Colombia | Petro, Francia, el ELN y las FARC – Por Pablo Solana

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«Primero, la paz», dijo Gustavo Petro en su discurso de la victoria. El Ejército de Liberación Nacional (ELN) no dejó pasar más de 24 horas para manifestar, a modo de respuesta, «su plena disposición para avanzar» en una nueva negociación con el Estado. Un sector de las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) saludó al nuevo gobierno y propuso: «Tenemos que dialogar».

Aunque parezca que los distintos protagonistas hablan el mismo idioma, dialogar no será fácil. Colombia tendrá un presidente exguerrillero y una vicepresidenta víctima de la violencia; nunca en la historia de este país hubo al frente del Estado personas con un perfil tan apropiado para avanzar en la salida política del conflicto armado. Sin embargo, existen factores de complejidad que exceden cualquier buena voluntad.

En 2016 la guerrilla más numerosa, FARC, se desmovilizó. Pero cuando el Estado incumplió los Acuerdos de La Habana, surgió un reguero de disidencias que optó por retomar las armas. El ELN «mantiene activo su sistema de lucha y resistencia política y militar», como afirman en el mismo comunicado en que manifiestan voluntad de negociar. A seis años de la firma de los Acuerdos, los enfrentamientos en las diversas regiones del país son más frecuentes de lo que se informa.

Ambas siglas, ELN y FARC, han sido referencias históricas para los movimientos revolucionarios del continente. Esa mística insurgente es parte del pasado, pero en Colombia la lucha armada no termina de quedar atrás. ¿Cuál es la estrategia actual del ELN? ¿Qué peso político tienen las disidencias de las FARC? ¿Por qué en los últimos años estos grupos incrementaron la cantidad de combatientes en sus filas? ¿Cuál es el vínculo que mantienen con el movimiento político y social? ¿Qué quieren decir cuando hablan de «paz»?

La particularidad colombiana

Mientras diversos países latinoamericanos, promediando el siglo XX, moldeaban sus proyectos nacional-populares (el peronismo en Argentina, el cardenismo en México, Velazco Alvarado en Perú, Getulio Vargas en Brasil, Paz Estenssoro en Bolivia), en Colombia asesinaban a balazos a quien podría haber encarnado esa posibilidad: el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán.

Durante la segunda mitad del siglo XX, América Latina no fue precisamente un territorio de paz; sin embargo, la violencia en Colombia definió un derrotero particular que la alejó de los ciclos que marcaron los vaivenes políticos en la región. Con aquel magnicidio se obturó la posibilidad de establecer algún tipo de estado de bienestar, como hicieron otros países que aprovecharon las posibilidades económicas que brindó la posguerra para América Latina.

En los años 70 y 80 las formas dictatoriales no requirieron en Colombia de estridentes golpes de Estado militares como en el resto del continente; la represión —igual o aún más criminal que bajo las dictaduras— mantuvo la formalidad institucional. Iniciado el siglo XXI, el país estuvo en las antípodas del «ciclo progresista» que caracterizó a las experiencias más dinámicas de la región: mientras Chávez y los demás arriesgaban cambios de rumbo a favor de los pueblos, en Colombia gobernaba Uribe a fuerza de masacres contra la población.

La disputa política en Colombia se ordenó en torno al conflicto armado: la izquierda quedó asociada a la lucha guerrillera, ya sea porque en algunos casos efectivamente acompañó esas apuestas o porque desde las clases dominantes se construyó tal identificación. A la vez, la derecha se legitimó en nombre del combate a una insurgencia armada que tildó de comunista, apátrida y narcoterrorista, con la liviandad que permite toda campaña sucia de propaganda en tiempos de guerra.

Si bien la lucha armada existía aun antes del asesinato de Gaitán, las guerrillas que nos ocupan surgieron en el período de violencia que se abrió tras aquel crimen político, influidas a la vez por la realidad continental.

Las FARC heredaron la rebeldía campesina endógena y se apoyaron en un Partido Comunista Colombiano que, alentado por la gesta de Fidel y el Che, les dio formación marxista. El núcleo promotor del ELN, compuesto principalmente por jóvenes universitarios, adquirió formación militar en los primeros años 60 en Cuba y con ese aprendizaje creó su propio grupo de combate en el país. Las FARC reforzaron su identidad comunista (un poco cubana, pero más soviética) y el ELN mixturó su guevarismo de origen con la Teología de la Liberación aportada por Camilo Torres y otros curas guerrilleros.

La lucha armada se mantuvo con altibajos durante las décadas posteriores. Contó con apoyo popular en la medida en que fue la respuesta defensiva ante una oligarquía que persistió en la violencia contra quienes buscaban una alternativa o simplemente defendían su territorio.

Los mayores intentos democráticos los hicieron organizaciones insurgentes. Desde 1982, tanto las FARC como el ELN acudieron a las distintas propuestas de negociación de paz. A mediados de los años 80 impulsaron movimientos políticos legales, como la «Unión Patriótica», promovida por las FARC, «¡A Luchar!», en el caso del ELN, y el «Frente Popular», incentivado por otro grupo armado, el Ejército Popular de Liberación (EPL). Pero en cada caso las clases dominantes respondieron con el exterminio.

La Unión Patriótica surgió de las iniciativas de las FARC de formar un partido legal y avanzar en la negociación de paz en la década de los 80. Bernardo Jaramillo (centro) asumió la presidencia del partido tras el asesinato de Jaime Pardo Leal en 1987.

En ese período surgieron otros grupos guerrilleros. Los más conocidos, el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL), de origen indígena, el Movimiento 19 de abril (M-19), nacionalista, y el mencionado EPL, maoísta. Estos tres, junto a las FARC y el ELN, hicieron sus mayores esfuerzos de unidad entre 1987 y 1990, cuando conformaron la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar. Pero el fenómeno de la lucha armada los excedió: según un estudio de la Universidad Nacional, fueron al menos 31 los grupos rebeldes alzados en armas en el país entre 1958 y 2012.

Las FARC tuvieron su momento de mayor crecimiento hacia finales del siglo XX. Llegaron a contar con 12.000 combatientes, distribuidos en 70 frentes. El historiador Alfredo Rangel afirma que, junto con el ELN, lograron el «control absoluto del 10% de los municipios y del 95% de los corregimientos del país».

La respuesta a esa expansión guerrillera fue el Plan Colombia (1999), diseñado por los Estados Unidos. Se trató de un pan integral que brindó a las fuerzas militares del Estado la tecnología de guerra que les garantizara superioridad en el terreno de combate y los recursos económicos para librar la batalla ideológica que marcaría a fuego la asociación entre izquierda armada y terrorismo.

A eso se sumó la criminalidad con que se llevó adelante esa etapa de la guerra contrainsurgente. Hubo masacres a poblaciones civiles y fusilamientos de jóvenes engañados con ofertas de trabajo para hacerlos pasar como bajas guerrilleras. La represión estatal se complementó con el paramilitarismo, que ya venía de antes y no dejó barbarie por cometer: «casas de pique», donde despedazaban los cuerpos para desaparecerlos, degollamientos públicos, fosas comunes.

Para ese entonces se habían consolidado los grandes cárteles de la droga que disputaron territorio con los demás grupos armados. En esa época el narcotráfico comenzó a permear a algunas organizaciones, como es el caso de las FARC. A la combinación de todas las formas de lucha, la guerrilla sumó la combinación de todas las formas de financiamiento, lo que en muchos casos desdibujó su proyecto revolucionario. Los secuestros con fines económicos apuntaron, en un principio, a grandes terratenientes y empresarios, pero continuaron con pequeños propietarios y gente del pueblo según cada región.

El ELN, que en aquel entonces definió su rechazo al negocio narco, compartió sin embargo la práctica del secuestro y se concentró en el manejo de economías territoriales como la minería ilegal, a veces en alianzas con la comunidad, pero también disputando territorios con otros grupos armados. Sumado a estos factores de desgaste, la ofensiva contrainsurgente orientada y sostenida por los Estados Unidos les asestó a las guerrillas un golpe tal que las hizo replegar.

Eduardo Pizarro caracterizó ese punto de inflexión como una «derrota estratégica» en el caso de las FARC, ya que «si bien [a partir de entonces] siguen existiendo como grupo armado, ya no tienen la posibilidad de llegar al poder por medio de las armas». El ELN reconoció algo similar en su IV Congreso realizado en 2006, cuando redefinió su estrategia ya no en función de la toma del poder, sino del desarrollo de la «resistencia armada» y la construcción de Poder Popular. Desde entonces, sin la posibilidad revolucionaria en el horizonte, ambas guerrillas entraron en un período de insurgencia crónica.

La desmovilización de las FARC y las disidencias

Los acuerdos entre el Estado y las FARC firmados en 2016 pusieron fin a la existencia de esa organización tal como se la conoció durante más de cincuenta años. La sigla sobrevivió, reformulada como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (el «partido FARC»), primer nombre tras el que se agruparon los firmantes del Acuerdo de Paz. Pero a partir de enero de 2021 también ese nombre dejó de existir: pasaron a llamarse Comunes.

Un puñado de excomandantes aún se mantiene en este rebautizado partido, aunque de 2016 a hoy esa fuerza política sufrió más de una escisión. En algunos casos, las figuras más reconocidas de la exguerrilla ocuparon las bancas parlamentarias que les otorgó el acuerdo sin haber sido sometidos a la votación popular, en compensación por la persecución del Estado que durante décadas les impidió hacer política legal. Pero el dato más importante es la cantidad de excombatientes que fueron asesinados después de entregar las armas: según cifras oficiales, 316 entre agosto de 2016 y el primer trimestre de 2022.

El Estado colombiano honró su tradición e incumplió sistemáticamente todos los compromisos de garantías y derechos a quienes depusieron las armas. Les dio la espalda y, bajo la forma de un nuevo gobierno uribista (Iván Duque, 2018-2022), continuó la guerra contra los desmovilizados por otros medios, «haciendo trizas» los acuerdos de paz, según confesó en su momento el director del Centro Democrático, la fuerza que encabeza el expresidente Uribe.

En ese momento se estimó que, de 13.000 integrantes de las FARC, 1800 no se acogieron a los acuerdos, es decir, un 15%. Una cifra razonable, dijeron los analistas, en sintonía con otras experiencias internacionales de desmovilización de fuerzas insurgentes. Con ese dato se naturalizó, en un principio, la existencia de las disidencias.

Pero en 2016 ya había al menos 23 grupos de entre 30 y 40 combatientes escindidos de las FARC reorganizados en distintas regiones. Con los años, esas estructuras se fueron reagrupando en el suroriente del país, en los departamentos del Guaviare, Meta y Vichada, este último con acceso a la frontera venezolana. También en Nariño (frontera con Ecuador) y regiones del Cauca con salida al Pacífico. Más tarde se fortalecieron en el oriente y el Chocó. En cada caso adoptaron la forma de frentes guerrilleros, lo que se reflejó en los nombres con los que se dieron a conocer: Décimo Frente Martín Villa, Frente Oliver Sinisterra, Frente Carolina Martínez, etc.

Quien logró erigirse como líder de esa confluencia fue Gentil Duarte, comandante del histórico Frente 7 de las FARC, asesinado en un campamento de su grupo armado en el estado de Zulia, Venezuela, el pasado 24 de mayo de 2022. Ese agrupamiento quedó asociado al narcotráfico, dedicado al control territorial que demanda el negocio y el mantenimiento de las vías para sacar la coca del país. A esta deriva, los analistas del conflicto la denominan «bandolerización».

Algo distinto resulta el caso de las disidencias que se conformaron en torno a las figuras de Iván Márquez y Jesús Santrich. Excomandantes de las FARC, llegaron a firmar el acuerdo de paz en 2016 pero volvieron a la clandestinidad al ser perseguidos con procesos por narcotráfico que incluían pedidos de extradición a los Estados Unidos. Su vuelta a la actividad armada, a diferencia de otras, fue revestida de mística fariana: llamaron al nuevo grupo Segunda Marquetalia y difundieron una proclama reivindicando el origen de la extinta organización (la «República de Marquetalia», el pequeño territorio liberado en el Tolima, donde Tirofijo y Jacobo Arenas crearon el mito fundacional de las FARC). Sin embargo, los informes más rigurosos indican que reincidieron en la gestión del narcotráfico.

Santrich, quien había llegado a ocupar una banca parlamentaria en nombre de las FARC antes de volver a la clandestinidad, fue asesinado en mayo de 2021 en Venezuela, donde la organización reconoció que tenía su campamento. Se presume que su muerte fue resultado de la acción de otro grupo armado en busca de cobrar la millonaria recompensa que ofrecía el Estado colombiano. Otros dos excomandantes de las FARC que integraban este reagrupamiento, El Paisa y Romaña, fueron asesinados de similar manera en diciembre de 2021.

Márquez y Jesús Santrich. Excomandantes de las FARC, llegaron a firmar el acuerdo de paz en 2016 pero volvieron a la clandestinidad al ser perseguidos con procesos por narcotráfico.

Una página web reúne los posicionamientos de este sector. Allí se incluyen comunicados actuales del Partido Comunista Clandestino de Colombia (PCCC); de esa forma se llamó la estructura en que se referenciaron las FARC tras su ruptura con el Partido Comunista en 1993. El más reciente comunicado, tres días después de la segunda vuelta electoral, se titula «El cambio es imparable». Allí saludan la victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez, y dicen: «Metámonos con todo, con cuerpo y alma, en el proceso colectivo de lograr la paz completa para Colombia».

En declaraciones anteriores habían adherido a la «tregua unilateral declarada por los compañeros del ELN» con motivo de las elecciones, reclamaban «que se abran las puertas de diálogo» con su organización y «deploraban» la extradición a los Estados Unidos de Otoniel (jefe del grupo paramilitar Clan del Golfo), hecho que les atañe ya que similar pedido pesa sobre su única figura pública que queda con vida, Iván Márquez.

En algunas ciudades reaparecieron pintadas —y en algunas universidades, acciones— en nombre del Movimiento Bolivariano (MB), el brazo destinado a sumar jóvenes para la guerrilla que supieron desarrollar a partir de los años 90 las viejas FARC, actualmente vinculado a este sector.

El ELN, la guerrilla más antigua que se mantiene activa

Tras la ofensiva militar y paramilitar de la primera década de este siglo, la guerrilla camilista quedó «con problemas de acción colectiva, asentada sobre bases sociales heterogéneas», según describe el investigador Andrés Aponte González.

Sin embargo, la coyuntura dialoguista que transitaron las FARC durante los gobiernos de Juan Manuel Santos (2010-2018) le quitó presión al ELN. Por un lado, el Estado colombiano concentró sus esfuerzos en desmovilizar a la mayor guerrilla. Por otro, en sus definiciones orgánicas el ELN condicionó el abandono de la lucha armada a la realización de transformaciones estructurales en el país, demanda que el Estado colombiano negó de cuajo. Por lo tanto, el poco interés en negociar fue de parte y parte.

Esa situación le permitió a los elenos recuperar aire, recomponerse, crecer. Si en el IV Congreso de 2006 habían resuelto el repliegue a la resistencia armada, en el V, realizado a inicios de 2015, decidieron que ocuparían los territorios que dejaran las FARC y aprovecharían la coyuntura de movilización social por la paz para acumular también en el plano político.

Durante ese período su agenda empalmó de buen modo con el movimiento popular. El ELN expresó su apoyo a las protestas sociales, que durante esos años abundaron: tomas estudiantiles, bloqueos campesinos, mingas indígenas, paros cívicos y sindicales, movilizaciones a favor de la paz. Al mismo tiempo, ante la invitación al diálogo, el grupo armado retomó la propuesta que ya había enarbolado en coyunturas anteriores: que los acuerdos debían darse con amplia participación de la sociedad.

Durante lo poco que duraron las negociaciones con el Estado, el ELN concedió ceses del fuego unilaterales y el gobierno les habilitó mesas de interlocución con la sociedad. Sectores sociales, políticos, religiosos y de la intelectualidad se acercaron al ELN más no sea para ver cómo sería esa participación en un gran acuerdo por la paz. Pero esa primavera dialoguista se opacó cuando empezó a verificarse que los Acuerdos de La Habana serían incumplidos, y agonizó cuando el nuevo gobierno de Iván Duque descartó cualquier posibilidad de diálogo basada en la reciprocidad.

En los últimos años, el ELN avanzó sobre los restos de las FARC en varias regiones. También entró en una espiral de enfrentamientos con las demás estructuras armadas donde no siempre salió bien parado.

El Ejército de Liberación Nacional, la más antigua de las guerrillas activas, mantiene una relación difícil con los movimientos sociales.

Un informe reciente de la Fundación Paz y Reconciliación describe su realidad dispar: sigue fuerte en el oriente (Arauca), en el nororiente (Norte de Santander) y en la zona de frontera del lado de Venezuela, aun cuando hayan recrudecido los enfrentamientos con otros grupos armados por el control territorial. Además, mantiene enfrentamientos con disidencias y paramilitares en el Pacífico (Chocó), en el marco de una situación de violencia que genera un fuerte costo humanitario a las comunidades. Según ese mismo informe, estarían debilitados en una región donde han tenido peso histórico, como el suroccidente del país (Nariño, Cauca, Valle del Cauca), también como resultado del enfrentamiento con los diversos grupos armados; otras realidades son complejas de establecer, como la dimensión y estado de su frente urbano, ya que el carácter clandestino en las ciudades es total y no se le conoce mayor actividad.

Otro aspecto difícil de dilucidar es la relación que los elenos mantienen con el movimiento político y social. El ELN es una organización catalogada como terrorista, por lo que es de esperar que sean perseguidos quienes tengan vínculos con el grupo. Eso hace que en el movimiento social se mantengan las distancias. Incluso, que en algunos casos se sobreactúe esa prevención.

En las zonas donde la organización armada tiene presencia histórica, los apoyos existen, de manera más naturalizada o menos explícita, porque sin ellos la guerrilla no podría sobrevivir. Pero por fuera de esos territorios no es posible saber mucho más. Salvo por los momentos donde las instancias formales de diálogo con el Estado le facilitan a esta guerrilla encuentros con distintos actores sociales, el resto de los vasos comunicantes que eventualmente existieran no se podrán conocer o verificar.

Una vez desmontada la mesa de negociaciones en el año 2019, el ELN mermó su presencia en la agenda política y social. Quedó atrás el momento más vigoroso de esos diálogos, entre 2017 y 2018, cuando se habían impulsado espacios de participación nutridos por sectores sociales, como la Mesa Social para la Paz.

Aun con la dificultad para obtener en tiempo presente precisiones sobre una organización clandestina, la información que se conoce muestra a un ELN librando disputas territoriales con otros grupos armados —y, en menor medida, con las fuerzas militares del Estado— y con una relación incierta con el movimiento social.

Qué podemos esperar

El panorama permite diferenciar dos modalidades de acción armada entre las organizaciones que se asumen guerrilleras. Por un lado, un sector que reivindica una historia y una mística asociadas a las guerrillas del pasado, pero centra su actividad principalmente en el narcotráfico. Es el caso de las disidencias de las FARC. Por otro lado, el ELN, que mantiene su centralidad en la lucha armada pero persiste en su carácter político integral. Su accionar se guía por objetivos que la organización delinea en sus congresos cada tantos años y manifiesta a través de distintos medios de difusión.

Pero tanto unas como otras expresiones armadas no pueden abstraerse de la necesidad, ya sea por complicidad o disputa, de construir un marco de convivencia con un factor de peso que sobrevuela permanentemente el territorio colombiano: el negocio narco.

Tras cuatro años de gestión, el gobierno de Iván Duque se despide con un incremento de la actividad del narcotráfico y de la violencia estatal y paramilitar. De la mano de los carteles mexicanos, que hace años desembarcaron en Colombia para asumir la dirección del negocio, se optimizó la producción. Ahora se obtiene más clorhidrato de cocaína en menos hectáreas sembradas de coca. Eso explica el mayor poder de los grupos armados que se dedican al procesamiento y tráfico de esta droga. Para que eso suceda, resulta fundamental la complicidad de las fuerzas armadas del Estado.

Militares, paramilitares y parapolíticos se benefician del negocio y de la guerra crónica que desangra al país. A la vez, Estados Unidos saca provecho de la excusa de la «guerra contra las drogas» para prolongar su presencia en Colombia a través de bases militares e injerencia doctrinaria. Esa confluencia de intereses facilita que a la fecha haya presencia de grupos armados de distinto tipo en al menos 420 municipios del país —el 37% del territorio nacional— según un relevamiento de la Fundación Paz y Reconciliación.

La descripción más acabada del proceso narco ayuda a entender la compleja realidad que circunda a las guerrillas. El negocio de la producción y exportación de cocaína genera espirales de violencia que padecen aún quienes pretenden mantenerse al margen. En el oriente, el ELN se propone impedir la penetración de la actividad narco, en parte por cumplir con el mandato histórico de la organización y en parte porque prioriza el cobro de impuestos a la actividad petrolera y otras economías regionales.

Sin embargo, a menudo eso les condujo a fuertes disputas con las disidencias de las FARC, que buscan llevar el narcotráfico a esa zona estratégica de frontera con Venezuela. Por un motivo u otro, por acción de quienes quieren evitar el negocio narco o quienes quieren promoverlo, en los últimos meses la comunidad viene padeciendo masacres, atentados y ajusticiamientos, con una intensidad que recuerda las peores épocas.

Aun así, los grupos armados crecieron en los últimos años. Esto se debe, por un lado, a la conquista del territorio que antes ocupaban quienes se desmovilizaron en 2016. Pero también a que jóvenes de las comunidades atravesadas por la guerra ven una posibilidad económica o mejores condiciones de seguridad si se incorporan a las filas guerrilleras.

Pero el incremento en el número de combatientes y la mayor extensión territorial no necesariamente tienen un correlato en apoyos políticos. El grueso de la sociedad colombiana no quiere más guerra: eso se nota con total claridad en los sectores populares que durante décadas padecieron la violencia. En esas regiones es donde más se muestra el apoyo a los procesos de paz o, como sucedió recientemente, a la candidatura presidencial de Petro y Márquez.

El repaso anterior permite ponderar la importancia de los intentos de negociación entre el Estado colombiano y las insurgencias. En el caso de las antiguas FARC, porque por esa vía esa organización eligió cerrar su ciclo histórico. En el caso del ELN, porque en esos contextos de diálogos pudieron legalizar por algún tiempo a sus delegaciones de Paz para hacer política con mayor libertad y legitimar sus propuestas ideológicas ante una mayor porción de la sociedad.

Gustavo Petro reiteró, apenas resultó electo, su compromiso con la búsqueda de una salida política al conflicto armado a través del diálogo. Lo acompaña en esa intención la mayoría social que lo puso en la presidencia y una amplia variedad de líderes políticos, sociales, religiosos, defensores de derechos humanos, que han manifestado comprender la historia, las causas y las motivaciones de las insurgencias y proponen un diálogo basado en la buena fe y la honestidad.

Sin embargo, la buena voluntad no será suficiente. Por un lado, están las fuerzas de la derecha guerrerista que, si bien perdieron el gobierno, mantienen su influencia en las fuerzas armadas y el accionar paramilitar, y de seguro boicotearán los intentos de paz. También será complejo abordar el tema de las disidencias de las FARC. Y con el ELN tampoco será fácil negociar, porque esta organización no tomó aún la decisión de dejar las armas. Sin embargo, de todas estas variables, el diálogo con los elenos seguramente sea lo que ordene el panorama. Algo así como fue, en el ciclo anterior de negociaciones, la preponderancia que tomó la búsqueda de acuerdos con las FARC.

Hasta ahora las definiciones orgánicas de los elenos les habilitaron la conformación de una delegación para encarar diálogos «exploratorios» (V Congreso, 2015) sin mandato para acordar la entrega de armas hasta tanto no se resuelvan los «problemas estructurales» del país. Así encararon las negociaciones con el gobierno de Juan Manuel Santos. De persistir en esa literalidad, es de suponer que el ELN volcará expectativas moderadas a un nuevo proceso de negociaciones, ya que el gobierno progresista no tiene en su horizonte inmediato resolver los problemas de fondo. Eso implicaría contar con un programa anticapitalista que no está en el imaginario de quienes gobernarán de ahora en más.

Sin embargo, hay otro aspecto del planteo histórico de esta guerrilla que podría llevarles a revisar esa condición. La propuesta de participación de la sociedad en los asuntos del país es una constante en la política del ELN. En esta coyuntura, como pocas veces en la historia de Colombia, el pueblo está participando. Y se está haciendo oír. Hoy el grueso del movimiento popular organizado, la izquierda política y una amplia mayoría social está reclamando cambios sustanciales al régimen político y al sistema económico. Esa demanda se expresa a través de tácticas que buscan avances graduales en el marco de esta institucionalidad.

El clamor social por desterrar la violencia de la lucha política es parte de esos avances. Eso implica derrotar la maquinaria de guerra estatal y paramilitar que expresan el uribismo y otros sectores de las clases dominantes. En esa pelea el pueblo va dando pasos firmes por medio de estallidos, disputas del sentido común y también en el plano electoral. Si el ELN escucha e interpreta positivamente ese clamor y valora los logros recientes, como el triunfo electoral de Petro y Márquez, tal vez pueda acceder a negociar en función de propuestas de cambio parciales y garantías reales. De ese modo podrá entrar en sintonía con la mayoría del movimiento popular que está logrando avances concretos por el camino de la lucha política legal.

De todos modos, simplifica en extremo quien afirme que cesará el conflicto interno si las insurgencias negocian su desarme. El espejo de lo que sucedió tras el acuerdo con las FARC es nítido: la perpetuación de la violencia es en gran medida responsabilidad de las fuerzas militares del Estado, de sus socios, los grupos paramilitares, y de sus mandantes, las clases dominantes. Después de la entrega de armas por parte de las FARC arreció el asesinato de excombatientes desmovilizados y también de líderes y lideresas sociales. Para el ELN, ese no será un camino digno de imitar.

Aun con esos ecos violentos de décadas de guerra que tardarán en cesar, el pueblo de Colombia va dejando claro que, si lo dejan expresarse sin condicionamientos, es capaz de encarar un proceso de cambios hacia una verdadera transformación de la sociedad.

El pasado del país no ayuda, porque el conflicto armado ha sido un factor crónico y constitutivo de la vida política desde siempre. Pero esa realidad también está para ser transformada. La historia no es un designio fatal: la hacen y rehacen los pueblos cuando se deciden a movilizarse por la justicia y la libertad.

Y eso está sucediendo. No por medio de las formas que pensó la izquierda en el siglo XX, es cierto. Pero quién puede dudar de que, a su modo, con nuevas dinámicas que habrá que saber entender y valorar, el pueblo de Colombia ya está cambiando la historia. Es de esperar que sea capaz de seguir haciéndolo sin que le cueste miles de asesinatos más. Cambios sociales y garantías para la vida: esa fórmula sencilla puede dar sentido a las nuevas propuestas de paz.

Jacobin

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