El ambientalismo como imperativo popular – Por Florencia Lampreabe

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El ambientalismo como imperativo popular

 

Por Florencia Lampreabe*

A partir del 6 de noviembre próximo se realizará la 27° Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) en Sharm el-Sheij, Egipto. La Convención Marco (CMNUCC) fue adoptada durante la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992 y, en este sentido, la Conferencia de las Partes -es decir, de los países firmantes- constituye el órgano supremo de toma de decisiones de esta Convención, que establece así reuniones de forma anual. La COP es un ámbito de negociación y de acuerdos -también de desacuerdos-, en el que participan representantes de los gobiernos y además de la sociedad civil, del sector privado y periodistas. Como dato de color, el mes pasado, la presidencia de la COP27 anunció a la multinacional Coca Cola como patrocinadora. Entre otras cosas, una de las empresas que más contamina con plásticos a nivel mundial (sin mencionar los daños en la salud y su capacidad de fijar en nuestro país precios que siempre van al alza en un rubro tan sensible como el alimentario).

Más allá de lo que esto significa -y del aspaviento que puedan hacer desde algunas nuevas o no tan nuevas derechas- lo cierto es que hasta la famosa gaseosa coincide en la necesidad de plantear una agenda con respecto al cambio climático. El negacionismo es un discurso cada vez más marginal. Y, por lo demás, las consecuencias de la crisis climática -y su interacción con las crisis alimentaria y energética- resultan cada día más palpables y cotidianas, incluso en los departamentos de marketing y en los balances de las más grandes empresas.

Por eso la discusión ya no pasa tanto por la dicotomía entre “ambientalismo sí” o “ambientalismo no” que muchos buscan seguir poniendo en tensión. Hoy la pregunta principal es qué tipo de ambientalismo queremos. Por supuesto, se trata de una pregunta situada: en y desde nuestro país, en y desde América Latina.

Una primera cuestión de relevancia en este aspecto es el vínculo entre la deuda externa y el ambiente. En el año 2004 la COP10 se realizó en Buenos Aires. Para esa ocasión, Néstor Kirchner expuso en su discurso la doble superposición, por un lado, entre el mapa de los países más pobres y endeudados y los que cuentan con mayor biodiversidad, y por el otro, entre el mapa de los acreedores financieros y el de los países con mayores responsabilidades en lo que hace al cambio climático. “Advertimos que quienes cargamos con deudas de increíble peso en materia financiera somos a la vez los mayores acreedores ambientales en el planeta”, concluía. El proceso de desendeudamiento encabezado por Néstor y por Cristina Fernández de Kirchner logró correr del centro esta problemática. Sin embargo, el gobierno de Macri nos volvió a dejar un país endeudado, y no se trata de cualquier deuda, sino del mayor crédito de tipo stand-by otorgado por el FMI desde el año 1994. Inédito no sólo por el monto, sino porque violó el propio estatuto del FMI, especialmente en lo que respecta al rol que debía tener el Fondo en el control para que no se utilicen los dólares en la fuga de divisas. Es en este marco que vuelve a cobrar total vigencia la propuesta de canje de deuda por acción climática. Siguiendo las palabras de Néstor, esta opción permitiría aliviar la carga de deuda que pesa sobre nuestras espaldas para invertir en opciones de verdadero desarrollo: políticas de transición energética, fomento de la agroecología, impulso a la economía circular, entre tantas otras opciones.

Pero además, y como ya es sabido, el endeudamiento carcome nuestra soberanía. Fue Máximo Kirchner quien habló recientemente de “flexibilización ambiental”. Esto significa que, producto del gravísimo endeudamiento, el país se ve forzado a generar condiciones especiales para los grandes grupos económicos: para que el agro liquide, para que las mineras internacionales vengan a invertir en litio. Para que “el país no estalle por los aires”. Esto, acompañado de otro repertorio de flexibilizaciones, como la flexibilización impositiva y la laboral. Se trata de la continuidad de los procesos de reducción de la capacidad regulatoria de los gobiernos (y de las sociedades) que inician con la globalización, con la emergencia de «guerras ambientales», a través de las diversas presiones que empujan a la desregulación ambiental con el objetivo de generar beneficios para nuevos emplazamientos y actividades económicas, y a la disputa de países, jurisdicciones y localidades, que de esta manera compiten entre sí, ofreciendo umbrales cada vez más bajos de regulación en la materia a modo de incentivo. Mecanismo que vemos en funcionamiento cada vez que buscamos avanzar en nueva legislación ambiental, como sucedió con el reciente caso de la Ley de Humedales. El domingo, tras el ajustado balotaje en el vecino país de Brasil, Lula planteó esto con claridad. Dijo, al hablar de la lucha por la deforestación cero en la Amazonía, que si bien “no le interesa” una guerra por el ambiente, van a estar listos para defenderlo de cualquier amenaza.

¿Qué tipo de ambientalismo queremos, entonces? Bueno, un ambientalismo que considere a estas cuestiones como algo central. Que se preocupe por pensar cómo vamos a garantizar nuestra soberanía en un contexto de múltiples crisis anidadas y a avanzar en la toma de decisiones políticas que abran el camino de una transición ecológica que mejore las condiciones de vida de las cada vez más amplias mayorías empobrecidas. Quienes, en última instancia, más padecen las consecuencias de las problemáticas ambientales. Un ambientalismo popular, con todas y todos adentro, argentino y latinoamericano.

*Diputada Nacional por la Provincia de Buenos Aires, Licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires (UBA), militante de La Cámpora.

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