Lula vuelve: ¿y ahora qué? – Por Ignacio Pirotta

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La anulación de las condenas contra Luiz Inácio Lula da Silva por parte de un juez de la Corte Suprema de Justicia alteró un escenario político ya atravesado por la crisis y la incertidumbre. El ex-presidente busca proyectarse nuevamente como estadista frente al desgobierno de Jair Bolsonaro en relación a la pandemia de covid-19. Pero hay que ver cómo opera el antagonismo «petismo»/«antipetismo» que atraviesa a la sociedad brasileña. Y si el Partido de los Trabajadores logra recuperar a sectores de clase media y trabajadora que perdió en los últimos años.

«Estoy viendo la destrucción del país. Estoy viendo la destrucción de la esperanza de los brasileños. Y estoy viendo que nosotros tenemos dificultades para reaccionar». Esa fue la primera definición política que dio Luiz Inácio Lula da Silva en Recife, Pernambuco, el 17 de noviembre de 2019, en su primer acto después de ser liberado de la prisión en Curitiba. Luego prosiguió hablando de su injusta prisión, del ex juez Sergio Moro, de la cadena O Globo y del «golpe» contra Dilma Rousseff. El énfasis —completamente justificable, dadas las circunstancias— estaba puesto en la persecución contra él y su partido.

El Partido de los Trabajadores (PT) se encuentra desde hacía tiempo sin un discurso que interpele a las mayorías, como si no pudiese salir del arrinconamiento político y judicial y, por consiguiente, de la defensa de sí mismo. Del «no habrá golpe», al «Lula libre». Ahora, con la anulación de las condenas por parte de un juez de la Corte Suprema de Brasil, el ex-presidente recupera sus derechos políticos, lo que le ha dado al PT una posibilidad tangible de recuperar el poder y ello se reflejó inmediatamente en un cambio de postura. El partido fundado en 1980 ha estado enfocado principalmente en recuperar su carta más poderosa: el ex-presidente de origen obrero.

Con su liberación, el PT recuperó la capacidad de reacción. En el discurso de la semana pasada, luego de la anulación de las sentencias en su contra, Lula logró, después de mucho tiempo, poner el énfasis en el proyecto de país. La energía de la gestualidad estuvo centrada en criticar al gobierno y en desarrollar una propuesta, y no ya en la defensa de sí mismo. Lula logró recuperar densidad política y articular un discurso como construcción de sentido, pero también diálogo y articulación con otros sectores. No faltaron las referencias a la persecución, pero fueron como una introducción necesaria, dada la reciente anulación de las sentencias, para luego hablar de Brasil. «Vamos a dialogar con todos los actores políticos», anunció. Ese fue, evidentemente, el otro gran giro. Desde hacía mucho tiempo, el PT no mostraba vocación de dialogar con sectores más allá de los ideológicamente afines. Fernando Haddad, ex-ministro de Educación y ex-alcalde de San Pablo, fue mucho más contundente en una entrevista posterior a la CNN Brasil. En su opinión, Lula va a construir alianzas con un abanico lo más amplio posible de partidos, «no pensando en ganar las elecciones, sino pensando en gobernar».

Lula dejó el poder el 1 de enero de 2011 con un 83% de aprobación y 4% de desaprobación, según el instituto Ibope. No es necesario volver sobre los tantas veces mencionados logros de su gestión. Los millones que salieron de la pobreza, la sexta economía mundial, la clasificación de Brasil como país emergente. Sin embargo, el regreso de Lula al poder es posible, pero está lejos de ser sencillo. ¿Cómo se explica esa dificultad si Brasil vivió uno de los mejores momentos de su historia durante su gobierno? «Nunca fuimos tan felices», decía la tapa de la revista Isto É de agosto de 2010. «Los brasileños son llevados por el sentimiento de bienestar, comprando más autos, viajando más, comprando casa propia y realizando sueños hasta entonces intangibles», explicaba la portada. Analizar las posibilidades de Lula para 2022 requiere repasar, al menos sucintamente, qué sucedió en estos años, por qué el PT perdió terreno entre el electorado, la fuerza del antipetismo y la posición actual de los otros jugadores, incluyendo al presidente Jair Bolsonaro.

Lula da Silva fue electo presidente por primera vez en 2002 en un país en el que, como indican los estudios del Instituto Datafolha, la mayoría se autodefine como conservadora y de derecha, pero en el que la izquierda siempre tuvo un espacio político considerable. Para lograr el triunfo fue necesario un viraje hacia el centro, una política de alianzas con el empresariado nacional y la ya famosa «Carta al pueblo brasileño», que selló su compromiso con el mercado. Luego de tres derrotas en las presidenciales (1989, 1994 y 1998), el PT rompió su techo electoral y los votantes le dieron a Lula, líder de un partido claramente ubicado en la izquierda, su primera oportunidad como presidente.

En 2005, el caso de corrupción conocido como Mensalão pareció acabar con las posibilidades de reelección. Pero estaba teniendo lugar la reconfiguración electoral que el politólogo André Singer describió luego en su artículo «Raíces sociales e ideológicas del lulismo». Sectores de clase media y de la clase trabajadora tradicional dejaron de apoyar al gobierno, pero este incorporó a sectores de bajos ingresos, históricamente conservadores, como resultado de la combinación de una serie de políticas: el plan Bolsa Familia, los aumentos del salario mínimo, los créditos, el aumento del consumo, las inversiones, el crecimiento del trabajo registrado. El fenómeno sería más notorio en el Nordeste, desde entonces la región donde el PT sería más fuerte en detrimento de San Pablo. A pesar del escándalo del Mensalão, que dejó raída la bandera anticorrupción del PT, en las elecciones de 2006 el pueblo brasileño le dio a Lula una segunda oportunidad para presidir el país. Y lo mejor vendría en ese segundo mandato.

David Samuels y Cesar Zucco explican en su libro Partisans, Antipartisans, and Nonpartisans: Voting Behavior in Brazil (Partidarios, antipartidarios y no partidarios: El comportamiento electoral en Brasil) que para entender cómo se manifiesta el sistema de partidos brasileño entre el electorado es necesario ir más allá de la identificación partidaria de los ciudadanos y observar con mayor detenimiento el fenómeno del «antipartidismo» —entendido como la oposición a un partido determinado—. Según los autores, el PT es el único que cuenta con cantidades significativas de partidarios entre el electorado, convirtiéndose en el principal ordenador de las preferencias. Los petistas y su contracara, los antipetistas, le dan sentido al sistema. Desde 1994, las elecciones presidenciales se ordenaron a partir del binomio Partido de los Trabajadores/ Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, centroderecha), pero entre el electorado las identidades predominantes siempre fueron petismo/antipetismo. Esto explicaría la estrepitosa pérdida de votos del PSDB en 2018 y la emergencia de Jair Bolsonaro como representante del campo antipetista. Por consiguiente, analizar las posibilidades electorales de Lula en 2022 requiere, entre otras cosas, ponderar la correlación de fuerzas entre petismo y antipetismo.

Los últimos años de la política brasileña han sido de consecutivas victorias del antipetismo. La declinación del PT comienza, de hecho, luego de los gobiernos de Lula, con la ola de protestas de junio de 2013. En 2014, Dilma Rousseff ganó la reelección en segunda vuelta contra Aécio Neves por apenas tres puntos porcentuales de diferencia y, en 2015, la operación Lava Jato funcionó a todo vapor y el país entró en recesión al mismo tiempo que Dilma continuaba con el giro económico hacia la ortodoxia y el ajuste, abandonando sus propias banderas políticas.

La consecuencia fue el derrumbe total de la aprobación del gobierno, las manifestaciones callejeras, la crisis económica y un escándalo de corrupción. Sin dudas, detrás del impeachment hay una serie de razones muy específicas. Como explica Fernando Limongi en su artículo «La crisis actual y el debate institucional», publicado en 2017, el objetivo de Michel Temer y Eduardo Cunha —los principales impulsores del impeachment— era escapar de la operación Lava Jato. Por ello, para destituir a la presidenta utilizaron el argumento del «maquillaje fiscal» y no los vinculados a las denuncias de corrupción. En 2016, la dimensión de la crisis era tal que hubo quien dentro del PT propuso cambiar el nombre del partido. En las presidenciales de 2018, el PT obtuvo 30% de los votos en primera vuelta, lo que lo situó en los niveles de la década de 1990. En las municipales de 2016, con todas las particularidades que tienen este tipo de comicios, el antipetismo fue contundente. En 2020 siguió mostrando, aunque en menor medida, su fortaleza. La semana pasada, según el Instituto de Opinión Pública Paraná Pesquisas, 57,5% de los brasileños dijo estar en contra de la anulación de las sentencias contra Lula. Según CNN/Real Time Big Data, el porcentaje era del 54%.

La operación Lava Jato no se reduce a la persecución judicial contra Lula y a todos los atropellos al debido proceso que fueron notorios desde el comienzo. La magnitud del esquema de corrupción descubierto hizo caer a políticos y ministros de diferentes colores partidarios, pero también a grandes empresarios. Eike Batista, el brasileño más rico, sexto en el ranking mundial de la revista Forbes en 2012, fue preso en 2017. La dimensión y el impacto del Lava Jato fue enorme. Lula puede no haber sido el jefe de la asociación ilícita como denunciaron los fiscales liderados por Deltan Dallagnol y su lamentable PowerPoint, pero los hechos de corrupción tuvieron lugar durante su presidencia. Su partido estuvo claramente entre los beneficiados.

La percepción de que esto es así parece ser el motivo por el cual la filtración de los chats entre Moro y los fiscales, iniciada a mediados de 2019 y que todavía continúa a cuentagotas, no movió el amperímetro de la opinión pública en favor de Lula. Pero la obscena parcialidad y las operaciones judiciales que muestran las filtraciones sí han cambiado la imagen que se tenía de Moro en la sociedad y el respeto a su figura que reflejaban los medios de comunicación. Lo más importante es que se incluyeron elementos que pueden carecer de valor probatorio (los mensajes fueron obtenidos de manera ilegal y ello los anula como prueba) pero que modificaron la actitud de los miembros de la Corte Suprema hacia Lula y la Lava Jato. Sin las revelaciones de los mensajes, era poco probable la anulación de las sentencias. Todo indica que la decisión del juez Edson Fachin de anular las condenas contra Lula por la cuestión de la jurisdicción tenía por objetivo evitar el tratamiento en la Corte de la falta de imparcialidad de Moro, tal vez dando la posibilidad de que la sentencia sea ratificada en el Distrito Federal. Fachin no pudo evitar que la Corte comience a tratar la falta de imparcialidad la semana pasada y el propio juez, otrora «lavajatista», dijo que los mensajes de Moro y los fiscales «no se pueden esconder debajo de la alfombra».

El clivaje petismo/antipetismo es fundamental, aunque tampoco lo explica todo. Lula tiene la capacidad de ampliar los apoyos del PT. De haberse podido presentar en 2018, su candidatura hubiese obtenido más que el magro 30% que consiguió Fernando Haddad en primera vuelta. Pero la fuerza del antipetismo impone límites. Y, al mismo tiempo, podría operar una disputa por la reconfiguración y el liderazgo del campo antipetista.

Es cierto que las preferencias políticas de los brasileños han ganado mayor complejidad con la emergencia del bolsonarismo, el cual ciertamente representa a la derecha radical. El bolsonarismo, que comenzó a tener volumen hacia 2016, tiene un núcleo del 20%. El 46% que obtuvo en la primera vuelta de 2018 fue un espejismo, algo que quedó de manifiesto con la inmediata caída de la aprobación una vez llegado al gobierno. Pero la aparición del bolsonarismo también ha dado lugar al surgimiento de los «ni-ni», aquellos que no quieren ni a Bolsonaro ni a Lula. De acuerdo a la reciente encuesta del IPEC, publicada en la revista Piauí, los «ni-ni» representan 20% del electorado.

Otro sector a considerar es el de los «si-sí», aquellos que expresan que pueden votar tanto a Bolsonaro como a Lula. Según IPEC, alcanzan un 10% de la población. Este otro sector es uno de los motivos por el cual el primer perjudicado con el «regreso» de Lula es Bolsonaro. La predisposición a votar a uno o al otro (en algunos casos sin excluir a terceros) es un problema para el actual presidente, que todavía no encuentra un Norte claro para su gestión. Son varios los aspectos donde ese déficit se hace más perceptible: desde la ambivalencia entre apoyarse en su núcleo radical o buscar ser más amplio, hasta los cambios en el estilo y la estrategia de comunicación del presidente. Pero donde más se nota es en el terreno económico. Más allá del fuerte apoyo al sector agropecuario y algunas reformas de tipo liberal, a grandes rasgos el gobierno de Bolsonaro siempre se encuentra a medio camino entre la responsabilidad fiscal y el aumento del gasto o las privatizaciones y la intervención estatal.

Si no hay solución para la creciente inflación, el desempleo y la inminente recesión, los «si-si» podrían darle la bienvenida a Lula. Como escribió Márcio Coimbra en enero pasado, Bolsonaro es más intuición que estrategia y ante la complejidad del escenario actual no se puede descartar que no llegue a la segunda vuelta de las elecciones que tendrán lugar dentro de casi un año y medio. Más que favorecer a Bolsonaro por vía de la polarización, la elegibilidad de Lula le mueve el piso al actual presidente de la mano de los «si-si».

Esto nos lleva a analizar el campo de lo que podríamos denominar como el de la «derecha tradicional». Aunque no tiene ningún presidenciable fuerte, por su tamaño y estructura en el nivel municipal y estadual, el PSDB puede volver a ser parte de un armado que dispute con el PT. Por fuera, danzan en las encuestas de intención de voto los nombres del propio Moro, fuertemente debilitado luego de su paso por el gobierno de Bolsonaro como ministro de seguridad pero que mantiene 10% sin moverse de su casa. Y en menor medida, Luciano Huck, conductor de espectáculos en O Globo, con entre 6 y 9%. Este sector, que no tiene nombres definidos y en el que abundan los hipotéticos precandidatos y la falta de coordinación, es sin embargo un potencial ganador con la participación electoral de un Lula que le quita votos a Bolsonaro. Pero el escenario no está para nada definido. Con Lula en el ring y el actual escenario económico, la tendencia es que Bolsonaro pierda fuerza y que Lula pueda alcanzarlo en intención de voto. ¿Cuál va a ser el tamaño de la sangría para el actual gobierno? ¿Qué tan duro es el núcleo bolsonarista? ¿A la derecha tradicional le alcanzaría con ganar el campo antipetista? Bolsonaro tiene por ahora la maquinaria y la iniciativa a su favor.

En la centroizquierda se destaca la figura de Ciro Gomes, con su proyecto de «desarrollismo nacional» y su estrategia de absorber el voto de la clase media desencantada con el PT. Con el carismático Lula en la cancha, el trabajo es más difícil para Gomes, quien por otra parte tiene poca llegada a los sectores de más bajos ingresos. Marina Silva ya no tiene el potencial que alguna vez tuvo (20% de los votos en 2010 y 2014), pero podría sumar como vicepresidenta, tanto para Gomes como para Lula. El Partido Socialista Brasileño (PSB) también está en una encrucijada importante con la vuelta de Lula. Sin este, el PSB se encaminaba a construir «fuera de los extremismos»; pero con Lula en la vereda de enfrente se le puede complicar retener el gobierno de Pernambuco (en la región del Nordeste) y este estado suele definir la estrategia de los socialistas.

En lo que concierne al PT y su relación con el electorado, la óptica para analizar la posibilidad de que Lula da Silva vuelva al poder no es la de la narrativa del «golpe» contra Dilma y la del líder popular que fue perseguido judicialmente e imposibilitado de competir en una elección que de otro modo hubiera ganado. El proceso de Brasil de los últimos años indica que el PT ha perdido terreno y que Lula ya no goza de la confianza de una parte considerable de la sociedad. Con él en el poder, Brasil vivió una de sus mejores épocas ¿Tendrá Lula una tercera oportunidad?

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