Elecciones presidenciales, democracia formal, eficracia y más – Por Carlos Alberto Gutiérrez Márquez
Elecciones presidenciales, democracia formal, eficracia y más
Carlos Alberto Gutiérrez Márquez*
La prolongada jornada electoral por la presidencia del país prosigue en Colombia, ahora en su recta final. Los anuncios de todas las campañas inundan redes sociales, al igual que las emisiones y/o ediciones de los medios de comunicación tradicionales –radio, televisión, prensa escrita–, y copan el ambiente nacional con sus mensajes. No es para menos. Son ocho candidaturas, a pesar de que la atracción de la posible masa votante la concentran solo dos, y otro par de aspiraciones aparece con menor intensidad, inquietando a unos y otras con su posible alianza, necesaria para no terminar el 29 de mayo en el ocaso.
“Es el ejercicio efectivo y la reafirmación de la más vieja de las democracias del continente”, no dudarán en afirmar los epígonos del régimen político. ‘Democracia’ fincada en la formalidad del voto, en la concreción del derecho a elegir y ser elegido, pero puesta en el cadalso por múltiples factores, entre ellos por la imparable cascada de asesinatos de líderes sociales y comunitarios, así como de firmantes de la paz pactada entre Gobierno y Farc en 2016, como lo certifican numerosas instituciones del orden nacional e internacional, entre ellas la Defensoría del Pueblo, Human Rights y Naciones Unidas, entre otras (1).
La que vivimos es una realidad de violencia que cuestiona la esencia del propio régimen político colombiano, como lo aseveran los ciudadanos preguntados por el Dane para la Encuesta de Cultura Política que el Departamento de Estadísticas nacionales realiza desde 2007 y con su más reciente ejercicio en 2021, cuyo cruce arroja que “[…] siete de cada diez ciudadanos considera que en Colombia se violan de manera consuetudinaria y sistemática los Derechos Humanos”. (Ver Libardo Sarmiento, págs. 4-7).
El cadalso es todavía más empotrado por la negación del goce pleno de otro cúmulo de derechos, entre ellos trabajo, vivienda, seguridad social y educación, por solo mencionar algunos de los que su precaria concreción despierta más inconformidad y protestas en nuestra sociedad; una inconformidad manifiesta en las respuestas brindadas por las personas preguntadas en el sondeo referido, en que aquellos resaltan –con porcentajes entre el 29 y el 31,6– como derechos que cuentan con menor garantía de protección (ídem).
Vieja contradicción
¿Podrá la democracia ser real por su solo ejercicio político, formal, pero sin soporte real en lo económico y social? ¿Primará la superestructura sobre la base o el énfasis será a la inversa?
Este es un viejo interrogante, infaltable desde la Revolución Francesa, que en la disputa interna que la caracterizó y que la llevó, durante los periodos de revoluciones y contrarrevoluciones que la marcaron, a enfatizar según el grupo social que controlaba las riendas del poder, en la prioridad de lo económico o de lo político de carácter formal. Aspectos como la esclavitud, de su extinción o prolongación, por ejemplo, dividieron a quienes propendían por una democracia garante de las formalidades (en aquellos tiempos solo garantizada para quienes tenían ciertos patrimonios y eran varones) y quienes propugnaban por una libertad efectiva, inclusive en las colonias del Imperio.
El debate está presente una vez más en el momento de la conformación de las Naciones Unidas y la redacción de la Carta de Derechos Humanos que la misma expidió, contradicción que trazó una clara frontera entre quienes defendían –como prioridad para la materialización de la democracia– el derecho, por ejemplo, a elegir y ser elegido, la existencia de partidos políticos, la igualdad ante la ley, entre otros factores, y aquellos que sustentaban que la garantía previa y efectiva para que la participación fuera real y no formal, y la igualdad no solo brillara en el papel, sino que además fuera real en la cotidianidad, radica en la prioridad que se le conceda a la concreción de los derechos económicos. En otras palabras, la base económica es prerrequisito para que la superestructura política trascienda el papel y se torne músculo en cada ser humano.
Como puede deducirse y constatarse, en aquellos tiempos de división abierta y sin velo alguno entre capitalismo y socialismo, los voceros de la propiedad privada defendían la prioridad de la superestructura, y la efectiva garantía de lo económico y social, como precondición para la igualdad política, era defendida por los diplomáticos de la extinta URSS.
Es una contradicción que se extiende en el tiempo y alcanza ecos por estos días en el régimen chino, suponiendo que se trata de un país socialista, como propagandea su dirigencia. Según su Partido Comunista, “[…] la democracia se debe medir por la capacidad del sistema político para responder a las demandas mayoritarias de la sociedad, no por su nivel de participación formal” (2).
Esta pretensión va más allá de lo planteado y buscado por la URSS misma, ya que la dirigencia del PCCh “no quiere llevar el debate acerca de la idoneidad del sistema al terreno de lo democrático-formal, ni tampoco de vuelta a las contraposiciones del pasado siglo con la ‘democracia real’ de inspiración soviética, sino centrar la hipotética competencia en el arbitrio de una legitimidad posrevolucionaria, basada en la eficacia” (ídem). Y se enfatiza en que “lo más importante no es el proceso propiamente sino la capacidad de proveer resultados en función de la demanda social”.
En esta disparidad de criterios y líneas de gobierno, Colombia, como parte de los regímenes de tinte liberal, subraya en la forma sobre el contenido, lo que sobresale, en la encuesta del Dane acá retomada, en su batería de preguntas mayoritariamente orientadas por la forma. Una prioridad, y las respuestas brindadas por las personas encuestadas, que deja abierto el preocupante interrogante sobre cómo logró la dirigencia capitalista y global, con su particularidad colombiana, deslindar la democracia de los derechos económicos, como queda expuesto a continuación:
En 2021, el porcentaje de personas de 18 años y más, según lo que consideran debe existir para que un país sea democrático, coincide en dar prioridad (más del 70% de los encuestados) al derecho a elegir y ser elegido (81%), autoridades elegidas por voto popular (75,3%), representación igualitaria entre hombres y mujeres (75,2%), elecciones periódicas (73,8%) y mecanismos para que los ciudadanos participen en la gestión pública (73,1%). En menor medida, los ciudadanos sopesan la importancia del sistema judicial (69,7%), el equilibrio de poderes (69,4%), la existencia de partidos políticos o movimientos sociales (59,5%), el Congreso (58,1%) y la centralización del poder (44,2%) (ídem, Libardo Sarmiento).
Estamos ante todo un fenómeno de colonización ideológica, producto del cual el empobrecimiento, por ejemplo, termina asumido por un importante segmento de nuestra población como el producto de incapacidades personales, de falta de malicia, de ausencia de esfuerzo, de carencia de inteligencia, entre otros factores totalmente irreales. La responsabilidad del sistema, de la política económica y social priorizada por la clase social a cargo del gobierno desde dos siglos atrás, no aparece por parte alguna.
En esas condiciones, el reclamo por el incumplimiento de los derechos sociales y económicos, así como ambientales y culturales, queda al margen de las condiciones para garantizar la concreción de una efectiva democracia, no solo liberal sino igualmente social; una democracia delegativa pero además directa, participativa, radical, plebiscitaria, como deben ser las democracias del siglo XXI.
En el camino hacia la materialización de este reto, la participación y el poder decisivo de la gente –no solo de opinar y de elegir (delegar)– es fundamental, ya que el debate abierto entre todos los sectores sociales y clases es el componente que permitirá la construcción de consensos o al menos de mayorías, que no excluyan ni desconozcan los derechos de todas las personas que habitan este territorio, no solo de algunas de ellas.
De modo que un ejercicio de debate y perfilamiento de políticas públicas en todos los campos deberá llevar a que los gobiernos, y la cabeza de los mismos, no puedan hacer lo que se les antoje, debiendo seguir en todo momento los límites y las rutas que les marquen sus gobernados, y no solo el órgano legislativo o el judicial. Las democracias de nuevo tipo deben ser abiertas, con multitud de instancias deliberativas y de decisión, cruzando efectivamente los territorios y sus poblaciones.
Un ejercicio de la política cotidiana y del gobierno que debe alimentar en todo momento la politización de los gobernados para que no deleguen y sí abracen con todo su cuerpo el diseño y el perfilamiento de sus vidas. De así lograrse, la base y la superestructura andarán como un cuerpo, garantizando la participación directa de la totalidad social pero, asimismo, con prioridad, la satisfacción de las necesidades de todo orden del conjunto que somos, para concretar de tal modo la señalada eficracia que reclama la dirigencia china como expresión de la particularidad de su régimen político.
Un logro así, para ser extendido a Occidente y todas las sociedades que están marcadas por su herencia ideológica y política, debe ir mucho más allá, propiciando y garantizando el control de la cosa pública por parte del conjunto social, pues las sociedades no pueden quedar sometidas a las decisiones de una casta, a sus caprichos e intereses, disfrazados con múltiples caretas.
Sin duda, la innegable condición para hacer de la democracia un contenido real y no solo formal radica en la inclusión cada vez más decisiva de las mayorías, en cuyas manos –y como garantía para concretar muchos de sus derechos– también deben reposar los bienes estratégicos del país, como las infraestructuras de energía, agua, transporte, educación…, así como otros fundamentales, aunque no tengan tal rango. Así, nuestras sociedades no solo materializarían la prioridad de lo público sino que además darían un paso adelante, concretando lo común, soporte efectivo de lo que aquí se reclama.
Una dualidad histórica, un referente y un reto tales alcanzan prioridad en medio de la crisis de todo orden que marca al actual sistema político, desnudado en algunas de sus falencias –por ejemplo, por la crisis de salud pública (covid-19) que aún impacta a la humanidad como un todo–, y también desprovisto de sus ambigüedades y en sus manipulaciones ideológicas por la crisis interimperialista que hoy gana mayor realce en territorio ucraniano.
Una realidad así debiera propiciar que, en el debate político y electoral como coyuntura, este tipo de debates ganara prioridad, llevando de la mano la necesidad de superar viejas y vetustas formas de la política, superadas por la realidad de nuestras sociedades, tan complejas por la cantidad de seres vivos que las integran y el impostergable reto de garantizarles calidad y dignidad, en la diversidad de sus grupos sociales, así como por la multiplicidad de retos que deben encarar, como los recursos de todo orden a los cuales pueden acudir para enfrentarlos y superarlos.
Entre los recursos indispensables, en primerísimo orden, está el factor humano, sin cuyo compromiso consciente, total, es imposible superar las crisis que hoy enfrenta la humanidad, ni los atizados conflictos que agobian y polarizan a la sociedad colombiana, entre ellos el armado, con su ola creciente de asesinados y crisis de Derechos Humanos de todo tipo, posibles de encarar de manera radical y definitoria si los 50 millones de seres que habitamos esta parte del mundo nos asumimos como parte fundamental de la solución.
Estamos ante un debate trascendental y también ante un reto en el que –y en eso tienen razón los voceros chinos– la democracia no puede ser solo una, y su certificación no puede estar en manos de ninguno de los imperios o las potencias de segundo o tercer orden, sino que su concreción se debe dar a través de diversos énfasis, dependiendo estos de las particularidades de cada país. Pero en este jardín de muchas flores hay una que se debe abonar con todo celo, para que destaque por su belleza y aromas, y es la participación decisiva de los millones que somos. La democracia será real si la principal y última voz en todos los asuntos decisivos de una sociedad reposa en la movilización y participación activa de ese conjunto humano, producto de la cual, de sus debates y tensión de fuerzas, surgen mayorías que marcan ritmos y prioridades en el ejercicio del gobierno.
Una participación de tal naturaleza es deseable y posible, con todos los recursos y en pos de propiciar la realización plena de las necesidades de toda la población, de manera que la misma supere el reino de la necesidad y llegue al de la libertad, como ya lo plantearon en su momento los clásicos del marxismo. Es una realización, al unísono, de la solidaridad entre pueblos, de modo que ninguno, por lejano que lo veamos y por necesitado que esté, tenga que sucumbir ante la precariedad de recursos con que cuenta ni ante la indiferencia de sus semejantes, que es toda la humanidad, hermanada como especie y naturaleza.
Las elecciones presidenciales del 29 de mayo debieran ser motivo, espacio y ocasión para politizar y encauzar a la sociedad hacia la ruta que analizamos. No hacerlo es perder una ocasión de oro, sujetando a millones de personas en viejos moldes de vida y referentes de democracia que niegan la realidad al priorizar la forma sobre el contenido.
Notas
- https://www.hrw.org/es/news/2021/02/10/colombia-graves-deficiencias-en-la-proteccion-de-lideres-sociales
https://www.defensoria.gov.co/es/public/contenido/7399/Homicidios-de-l%C3%ADderes-sociales-y-defensores-de-DDHH.htm
https://news.un.org/es/story/2022/02/1504592.
2. Ríos, Xulio, “Eficracia”, la nueva marca política de la China de Xi Jinping”, https://www.desdeabajo.info/politica/item/45053-eficracia-la-nueva-marca-politica-de-la-china-de-xi-jinping.html.
* Director de Le Monde diplomatique, edición Colombia