Las masacres en la historia de Bolivia – Por Natalia Linares Canedo

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Las masacres en la historia de Bolivia

Natalia Linares Canedo*

“Artículo 3: El personal de las FF.AA. que participe en los operativos para el restablecimiento del orden interno y estabilidad pública estará exento de responsabilidad penal cuando en cumplimiento de sus funciones constitucionales, acto en legítima defensa o estado de necesidad (…) pudiendo hacer uso de todos los medios disponibles, que sean proporcionales al riesgo de los operativos”. DS 4.078, 15 de noviembre de 2019.

Así dictan los artículos 3 y 4 del DS 4.078, más conocido como “el decreto de la muerte”, firmando por Jeanine Áñez y sus ministros a tres días de asumir funciones mediante la consolidación del golpe de Estado del 10 de noviembre tras la “solicitud” de renuncia de las Fuerzas Armadas hacia el presidente Evo Morales.

 Este tipo de medidas son el primer recurso que saca la nueva administración de facto en son de “pacificar” el país, pero lo usa de excusa para disparar a las movilizaciones que estaban contra la asunción inconstitucional y se dispara a su vez en contra todo aquel que se oponía a la toma del Estado del nuevo-viejo grupo de la oligarquía.

Después de las masacres de Sacaba-Huayllani el 15 de noviembre y de la masacre de Senkata del 19 de noviembre, dejando un saldo de 22 muertos y más de 200 heridos, inmediatamente la historia del país retrocedió casi 20 años, donde este tipo de decretos y acciones por parte de las fuerzas del orden eran utilizadas para la represión sistemática y parte de la política pública de rutina.

Cuando pensamos en la historia de Bolivia podemos analizarla en distintos tonos, el más común es a través de la historia oficial, es decir, desde sus presidentes y sus grupos de poder. Otras vertientes se han intentado impulsar para entenderla desde la complejidad de la sociedad, historia de las mujeres, historia indígena, historia de las instituciones, etcétera. Pero, ¿qué pasa si nos acercamos a nuestra historia desde la clave de las masacres sistemáticas que han existido a lo largo de la vida nacional? Encontramos una serie de factores que se repiten de sobremanera, que se mantienen latentes; las últimas masacres de Sacaba-Senkata activan la memoria corta de 2003, con la defensa de los recursos; y de la memoria larga, donde en mítines se retoma la voz de Tupaj Katari.

Cuando pensamos en las masacres que se han dado a lo largo de nuestra historia podemos apuntar a la de Kuruyuki (1892), en el Oriente, cuando el Ejército junto con los terratenientes se acercaron al área de la serranía de Aguaragüe-Kuruyuki como parte de la idea de limpiar la zona de indígenas; la resistencia del pueblo guaraní estuvo presente y se reconoce el liderazgo de Apiaguaiqui Tumpa. Este hecho nos devela la relación del Estado y las élites con el pueblo guaraní, este último siendo violentado para beneficiar a las oligarquías.

Nos trasladamos al Occidente con la masacre de Jesús de Machaca (1921), en que, a raíz de los abusos del corregidor, se procede a un levantamiento popular que es rápidamente apagado por el Ejército. El problema no era la violencia en Jesús de Machaca, pues se habría condenado al corregidor desde un principio, y es que solo cuando los indígenas se levantan cansados de los mismos recién el Ejército es enviado a apagar esta revuelta contra la “gente bien”.

La masacre de Catavi (1942) visualiza la necesidad de acallar la movilización minera, la militarización de las minas se da en el marco de “orden y seguridad” después de las movilizaciones de los mineros exigiendo el pago de salarios y mejores condiciones; la tensión iba acrecentando en las minas y detona en la masacre de Catavi, hubo intentos de diálogos previos a las acciones del Ejército, sin embargo, la mejor respuesta fue la de abrir fuego.

También, más próximo a nuestros tiempos, podemos hablar de las masacres en el período de dictaduras, donde con el objetivo de eliminar “subversivos” el Ejército ejercía funciones de represión, apoyados por los medios de comunicación.

 El ejemplo más claro es el de la masacre de la calle Harrington, donde los medios de comunicación expusieron que se había desarticulado una célula terrorista que planeaba un ataque, y que el Ejército entró a una casa donde se encontraban reunidos miembros del Movimiento de Izquierda revolucionaria (MIR) y se disparó contra ellos, dejando un saldo de ocho dirigentes muertos.

Largo y minucioso se puede hablar de las varias masacres perpetradas en nuestro país, en minas, en el campo, en la ciudad, cada una de ellas con un apartado especial para hacer las narraciones pertinentes, pero todas con un patrón que es predominante y que devela las acciones que toma el Estado, conducido siempre por la élite, con un Ejército que actúa de manera rápida, eficaz y contundente, sobre las mismas bases.

El Estado ha hecho uso indiscriminado de las Fuerzas Armadas para mantener sus privilegios, los que, en algún momento, se vieron amenazados. Vemos que constantemente se recurre a la masacre como la forma más rápida de acallar movilizaciones que suelen tener tintes políticos de reivindicación o protesta contra un Estado que no consideraba a los trabajadores, indígenas, mujeres o jóvenes como sujetos de derecho y con capacidades políticas.

Vemos que hay un pueblo que, armado de piedras, palos, dinamita y su cuerpo, siempre genera algún tipo de resistencia ante los gobiernos abusivos, que conscientes de la desigualdad de condiciones frente al armamento militar se podrían perder algunas vidas pero se sigue saliendo para hacer escuchar la agenda.

Entre 2006 y 2019 se ha roto con esa tradición de recurrir a ese ejercicio de la violencia militar, se habían generado espacios de diálogos, la movilización permanente se hizo parte del día a día de distintos sectores, con la garantía de que, por primera vez, no se acabaría en sangre.

Pero con el golpe de Estado vemos que la tradición de las antiguas élites seguía viva y la transmitieron a los nuevos grupos de poder, mientras que el Ejército operaba al servicio de sus grupos –y no como debería ser al de la sociedad– y, de manera paralela, los movimientos sociales también activaron esa memoria, y vuelven a poner el cuerpo en protesta, a sabiendas de la desigualdad de condiciones se vuelcan a las calles y en aras de las antiguas tradiciones otra vez plantan movilizaciones que terminan en sangre.

La historia de Bolivia la podemos entender en clave de masacres, pero no para revictimizar a los caídos o a los masacrados, sino para entender que las relaciones que intenta establecer la élite de derecha solo las puede hacer mediante la violencia, aunque ni aun así se logra eliminar del todo, porque el testimonio queda, la memoria queda y eso pasa al siguiente sector, a la siguiente generación que seguirá en busca de mejores condiciones.

Estudiante de Historia en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), Bolivi

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