¿Por qué la izquierda ya no habla de economía? – Por Alejandro Galliano

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¿Por qué la izquierda ya no habla de economía?

Alejandro Galliano*

«Vamos a desarrollar el capitalismo. No porque lo adoremos, sino porque primero tenemos que superar la premodernidad, el feudalismo, los nuevos esclavismos, superar mentalidades atávicas», declaró Gustavo Petro en su primer discurso como presidente electo de Colombia. Sus palabras llegaban en un contexto particular: el de las expectativas provocadas por ser el primer político de izquierda que llega al más alto cargo político de esa nación.

Poco antes, en plena campaña, había respondido por la red social Twitter a una crítica sobre su postura contra el fracking: «el problema no es cuántos dólares quedan bajo tierra si no se hace fracking, sino cuántas vidas se pierden encima de la tierra si se hace». Ambas declaraciones yuxtapuestas (la primera, de un progresismo lineal digno de la Segunda Internacional y los debates entre mencheviques y bolcheviques; la segunda, más a tono con el ambientalismo antidesarrollista de los últimos años) sirven como muestra de los equívocos y ambigüedades de la izquierda contemporánea al momento de encarar conceptual y políticamente cuestiones económicas.

Es cierto que Petro es un político y no tenemos por qué exigirle que hable desde otro lugar, pero las citas mencionadas son sintomáticas de una situación más general, en la que las izquierdas han reemplazado en gran medida su «economicismo» de antaño por una nueva forma de «politicismo».

El interés de la izquierda por los debates económicos no tuvo que esperar a los tres tomos de El capital de Marx ni se agotó con ellos. Desde el diálogo que tuvieron Simonde de Sismondi y William Godwin con la economía política clásica hasta el «debate sobre el cálculo económico» que enfrentó al socialista polaco Oskar Lange con los padres de la escuela austríaca, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, o la polémica entre Alec Nove y Ernest Mandel sobre el lugar del mercado en el socialismo, las izquierdas entendieron que parte de su práctica política pasaba por una comprensión cabal tanto del sistema económico que combatían como de las condiciones materiales para construir otro mejor.

Sin embargo, en los últimos años esa comprensión parece embotada, quizás por la complejidad y velocidad de las transformaciones del sistema que combaten, quizás por la renuncia a atender las condiciones para construir otro mejor. Claro que no faltan referentes, desde nuevas estrellas como Thomas Piketty hasta viejas glorias como Anwar Shaikh, un «fundamentalista de la teoría del valor» que anticipó la crisis de 2008, o las críticas a la economía digital de Evgeny Morozov, Nick Srnicek o Cédric Durand. Pero poco de ello llega a los programas o siquiera a los discursos de los movimientos y gobiernos populares de América Latina, que a veces oscilan entre denunciar cualquier consideración económica como «neoliberal» o «tecnocrática», y abrazarlas acríticamente cuando la situación se vuelve insostenible. Quizás el caso más notorio sea el de Nicolás Maduro, quien pasó de denunciar cada dificultad económica de Venezuela como fruto de una conspiración imperialista a cuasi dolarizar la economía. En otros casos las cuestiones económicas son dejadas de lado por una «agenda inmaterial», como las políticas identitarias, sea por consensos ortodoxos muy sólidos (Chile en plena Convención Constituyente), sea por la carencia absoluta de consensos, incluso de una dirección económica (Argentina bajo el gobierno del Frente de Todos).

Algo ha cambiado. Para tratar de entenderlo, propongo ver los sucesivos cambios de clima económico e intelectual que atravesó la izquierda. Eso requiere una periodización. Para la escuela francesa de la regulación (Aglietta, Lipietz, Coriat), las contradicciones del modo de producción capitalista requieren de «modos de regulación»: instituciones y prácticas públicas y privadas que gobiernan y atenúan esas contradicciones, permitiéndole al capitalismo reproducirse (acumular capital, colocar mercancías, legitimarse socialmente). En su libro El largo siglo XX, el economista italiano Giovanni Arrighi sumó la hegemonía mundial a esas regulaciones y las ordenó en ciclos más o menos recurrentes.

A fines del siglo XIX, con la crisis del capitalismo manchesteriano, la regulación pasó por los trusts o grandes corporaciones, bajo la hegemonía comercial británica. Fue la época del imperialismo y el capital monopólico que desvelaron a Rudolf Hilferding, Lenin y Rosa Luxemburgo. Luego de la Primera Guerra Mundial, la regulación quedó en manos del capital financiero, que reventó en 1929. Desde entonces, y sobre todo luego de la Segunda Guerra Mundial, el sistema pasó a regularse entre Estados y organismos multilaterales, bajo el paraguas norteamericano. Fue la era del fordismo, que entró en crisis a partir de 1968 para dar lugar a una nueva regulación financiera, la de los petrodólares, hasta el crack de fines de la década de 1980 (el lunes negro de Wall Street en 1987, la hiperinflación en América Latina). Se consolidó entonces un nuevo régimen de regulación sostenido por las grandes corporaciones y sus cadenas globales de valor. A partir de la crisis de 2008 es muy probable que esté emergiendo un nuevo modo de regulación, pero no es evidente cuál será. En todo caso, cada modo de regulación (corporativo, estatal, financiero) implicó un marco material e intelectual para pensar la economía.

Un cambio en el clima

En El colapso del comunismo: elementos para una historia futura, un texto escrito al calor de la caída del muro de Berlín, el historiador Charles S. Maier se preguntaba por las causas del rápido colapso económico de los países comunistas, luego de un desempeño aceptable en los años de posguerra. Y encontraba la respuesta en las transformaciones de la economía global: «Las dificultades económicas de los 70 plantearon espinosas alternativas tanto al Este como al Oeste. Acosado por el conflicto social y la confusión acerca de las políticas a seguir, Occidente optó en principio por la disciplina del mercado mundial. El Este, en cambio, dio marcha atrás respecto de las reformas económicas que había empezado a implantar. Retrospectivamente, podemos situar el origen del colapso de 1989 en esta divergencia. A lo largo de los años 50 y 60, las sociedades europeas occidentales y orientales gozaron de tasas de crecimiento más o menos equiparables. Tanto el socialismo como el capitalismo respondían a las oportunidades y demandas derivadas de la recuperación de los estragos de la guerra. (…) El colapso comunista ha sido una reacción a fuerzas de transformación que hicieron mella tanto en el Este como en el Oeste, pero ante las que los europeos occidentales (y los norteamericanos) respondieron con un vuelco más temprano y, por tanto, menos traumático».

En efecto, luego de 1945, tanto el Este como el Oeste sostuvieron, con diferencias, lo que el economista húngaro Janos Kornai llamó «economías movilizadas»: la extensión de herramientas de una economía de guerra en tiempos de paz, planificación, intervencionismo, presión fiscal. La izquierda no inventó ese paradigma económico, pero supo aclimatarse a él y participar en sus debates. Ese intercambio funcionó de ida y vuelta, desde marxistas reciclados en eficientes tecnócratas occidentales hasta la deriva izquierdista de discípulos de J.M. Keynes como Joan Robinson, Nicholas Kaldor o Piero Sraffa. Lo mismo vale para el estructuralismo latinoamericano, no necesariamente izquierdista pero influyente en populismos e izquierdas nacionales, que sintetizó elementos del desarrollismo de W.W. Rostow, la teoría de la dependencia y las experiencias históricas de industrialización planificada. A partir de la década de 1970 esa regulación entró en crisis y arrastró tanto al bienestarismo occidental como a la planificación soviética. Como señala Maier, el capitalismo pudo adaptarse, pero el socialismo no. Y la izquierda tampoco: el nuevo clima de desregulación, tercerización y globalización fue entendido en términos casi catastróficos, apelando a conceptos que hablaban más del pasado ido que del presente efectivo.

Un libro sintomático de la época fue La trama del neoliberalismo, publicado por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) en 2003, a partir de las intervenciones de Michel Löwy, Emir Sader, Atilio Borón y Perry Anderson, entre otros, en el Seminario Internacional Posneoliberalismo, realizado en Río de Janeiro en 1994. La idea que abre y atraviesa el libro es que el neoliberalismo es «el más monstruoso proyecto histórico del capitalismo», un «diluvio universal», una pesadilla que más temprano que tarde debería terminar por su propia irracionalidad. La inveterada tradición izquierdista de analizar las contradicciones del capitalismo cedía paso a una negativa a encontrarle mayor sentido que el de un colapso de lo anterior, una revancha del capital contra un Estado de Bienestar que esa misma izquierda también criticó en su momento.

La negación de la economía

Al nuevo clima económico se le solapó el intelectual. Maier señala que, junto con la crisis económica de las economías de posguerra, se produjo una crisis social que tuvo como hito las simultáneas revueltas juveniles de 1968 (Praga, México, París). La crítica política a las instituciones de posguerra se tradujo académicamente en la crítica a los fundamentos filosóficos de la modernidad y el racionalismo. Toda ciencia fue puesta bajo la lupa de una genealogía que las entendía como saberes construidos, herramientas de poder y subjetivación. Obviamente, la economía fue parte de esa crítica, muy productiva para problematizar esencialismos y pretensiones de asepsia científica, pero eventualmente destructiva si negaba toda legitimidad a la disciplina y su objeto de estudio. Michel Foucault, quizás el referente más célebre e influyente de este pensamiento crítico, era consciente de ello y dedicó su curso de 1979 a estudiar a fondo el pensamiento económico neoliberal. Muchos de sus discípulos, en cambio, prefirieron tirar el agua sucia de la bañera con el bebé adentro. En una obra característica de esos años, el Diccionario del desarrollo editado por Wolfgang Sachs, el prólogo advierte: «Los autores de este libro no tratan al desarrollo ni como una realización técnica ni como un conflicto de clases, sino como un molde mental particular. Porque el desarrollo es mucho más que un mero esfuerzo socioeconómico; es una percepción que moldea la realidad, un mito que conforta a las sociedades y una fantasía que desata pasiones». En una entrada del mismo libro, Arturo Escobar –antropólogo colombiano y ex-alumno de Foucault– emprende una genealogía de la economía como disciplina para terminar denunciando los programas de desarrollo y salud del Banco Mundial para el Tercer Mundo como «la progresiva intromisión de aquellas formas de administración y regulación de la sociedad, del espacio urbano y de la economía».

El aislamiento intelectual y político de la izquierda ante las transformaciones económicas de la década de 1970, sumado a la deconstrucción del discurso científico, devino en una negación de la economía: ni sus conceptos ni su objeto de estudio tenían legitimidad epistemológica alguna. Esta suerte de nihilismo teórico se transformaba en voluntarismo puro al pasar a la práctica: si la economía no existe y todo es político, entonces todo es posible. No hay ningún tipo de restricción. El apotegma leninista de la «economía como política concentrada» se invirtió: solo había que disolver cualquier abstrusa cuestión económica en un poco de agua deconstructiva para obtener un reconfortante caldo de política.

Un nuevo cambio de clima

En algo acertó el Seminario Internacional Posneoliberalismo de 1994: a partir de ese año, el neoliberalismo comenzó una larga agonía en la periferia del mundo. Estados Unidos subió sus tasas de interés y las economías emergentes cayeron como fichas de dominó: México en 1994; Corea del Sur y los «tigres» del Sudeste asiático en 1997; Rusia en 1998; Brasil y Ecuador en 1999; hasta desembocar en el colapso argentino de 2001 y su coletazo uruguayo de 2002. La crisis tuvo diferentes efectos en cada coordenada: en Rusia, el ascenso de Vladímir Putin; en Asia, el estancamiento de Japón, la consolidación de China y el paso de un modelo de competitividad por bajos salarios a otro de imitación e innovación tecnológica para toda la región. En Sudamérica, el efecto fue doble. Por un lado, la demanda china subió el precio de las materias primas y la región vio valorizarse sus exportaciones de manera acelerada: entre 2002 y 2005 el precio de los porotos de soja subió 29%; el del café, 42%; el caucho, 96%; los metales, 100%; el petróleo, 114%. Por otro lado, la crisis social llevó al gobierno a fuerzas progresistas o populismos de izquierda en muchos países, que contaron con condiciones macroeconómicas óptimas para aplicar políticas redistributivas.

La relación de las izquierdas con el giro progresista latinoamericano es necesariamente compleja, por la diversidad de unas y otros, y por las historias de cada país. Algunas izquierdas participaron activamente en los gobiernos progresistas, otras fueron cooptadas, otras defeccionaron, algunas acompañaron críticamente, otras se opusieron abiertamente. Pero todas recibieron el impacto de una experiencia redistributiva alimentada por una dinámica económica que intuían ajena, si no hostil.

Para perfilar los rasgos de esa dinámica, puede resultar útil una comparación con el caso asiático. En Asia, la transición de un modelo de competitividad salarial a otro de innovación tecnológica fue la transición (o ampliación) de Estados más o menos autoritarios a Estados coordinadores de la iniciativa privada. De Vietnam a Corea del Sur, las dirigencias políticas siempre tuvieron un grado de involucramiento estrecho con la creación de riqueza. En América Latina, la reprimarización de las exportaciones descuidó la productividad y dejó mucho de su suerte económica atada a variables incontrolables, como los precios internacionales y las tasas del Sistema de Reserva Federal de Estados Unidos. El aprendizaje izquierdista de tal experiencia fue una suerte de dualismo, que en un lóbulo tenía a la política como espacio autónomo –con un horizonte de creatividad ilimitada– y, en el otro, a la economía que lo fondeaba –una caja negra de recursos, repudiable por su impacto ambiental, su connivencia con el capital global o la insensibilidad social de sus agentes–. Cuando el ciclo de buenos precios internacionales se cortó en la década de 2010, la izquierda no encontró mejor solución o reclamo que inflamar el lóbulo político: estatizar, transformar la gestión en movilización y negar toda restricción.

Para entonces, el clima volvió a cambiar. La crisis de 2008, el giro iliberal que le siguió, con Donald Trump a la cabeza, el lockdown pandémico de 2020 y la actual invasión rusa de Ucrania prologan un mundo que aún no vemos entero. El búho de Minerva desplegará sus alas al atardecer, pero si la historia es maestra de la vida, tal como creían los antiguos, podemos prever un modo de regulación más estatista, por los conflictos que alimentan la crisis climática y la escasez de recursos, y por la centralidad que adquieren «capitalismos políticos», al decir de Branko Milanović, como China o Rusia. Ese estatismo no es necesariamente una buena noticia para las izquierdas: trae guerras por recursos naturales y poco respeto por la sociedad civil.

Ideas fuera de lugar

En el campo de la izquierda, el nuevo clima inspiró nuevas ideas económicas y recuperó otras, como la teoría monetaria moderna, el decrecimiento o las diferentes versiones de ingreso básico universal. Es importante tener en cuenta que estas ideas surgen de debates europeos y/o anglosajones, en un contexto de economías desarrolladas que arrastran 40 años de alta acumulación de capital con bajo crecimiento y desigualdad creciente. Se trata del «estado estacionario» que John Stuart Mill entrevió en el siglo XIX y John Keynes diagnosticó para el XX: máximo desarrollo del capital, el punto crítico de la acumulación en que los incentivos para reinvertir comienzan a reducirse y todos los individuos alcanzan en promedio el ingreso absoluto a partir del cual su demanda comienza a decrecer. Solo queda redistribuir. Ese es el horizonte, errado o no, que maneja la nueva izquierda del Norte global. Pero no son de ninguna manera las condiciones económicas latinoamericanas, en donde hubo experiencias redistributivas recientes y aún quedan bolsones de bajo desarrollo humano y material. Se trata de ideas fuera de lugar, aferrarse a ellas acríticamente es otra forma de negar la economía.

Más situadas, aunque igualmente débiles, resultan algunas líneas de pensamiento «autóctonas», como el neodesarrollismo o la economía social y solidaria. El primero es un legítimo heredero del estructuralismo latinoamericano. Atento a la restricción externa y los términos de intercambio centro-periferia, entiende que América Latina ya no puede competir industrialmente con Asia y propone explotar extensivamente los recursos naturales. Pero la propuesta carece de esa percepción social que dotaba de potencia política al viejo estructuralismo: superar el individualismo metodológico de la ortodoxia neoclásica con una sociología más realista, que incluía actores nuevos como sindicatos, corporaciones y gobiernos. El nuevo desarrollismo no actualizó su sociología, sigue pensado en un mundo de overol e ignora a actores como los movimientos vecinales, los pueblos originarios o la militancia ambiental. Deviene entonces en un neomercantilismo que concibe la nación y sus ciudadanos como un mero territorio a explotar con una población encima, un proyecto económico condenado al colapso político en democracia. Todo lo contrario ocurre con la economía social y solidaria. Aquí, el registro de la heterogeneidad de prácticas económicas populares es amplio y complejo, incluyendo la basal economía doméstica, de interés también para el feminismo. Pero se trata de prácticas esencialmente reproductivas y distributivas, incapaces de generar valor y que, en última instancia, dependen de subsidios estatales y recaen en el dualismo desarrollado más arriba.

Aun con sus problemas, todas estas opciones pueden y deben ser incorporadas selectivamente a un pensamiento económico de izquierda consciente de sus condiciones y capaz de participar en los debates actuales. Con ánimo más polémico que programático, cierro este este texto con una necesariamente incompleta lista de bases y puntos de partida para ese pensamiento:

– La economía es una ciencia social legítima. Responder a sus pretensiones de ciencia exacta (ya en reflujo, hay que decirlo) con una desautorización en bloque es un juego de suma cero intelectual. Tampoco parece lícito exigirle deconstrucciones, toda vez que ningún psicoanalista o doctor en estudios culturales toleraría que se le exigiera falsabilidad a sus premisas o cuantificación de variables.

– Las restricciones materiales existen. Durante años se criticó al «principio de escasez» como una entelequia que naturalizaba la privatización de lo común. La actual crisis climática nos confronta con una escasez de recursos estructural e innegable.

– Todos somos agentes de mercado, como consumidores y/o productores. La necesaria crítica al «mercado» como actor autoconsciente e infalible no puede obviar el efecto de conductas agregadas. Y reemplazar al ficticio homo oeconomicus de Alfred Marshall por el aún más ficticio homo solidaricus de la economía social es desconocer buena parte de las prácticas económicas concretas de la sociedad.

– América Latina necesita crecer. Sus deficiencias sociales e infraestructurales no pueden ser compensadas por prácticas locales de economía reproductiva, y el volumen de capital acumulado en la región no permite resolverlas con una distribución sin crecimiento previo o simultáneo.

– El Estado no es la sociedad. Es un factor irremplazable de la gestión económica, pero pretender que reemplace a todos los agentes privados es atribuirle la misma infalibilidad que la ortodoxia le asigna al mercado; por otro lado, asignarle un rol constantemente conflictivo y movilizador aborta toda capacidad de gestión.

– El Excel no es el territorio. La necesaria formalización de los datos y las políticas económicas debe complementarse con una igualmente necesaria atención a las condiciones políticas, ambientales y culturales sobre la que se desplegarán, lo que requiere la colaboración de varias disciplinas. Es tan inútil negar la economía como el mundo que habita.

La izquierda ha recorrido un largo camino desde los debates sobre la ley del valor. Fue un periplo enriquecedor en el que se discutieron la eficacia del mercado, las particularidades locales, las prácticas subalternas, los efectos ambientales del desarrollo, la noción de crecimiento y el concepto mismo de economía. Pero el mundo es redondo y llegamos al punto de partida: en el horizonte se ve a Marx de espaldas, es necesario volver a pensar en la creación de valor. A menos que queramos ser terraplanistas económicos.

*Docente en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y colaborador de las revistas Crisis, La Vanguardia y Panamá. Publicó Los dueños del futuro. Vida y obra, secretos y mentiras de los empresarios del siglo XXI (con Hernán Vanoli, Planeta, Buenos Aires, 2017) y ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no? Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro (Siglo XXI, Buenos Aires, 2020).

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