en la noche del 31 de diciembre de 1993. Al sonar el tambor del alba, decenas miles de indígenas zapatistas ocuparon militarmente las cabeceras municipales de las principales ciudades de los Altos y la selva de Chiapas.
Formado el 17 de noviembre de 1983, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) creció durante años en silencio, bajo la hierba, hasta que llegó el momento de levantarse en armas. La contrarreforma al artículo 27 constitucional izó la bandera blanca del reparto agrario y la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte convirtió al país en Maquilatitlán; no les dejaban alternativas en el horizonte.
Los primeros indicios públicos de la existencia de los insurgentes aparecieron el 22 y el 23 de mayo de 1993, cuando el Ejército encontró el campamento rebelde de Las Calabazas, en la sierra Corralchén, de la selva lacandona. El 24 de mayo, los soldados rodearon la comunidad de Pataté, concentraron a sus habitantes en el centro y, sin orden de cateo, se metieron a revisar casas. Encontraron unas cuantas armas de bajo calibre, utilizadas para cazar. Ocho indígenas fueron detenidos. Más tarde arrestaron al azar a dos guatemaltecos que vendían ropa. Fueron acusados de traición a la patria. La región se militarizó y se derramaron nuevos recursos del Programa Solidaridad. Pero la ruta de la rebelión siguió adelante.
Advertencia de que algo sucedía en aquellas tierras pudo verse en San Cristóbal de las Casas, el 12 de octubre de 1992. En una anticipación de lo que sería común en otras latitudes con el paso de los años, un contingente de la Alianza Nacional Campesino Indígena Emiliano Zapata (Anciez) derrumbó la estatua del conquistador Diego de Mazariegos, durante la marcha para conmemorar los 500 años de resistencia indígena, negra y popular. A partir de entonces, la Anciez dejó de actuar públicamente.
Fuera de los reflectores de la prensa, comenzaron a producirse grandes transformaciones en las organizaciones de base. No pocos maestros democráticos tuvieron que salir de sus escuelas en las Cañadas y se trasladaron a dar clases a otras regiones. En las asambleas de las cooperativas de pequeños productores de café algunos de sus dirigentes desaparecieron del mapa, para reaparecer hasta después del alzamiento, ya no como caficultores, sino como zapatistas. Otros (muchos de ellos jóvenes) se ausentaron durante algún tiempo y retornaron con una formación política sorprendente. Varios más, usualmente muy activos en las asambleas de sus asociaciones, visiblemente cansados, dejaron de intervenir en las juntas, mientras dormitaban recargados en los bultos del aromático. Después se sabría que utilizaban las noches para entrenarse en otros menesteres.
Simultáneamente, multitud de productores que durante años habían recibido créditos de Solidaridad para financiar sus cosechas y los habían devuelto religiosamente, dejaron de pagarlos y usaron los recursos para otras cosas. No fueron pocos los que vendieron sus vacas y puercos, ni los que dejaron de sembrar maíz. Se estaban preparando para algo grande. Mientras, las comunidades votaban por declarar la guerra al mal gobierno.
La inminencia del levantamiento armado era rumor insistente en círculos chiapanecos. Se hablaba de que sería el 28 de diciembre, Día de los Inocentes. Resultaba incierto si sucedería, su magnitud y la forma que tomaría.
El grito zapatista de ¡Ya Basta!, del 1° de enero de 1994, sacudió el país entero y llegó a los más disímbolos rincones del planeta. Sus manifestaciones fueron tan inesperadas como diversas.
En los días álgidos del conflicto, la Coordinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras (CNOC), con una presencia relevante en Chiapas, se involucró en la búsqueda de una salida pacífica al conflicto. Pese a que estaba integrada mayoritariamente por indígenas, sus miembros no solían identificarse hasta ese momento como tales. Pero el levantamiento trastocó esta dinámica y despertó en ellos un enorme orgullo de pertenecer a los pueblos originarios. En una asamblea efectuada en la antigua Ciudad Real, el maestro Humberto Juárez, un mazateco presidente de la organización, comenzó inesperadamente su discurso en su lengua, dirigiéndose a los asistentes como hermanos indígenas. El cambio era notable. En las reuniones, usualmente se hablaba en español y los pequeños caficultores se referían a sí mismos como compañeros productores de café. Hechos similares se precipitaron en todo el país.
Han pasado 28 años. Desde aquellas fechas, los zapatistas no sólo han sobrevivido. También han construido una de las más asombrosas y sorprendentes experiencias de autogobierno y autogestión anticapitalistas. Se han renovado generacionalmente. Son un fermento contracultural excepcional y una fuente de inspiración para miles de luchadores altermundistas en todo el planeta.
La revolución es el viejo topo que excava profundamente en el suelo de la historia y en ocasiones asoma la cabeza, dijo Carlos Marx. Al igual que sucedió entre 1983 y 1994, muchas de las transformaciones que los rebeldes han impulsado desde abajo pasan hoy desapercibidas. Tarde o temprano, ese viejo topo saldrá a la superficie.
*Periodista y escritor mexicano, editor de la página de Opinión de La Jornada de México