Repensar la agenda de política exterior desde la incertidumbre del “no saber” – Por Mladen Yopo
Por Mladen Yopo*
Hoy la política exterior se enfrenta a complejidades e interacciones múltiples prevalecientes de un mundo globalizado, en cambio, contradictorio e incierto (cambiaron las preguntas y las respuestas en diversa dimensiones), de luchas hegemónicas que han sobrepasado lo político-económico y que geoestratégicamente han llegado hasta el espacio ultraterrestre (la Luna y Marte), de resurgimiento de populismos autoritarios que amenazan la democracia, y a las presiones activas de sociedades maduras y demandantes con poca paciencia, entre otras. Esta ecuación explosiva exige, por lo mismo y en una concepción de círculos concéntricos, en primer lugar, la voluntad de afianzar y desarrollar las relaciones más estratégicas y menos securitizantes con los países vecinos (Argentina, Bolivia y Perú), con los cuales compartimos una agenda compleja y bastante complementaria, aprovechando los instrumentos ya suscritos y fomentando otros, en la perspectiva de dinamizar las acciones de cooperación e integración en función del codesarrollo, la coprosperidad, el fortalecimiento de la gobernanza democrática y una seguridad subregional compartida.
Al leer tres columnas sobre política exterior publicadas recientemente en El Mostrador (una agregaba la seguridad internacional y defensa) y más allá de concordar con algunos de sus planteamientos, me dio la sensación de un cierto conservadurismo parcial y obsoleto en el análisis de la realidad internacional y sus desafíos (un poco más de lo mismo me dijo alguien cuando se lo comente). Un par de estas columnas se quedaban en la designación de las autoridades ministeriales, el nombramiento de embajadores o en la securitización de la agenda internacional a partir de la enumeración/alerta de una serie de conflictos/desafíos. Solo una de ellas apuntaba en un sentido más prospectivo y complejo al relevar la necesidad de fortalecer la sinergia regional (recuperar UNASUR y la unidad en la diversidad) en un mundo donde la incertidumbre es la constante del momento. A partir de este resultado, recordé el texto que mandó uno de los integrantes de “Analista x Boric” del filósofo y ensayista Daniel Innerarity: “Los retos de la filosofía en tiempo de incertidumbre” y que me pareció pertinente como marco conceptual para analizar la política exterior del futuro gobierno en Chile.
En él, Innerarity se preguntaba ¿de dónde procede tanta incertidumbre? y se respondía que “de nuestra dificultad de entender (el no saber) y gestionar la complejidad. El filósofo español señala que “vivimos en un mundo en el que aumenta la complejidad y la densidad de las interacciones; las estructuras sociales adquieren cada vez más la forma de redes horizontales; el exceso de información no puede ser completamente procesado por nuestros instrumentos de análisis (tradicionales); la identidad personal es más discontinua y compuesta”. Innerarity enfatiza que hoy la realidad nos golpea “con tantas situaciones no previstas” y/o, visto desde otra perspectiva, (nos) “desmiente tan frecuentemente nuestras previsiones”. Entonces la pregunta que le surge es “si nuestros sistemas de gobierno han desarrollado la capacidad de gestionar esta incertidumbre (el no saber)”. Agregando que “para los políticos resultan más interesantes las pequeñas ganancias en el corto plazo que las grandes de largo plazo vinculadas a oportunidades inciertas. Este comportamiento coincide con una cultura administrativa conservadora de control que tolera muy mal (yo digo simplemente no tolera) la incertidumbre que generan las relaciones de confianza. El mundo político sigue seducido por la idea de control y de ahí procede su especial dificultad para entender y gobernar en estos nuevos escenarios (cambiantes).
En el caso de la política exterior, desde las miradas del poder jerárquicos (“cocinas” cerradas) y las burocracias que han estado a cargo de ella en los últimos años y pretende volver personalmente o a través de sus “operadores”, han puesto especial énfasis en un economicismo bastante puro (de ahí, por ejemplo, elevar el tema con la Subsecretaría de Relaciones Económicas) y la administración/control, lo que ha derivado en una mirada “minimalista” del mundo que ha tendido a desmerecer la reflexión/gestión horizontal, integral y estratégica. Esto, entre otros, ha derivado en estructuras anquilosadas y cerradas (se ha limitado toda modernización) donde las preocupaciones de funcionarios capaces y creativos se ancla más en las destinaciones o que la culminación de la carrera llegue a embajador en vez del desarrollo proactivo de su área (dentro de un marco conceptual de la incertidumbre, los embajadores hoy deben ser más bien gestores/emprendedores y no meros administradores). Como lo expresa Edgar Morin, entonces, se ha producido una inadecuación (una contradicción) entre las decisiones, acciones y saberes desarticulados y fragmentados (simplistas, mecánicos, desde un mundo lineal) con que procede la política exterior en diversos momentos, con realidades, desafíos y/o problemas cada vez más inciertos (el no saber), complejos, transdisciplinarios, transversales, globales y de impacto multidimensional.
Genérica y tradicionalmente, la política exterior se define como el conjunto de principios, decisiones, políticas y acciones públicas que toma el gobierno de un Estado en función de los llamados “objetivos nacionales” y en relación con los demás actores del sistema internacional. Al hablar de la política exterior también es común señalarla como una política de Estado y que se diferencia a la política de gobierno. Melina Guardamagna y Walter José Cueto, definen la política de gobierno como aquella que se circunscribe a una gestión en particular y responde a los intereses, criterios y razones ideológicas de la administración que la concibió y la sostuvo (Foro para el Progreso de América del Sur – PROSUR, por ejemplo). Una política de Estado, sin embargo, es más duradera por cuanto (se supone) responde a intereses más generalizados, tiene “consensos extendidos” que le dan continuidad. Supone una determinada modalidad de intervención estatal en relación a una cuestión que concita la atención, interés o movilización de la sociedad y sus organizaciones. Esto sería así porque el Estado, a través de sus políticas suele representar valores que son esenciales para el desarrollo de la sociedad en su conjunto más allá del componente ideológico (las políticas de gobierno en todo caso pueden proyectarse a política de Estado).
Pero, y sin equivocarnos, podemos hablar de la política exterior como política de Estado? Camila Vergara en su artículo “El liberalismo político y la oligarquización del poder”, dice que hoy “el poder político es de facto oligárquico. Las personas que deciden sobre leyes, políticas públicas y el grado de protección de los derechos individuales forman parte del 10% más rico y, por lo tanto, tienden a tener los mismos intereses y cosmovisión de los poderosos que más se benefician del status quo”. Por tanto y desde mi punto de vista, tanto las llamadas políticas de gobierno y las de Estado, más allá de que sean populares y/o mantengan continuidad, les falta al menos una mayor legitimación de ese amplio consenso democratizador en la cual se deben anclar las políticas de Estado propiamente tal (eso sin considerar aquellas patentemente contradictorias como el Acuerdo Transpacífico – TPP11).
Esta realidad, por tanto, exige que la política internacional se empodere/legitime a partir de la sinergia participativa del nuevo “contrato social” que impuso la movilización social, vale decir, que se convierta en una más compleja y sistémica (nacional) y que esté normada en su esencia en la nueva Carta Magna desde una perspectiva conceptual democrática (el realismo en política exterior no puede dejarse desprovisto de anclajes contextuales, valóricos y normativos que represente al país diverso). A ello se suma el hecho, como dice Innerarity, que “la sociedad moderna ha confiado en poder (en el Estado a través del gobierno) adoptar las decisiones políticas y económicas sobre la base de un saber (científico), racional y socialmente legitimado, (sin embargo) los persistentes conflictos sobre riesgo, incertidumbre y no-saber, así como el continuo disenso de los expertos, han demolido tal confianza.
Por lo mismo, una política exterior de Estado debe integrar coherentemente los intereses de toda la sociedad y englobar flexiblemente las acciones de todos aquellos actores nacionales que interactúan con incidencia en el exterior de modo de fortalecer la acción del Estado a través de del consenso y la coherencia. Hablamos, en este sentido, no sólo de potenciar un diálogo político multinivel más allá de las estructuras formales y de potenciar la cooperación con los distintos ámbitos del saber, sino que des-encapsular la toma de decisiones a través de un Sistema Nacional de Política Exterior con la participación de las organizaciones e instituciones gubernamentales, de la sociedad civil, de la ciudadanía, de las regiones y de la diversidad nacional a través de Consejos Regionales de Política Exterior (incluida la Región Exterior, como actores-redes fundamentales en este mundo globalizado). Esta realidad participativa no solo permitirá una política exterior más coherente y sinérgica para tratar con la incertidumbre y el no saber al homologar la acción externa de diversos actores de la diplomacia y la paradiplomacia, sino que repercutirá en un desarrollo interno más estable (a través de las decisiones conjuntas) y equitativo a través de la protección y distribución de inversiones, fomento del turismo y otros. Así generamos y legitimamos una verdadera política de Estado en el contexto del “populismo democratizador” en que vivimos. Innerarity resalta que “este cultivo de la incertidumbre puede resultar en un inesperado factor de democratización. Precisamente allí donde nuestro conocimiento es incompleto son más necesarias instituciones y procedimientos que favorezcan la reflexión, el debate, la crítica, el consejo independiente, la argumentación razonada y la competición de ideas y visiones”, el pensamiento prospectivo.
Hoy la política exterior se enfrenta a complejidades e interacciones múltiples prevalecientes de un mundo globalizado, en cambio, contradictorio e incierto (cambiaron las preguntas y las respuestas en diversa dimensiones), de luchas hegemónicas que han sobrepasado lo político-económico y que geoestratégicamente han llegado hasta el espacio ultraterrestre (la Luna y Marte), de resurgimiento de populismos autoritarios que amenazan la democracia, y a las presiones activas de sociedades maduras y demandantes con poca paciencia, entre otras. Esta ecuación explosiva exige, por lo mismo y en una concepción de círculos concéntricos, en primer lugar, la voluntad de afianzar y desarrollar las relaciones más estratégicas y menos securitizantes con los países vecinos (Argentina, Bolivia y Perú), con los cuales compartimos una agenda compleja y bastante complementaria, aprovechando los instrumentos ya suscritos y fomentando otros, en la perspectiva de dinamizar las acciones de cooperación e integración en función del codesarrollo, la coprosperidad, el fortalecimiento de la gobernanza democrática y una seguridad subregional compartida. Temas como la dimensión jurídica del triángulo terrestre con Perú, por ejemplo, podrían concluir en una solución más política como ocurrió en la mayoría de las disputas con Argentina a partir del diálogo presidencial.
La vocación latinoamericana del progresismo y de un realismo fundado en que el nuevo equilibrio de poder internacional se decidirá entre los poderes regionales, es decir, entre países-continentes y en zonas/espacios que sean capaces de generar una “región-Estado”, como el caso de la Unión Europea como lo expresó Henry Kissinger, por ejemplo, resalta estratégicamente como segundo circulo esencial el quehacer externo el ámbito el regional. Más allá del afianzamiento de las relaciones bilaterales, y basado en un concepto de regionalismo abierto y desideologizado (unidad en la diversidad y no en una ola rosada o roja), a diferencia de lo practicado por los presidentes empresarios de derecha que lideraron la región en los últimos tiempos y reimpusieron el clivaje ideológico con efectos muy negativo (más allá de estar en un momento de aparente reversión de esa corriente) y/o de algunas tendencias nacionalistas trasnochadas hoy fortalecidas por una tribalización (un nosotros que a veces defiende pequeñeces) impulsada por la pandemia del covid 19 y la incertidumbre, debemos fortalecer el diálogo en función de la integración y cooperación regional reforzada, reactivando UNASUR y sus 12 comités como el principal instrumento de cooperación e integración sudamericano, dinamizar instancia de coordinación y diálogo como CELAC y promover fundiendo y/o homologando políticas y estándares de otros organismos subregionales y bilaterales (CAN, ALBA, MERCOSUR, SICA, etc.). En el caso de la Organización de Estados Americanos (OEA) y rescatando alguno de sus órganos, éste debe tener una “refundación” tendiente a despojarla de los estertores de la Guerra Fría que la acompañan, especialmente bajo la conducción de su actual Secretario General, Luis Almagro. La consagración de los llamados intereses nacionales de Chile pasan, sin duda, por la sinergia de la cooperación regional: los “lone-ranger” de estatura intermedia-pequeña como Chile tienen y tendrán escasa incidencia en este mundo global. Entonces, entre otros, porqué no imaginar en el mediano plazo una agencia espacial sudamericana a la usanza de la European Space Agency.
En el ámbito global (tercer área/círculo), en el marco de una interdependencia compleja y la existencia de desafíos globales multidimensionales, como la aguda crisis climática que ya nos ha puesto una gran tarjeta roja como los constató la ciencia en Glascow; la revolución científico-tecnológica y su impacto en todos los aspectos de la vida; la propagación de viejos y nuevos desafíos (narcotráfico, crimen organizado, pandemias, migraciones masivas que no se solucionan con controles fronterizos inteligentes, conflictos armados de diversa índole, nuevas disputas hegemónicas con carrera armamentista incluida y nuevos espacios de disputa geopolítica, entre otros); y las movilizaciones/protesta ciudadanas por sociedades más igualitarias e inclusivas que superen el “darwinismo social” creado por el modelo neoliberal y acentuado por la pandemia del COVID-19 (donde los ricos son más ricos y los pobres más pobres), entre otros, no sólo se necesitan nueva conceptualizaciones (co desarrollo, soberanía inteligente, economía sustentables en sus variadas dimensiones, etc), sino que una la política exterior proactiva y colaborativa. Esta, desde un liderazgo conceptual, debe tener una clara sintonía (alineamiento proactivo) con la generación de una gobernanza global más humanitaria y democrática, fortaleciendo un multilateralismo amplio y positivo (por ejemplo, reformando el Consejo de Seguridad de la ONU, de modo de democratizar esta instancia para que represente mejor el mundo actual), la prevención y la resolución temprana de los conflictos, entre otros, teniendo en consideración las potencias tradicionales y emergentes (Estados Unidos, Europa, Rusia, China, India), países similares/like minded (Nueva Zelanda, Canadá, Europeos y Nórdicos) y emergentes (de África y Asia).
Para la gobernanza democrática, no da lo mismo cualquier política u organización para su cara interna y externa, y menos ante una ciudadanía observante. Necesitamos, por tanto, de una nueva la política exterior para la complejidad y la democracia que sea capaz de “aprender a gestionar esas incertidumbres que nunca pueden ser completamente eliminadas y transformarlas en riesgos calculables y en posibilidades de aprendizaje” como dice Daniel Innerarity.