La Cumbre de cuál América… – Por Ricardo Orozco

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La Cumbre de cuál América…

Por Ricardo Orozco*

¿Cuáles de todas las Américas que existen en este continente fueron las convocadas por el mandatario
estadounidense, Joe Biden, para formar parte de los trabajos de la IX Cumbre, celebrada en California
desde el pasado seis de junio? Y, sobre todo, ¿qué América se espera que emerja de dicho encuentro?
Ambas preguntas parecen ociosas —y hasta profundamente retóricas— en la medida en que dan por
hecho que existe más de una América y, sin embargo, por lo menos en México, a partir del debate que
inauguró el presidente Andrés Manuel López Obrador, a raíz de su negativa a asistir a dicha Cumbre si
no participaba en ella la totalidad de Estados que conforman el continente, son dos cuestionamientos de lo más pertinentes.

No sólo ni en primera instancia porque de las respuestas que se den dependerá la evaluación que
en México se haga de la política exterior del primer gobierno que emana de la Cuarta Transformación,
sino, ante todo, porque de la resolución que se ofrezca a ambas interrogantes dependerán, en gran
medida, las posibilidades con las que contarán los pueblos que habitan en la región, en los años por
venir, para avanzar sobre algunas agendas que, hoy más que nunca, le son de enorme importancia. Y es
que, en efecto, aunque en términos geográficos a América siempre se la piensa como una única masa
continental conformada por una treintena de Estados-nacionales (a menudo segmentados entre un
Norte, un Sur y un Centro-caribe por lo demás abstractos), la realidad es que, en términos históricos,
culturales, políticos y económicos, América es, en realidad, muchas Américas, y ningún proceso de
unidad regional que pretenda ser exitoso puede sencillamente obviar ese dato (no, por lo menos, si el
propósito es conseguir la unidad partiendo de la diversidad, en lugar de aniquilar lo diverso para
conseguir una falsa homogeneidad).

Dentro de la larga y nutrida tradición del pensamiento social americano y, en particular, en el seno de la filosofía política americana que desde hace siglos procura darle un sentido de unidad a las múltiples y diversas realidades políticas, económicas, culturales e históricas que se experimentan a lo largo y ancho del continente, por ejemplo, una idea que se repite con insistencia es aquella que distingue entre, por lo menos, dos grandes matrices culturales, dos actitudes de vida y/o dos opciones civilizatorias distintas: la América latina y la América anglosajona (o simplemente sajona). Es decir, la América que, en términos geográficos, va desde los márgenes del Río Bravo, en la frontera Norte de México, hasta el archipiélago de la Tierra de Fuego, en la frontera Sur de Argentina y Chile; por un lado, y la América que en esencia constituyen sólo Estados Unidos y Canadá, por el otro.

Más allá del dato geográfico (y de los usos maniqueos de lo latino como una designación identitaria que se reduce a los usos de las lenguas romances), dicha distinción (que a próceres regionales como José Martí sirvió para diferenciar a nuestra América de la América que reclamaban como suya las potencias coloniales e imperiales de la época), sin embargo, pone en cuestión algo más que la pura discusión academicista sobre los ordenamientos territoriales y los dominios lingüísticos en los que es posible segmentar al continente para estudiarlo como unidades de análisis relativamente pequeñas, pero en apariencia mucho más homogéneas entre sí y coherentes internamente —según le gusta predicar a los estudios de área anglosajones—.

Y es que, en efecto, tal y como la problemática ha sido expuesta desde hace muchas décadas por
la historia de las ideas en América, la distinción en realidad da cuenta de amplias y en extremo agudas
divisiones entre las formas de vida practicadas por el Norte y el Sur del continente. ¿Cómo negar,
después de todo, que ese Norte geográfico (Estados Unidos, sobre todo, y Canadá, en menor medida),
en términos culturales, políticos y económicos históricamente ha mantenido al Sur geográfico (desde
México hasta Argentina y Chile) en una situación de dependencia estructural, de subordinación, de
sometimiento y de explotación vía el despliegue de su propio imperialismo por toda la zona: lo mismo
a través de intervenciones militares que parasitando a la región con sus voraces capitales?

Para quienes aún ven en la unidad geográfica del continente el sinónimo de la unidad política, económica, cultural e histórica por antonomasia de la totalidad de los pueblos que habitan en esta masa terrestre, la resolución de contradicciones como aquella (en la que se evidencian las jerarquías y las asimetrías a las que el Sur es sometido por la voluntad del Norte) depende de la posibilidad de abordar dichas diferencias desde una perspectiva estrictamente operativa según la cual los problemas de fondo que una y otra vez se han presentado en la historia de la relación bilateral entre ambas regiones se deben a los distintos abordajes que en uno y otro lado de la ecuación se hacen de cuestiones políticas que nunca pasan de ser eso: distintos acercamientos a la instrumentación de una decisión política cualquiera.

Tal abordaje analítico de la situación, no obstante, pasa por alto (invisibiliza, ignora o simplemente obvia) que esa reiterada actitud del Norte geográfico hacia el Sur geográfico en la que aquel procura permanente y sistemáticamente mantener a éste como su patio trasero, como naciones, culturas o sociedades subalternas ante las cuales el Norte se siente obligado (como por un destino manifiesto) y legitimado (por un perverso sentido de excepcionalismo civilizatorio) a imponer de manera reiterada un modus vivendi (un american way of life), o a las que el Norte puede intervenir cuando los proyectos de autonomía nacional del Sur no se ajustan con sus propios intereses geopolíticos, no es un problema que comience, transite y se agote en el universo de la política oficiosa y las diferencias de aproximación que a sus problemas operativos hacen los cuerpos diplomáticos y las élites políticas en función de gobierno en cada Estado-nacional, en un contexto determinado. Por lo contrario, si América, luego de su emancipación política de la Europa ibérica, a lo largo del siglo XIX, fue sometida por Estados Unidos a una nueva condición de vasallaje (como quiera que se le desee llamar: colonialismo, neocolonialismo o imperialismo), eso se debe a que entre Estados Unidos y los pueblos de América existen diferencias identitarias que hacen que aquel no tenga reparos en subalternizar a estos. Quizá sea tiempo de romper con la añeja tradición inaugurada por el pensamiento social americano (desarrollada hasta sus últimas consecuencias por su filosofía política) y afirmar que no existen dos Américas, sino muchas Américas, pero entre ninguna de esas se encuentran las sociedades que habitan el Norte del continente americano: Estados Unidos y Canadá. Y quizá sea tiempo, también, de cuestionar la normalidad con la que en América se acepta que el gentilicio que las y los estadounidenses utilizan para designar su propia identidad, en ausencia del término en inglés, sea americans.

Estados Unidos, a pesar de ser un Estado que geográficamente se ubica en el continente americano, en términos políticos, económicos y, sobre todo, culturales e históricos, no es parte de América: la identidad de su pueblo no es la americana. Y la principal razón de ello es que el proceso de constitución colonial de su identidad no es el que de hecho se siguió en el resto del continente (ni siquiera tomando en consideración el desarrollo nacional que prosiguió a su emancipación política-administrativa, formal, de la corona inglesa, al finalizar el siglo XVIII).

Y es que la estadounidense es, por supuesto, una identidad nacional (política, cultura e histórica) como lo son las identidades americanas (la mexicana, la argentina, la cubana, la haitiana, etc.). Sin embargo, el hecho de que geográficamente se ubique en el continente americano no es motivo suficiente para aceptar su caracterización como una identidad americana más. Después de todo, al definir a toda América a partir del contorno geográfico del continente que así se denominó en el proceso colonización de dichas tierras, extendiendo sus límites a la totalidad de su geografía supraoceánica, se pasa por alto el hecho de que la identidad cultural y la entidad geosocial americana (la americanidad) no respondió, ni en sus orígenes ni en la larga marcha de su toma de conciencia (autoconciencia de América y conciencia de ella en la conciencia occidental, en general; europea, en particular) a esa delimitación continental, tomando a la gran masa supraoceánica como una unidad en y por sí misma.

En esa línea de ideas, hablar de una América anglosajona y de una América Latina (integración de la identidad propia de las lenguas romances: español, francés y portugués) hace sentido sólo cuando se sustancializa a América en su constitución geográfica, y nada más en ello, eliminando de la ecuación
el trauma de su constitución cultural, histórica, política, económica, etc.; como si América fuese América sólo por su geografía, mucho antes y al margen de la doble toma de conciencia de su civilizaciones y la relación que con éstas establecieron Europa y Occidente. ¿No es, acaso, la identidad
estadounidense más bien la antítesis y no el complemento de las identidades americanas? Y si no lo es,
¿cómo explicar, entonces, que es la identidad estadounidense la que con más insistencia, sistematicidad y agudeza se ha encargado de negar a la identidad americana, de subalternizarla, de despojarla de sus aspiraciones autonomistas y emancipatorias (como nuestra América) para hacer de ella una suerte de reflejo (inacabado y a menudo mal representado) de su propio modus vivendi, una especie de epifenómeno de la identidad estadounidense que, desde su propia perspectiva, sólo mediante la aceptación de los principios y los valores exportados por la cultura estadounidense será capaz de alcanzar el máximo esplendor en su desarrollo histórico?

Ahora que se celebra en California, Estados Unidos, la IX Cumbre de las Américas, volver a cuestionar lo que se entiende por América quizá no sería una necesidad accesoria o baladí, tomando en consideración la virulencia con la que el nacionalismo y la cultura estadounidenses, en los últimos años, han asediado a las naciones y las culturas de América, de a poco consumiéndolas lo mismo a través de procesos como la masificación abstracta y la mercantilización de sus propios contenidos culturales que por medio de la imposición de principios, valores y actitudes que ni siquiera alcanzarían a ser justificados como procesos sociales/naturales de mestizaje cultural. Probablemente así, en el debate público nacional, la actitud del presidente México podría ser comprendida con mucha mayor profundidad y seriedad, en lugar de seguir cayendo y reproduciendo los lugares comunes en los que
reiteran los análisis de sus detractores, según los cuales la decisión de no asistir a la Cumbre si toda
América no era convocada se dio o bien por algún delirio de grandeza mal dimensionado o bien por
algún calculo equivocado que le habría indicado a López Obrador que todo el continente seguiría su
ejemplo.

En tiempos en los que la crisis sistémica por la que atraviesa el capitalismo contemporáneo empuja cada vez más a las grandes potencias (como Estados Unidos) a profundizar su voracidad y ampliar sus niveles de agresividad sobre las sociedades periféricas para salvarse ante la debacle que se avecina, posturas diplomáticas y agendas de política exterior como las adoptadas a propósito de la Cumbre de las Américas por el titular del poder ejecutivo federal mexicano son, hoy más que nunca, fundamentales: no sólo para rescatar de las apariencias, los formalismos y la superfluidad en la que se
hallan, desde hace varias décadas, los discursos y los esfuerzos prácticos de concertación política y de
unidad regional en América (dándole un nuevo sentido y propósito a este tipo de mecanismos y estrategias de supervivencia geopolítica), sino, asimismo, para pensar creativamente en nuevas formas
de poner en práctica dichos propósitos, partiendo siempre del principio de que la fuerza de toda unidad
se halla en la riqueza de la diversidad que se ponga en juego.

*Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en estudios latinoamericanos por la Universidad
Nacional Autónoma de México, @r_zco

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