Colombia | El infantilismo mental. Crítica al intelectual pordiosero – Por Philip Potdevin
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Philip Potdevin(*)
De niño venía de vacaciones a la helada Bogotá a casa de mi abuela paterna, una anciana rezandera que tenía en una esquina de su habitación un altar adornado con imágenes de santos y veladoras peligrosamente encendidas. El piso era de madera y la habitación rezumaba un vaho asfixiante aumentado por la abundancia de colchas y cortinas y ruanas y ropa sobre las sillas y la cama.
En mis ingenuos ocho años, ajeno a tanto vapor celestial pero lleno de curiosidad, pregunté a la venerable señora, encorvada y arrugadas sus manos y rostro: “Abuelita, quiero ir a cielo, deseo conocerlo y estar allí, ver cómo es”. Ella guardó silencio y dijo, momentos después, sin mirarme y mientras encendía de nuevo una veladora. “Para ir al cielo, primero hay que morirse”. Protesté, supliqué: “Pero no quiero morir todavía”. “Entonces no puedes conocer al cielo aún”. Y quedó murmurando una letanía en latín indescifrable para mí. Al cabo de unos minutos volvió a decir algo, que desde entonces siempre retumba en mis oídos: “No se puede tener lo mejor de dos mundos a la vez.”
Volví a recordar esa sentencia hace unos días cuando un colega me buscó afanosamente con el fin de suscribir una carta de protesta y solidaridad con algunos escritores que se sintieron ignorados al no haber recibido invitación a un evento internacional. “Debemos unirnos frente a este abuso, No es posible que sólo inviten a los amigos del gobierno y que dejen a algunos de sus críticos por fuera”, decía la misiva. “Eso es coartar la libertad de expresión” concluía la carta. Me negué a hacerlo.
Durante los siguientes días las redes sociales y columnas de opinión se poblaron de voces indignadas de un sector de la intelectualidad nacional. Además, la polémica fue sazonada por declaraciones del embajador colombiano que intentó justificar la decisión del gobierno según si los escritores están a favor, son neutros y o están en contra del gobierno. Los que viajaron fueron, finalmente, los “neutros” y los progobiernistas.
Lo anterior es una página más del anecdotario de la cultura nacional. Sin embargo, la cuestión que permanece abierta es sobre la posición de los intelectuales en el seno de la estructura social. Es un asunto abordado una y otra vez desde cuando Zola lanzó el célebre J’accuse… ! Aun mucho antes, la historia de los intelectuales incómodos para los gobiernos es antigua. Sócrates fue obligado a beber la cicuta por ser una influencia nefasta para la ciudad, en especial, para los jóvenes. El filósofo, fiel a sus principios, prefirió la ponzoña antes de retractarse o tomar el camino del exilio.
A pocos el tema les ha sido extraño. Gramsci, Hobsbawm, Foucault, Blanchot, Chomsky, Eagleton, Anderson, LeGoff, Maldonado, Baumann, Said, entre muchos, han abordado este tema en diversos trabajos Durante buena parte del siglo pasado la discusión giró en torno a si los intelectuales son integrantes de una clase social en sí misma como afirma Benda, o al parecer de Gramsci, estos pertenecen a un grupo social aún más amplio, o como afirma Mannheim, estos trascienden la noción de clase social. Ahora bien, esta misión oscila entre dos extremos. De un lado, los que abogan por un intelectual independiente, que se dedica a producir conocimiento, en principio objetivo, y del otro extremo, aquellos que propenden por un intelectual con compromiso político y en defensa de los sectores más vulnerables de la sociedad.
Más allá de esa discusión, lo cierto es que a los intelectuales siempre se les atribuye un fin, una misión específica en la sociedad, así los límites de la función sean autoimpuestos por ellos mismos, como afirma Baumann. La función no deja de admitir ángulos y perspectivas. Hoy día, el debate original ha perdido fuerza a medida que nuestro mundo se ha vuelto multicultural, complejo, multifocal. La clase social ha dejado de ser una variable discreta. Hoy parece más importante el lugar y el medio de enunciación; así, los canales de comunicación, la academia y las agencias estatales sirven más para encausar la actividad del intelectual en la sociedad del siglo 21.
En años recientes se ha visto en el país, casos como el de la revista Semana, donde escritores, columnistas, caricaturistas se han retirado, por cuenta propia o no, de los medios de comunicación donde escribían debido a presiones de los grupos económicos que controlan la gran prensa. Basta la llamada de un presidente, de un accionista de peso, de un poder influyente para que uno o varios intelectuales abandonen su tribuna.
Sus voces gozan de perifoneo siempre y cuando no pisen los callos de quienes los sustentan. Por lo mismo, parece un contrasentido tratar de ejercer unas voz crítica desde un lugar adscrito a una potencia económica, política o social. Aún peor sucede cuando el intelectual acepta la autocensura o la limitación de su independencia por mandato de quien le permite mantener su voz, pero con sordina.
Caso de este tipo es el del caricaturista Matador, de El Tiempo, que durante la campaña presidencial anterior, siempre mostró al candidato de derecha (y hoy presidente) como un cerdito sujetado por un lazo de la mano de su jefe, el expresidente Uribe. Bastó que la elección se decidiera para que Matador dejara de mostrar al nuevo presidente de esa manera, seguramente por indicación de los dueños del periódico. Desde entonces, de la original y mordaz figura porcina solo quedan los orificios nasales resaltados. El resto desapareció.
Por lo anterior, el asunto parece no dar pie a confusiones. El intelectual goza de su influencia en la proporción que mantiene su autonomía, su agudeza y sobre todo, su conciencia crítica por fuera de cualquier institucionalidad. Pretender defender un pensamiento crítico desde el interior de una institución que hace parte del sistema hegemónico parece, o bien un contrasentido o, en el mejor de los casos, el borde del abismo de saber que en cualquier momento puede ser silenciado, persuasivamente o a la fuerza.
En la misma línea, todo intento de crear una cultura “oficial” a través de instituciones, subvenciones o políticas gubernamentales está condenada al fracaso. Todo gobierno, por más democrático que sea, tiende a suprimir las voces de oposición, y a la vez, busca imponer su particular concepción de lo que debe ser la cultura, la memoria o el pensamiento imperante.
Los intelectuales de izquierda aprendieron esta lección con sangre en la boca, cuando no con la vida, durante el estalinismo. Algunos que vivían extramuros, como en Europa, rompieron sus carnés de afiliación al Partido y terminaron abandonando sus filas. Otros, como Sartre, se vieron en dificultades para defender la ortodoxia y no hacerse los ciegos ante los abusos del totalitarismo soviético y de los países de la cortina de hierro.
En la derecha, los intelectuales que pertenecen a la academia o a instituciones dominadas por grupos ecónomos no suelen ser más amplificadores del capital y su ideología. Hay casos insólitos, claro está, como el de Noah Chomsky quien durante décadas logro mantener su pensamiento crítico desde el interior de uno de los bastiones intelectuales del capital, la universidad de MIT. Algunos dicen que se lo permitieron precisamente para justificar su vocación democrática, pero a costa de una estrecha vigilancia y seguimiento.
La prueba de fuego para cualquier intelectual es llegar a vivir y ser parte del tipo de sociedad por la que ha propendido durante años, desde la oposición al régimen imperante. No es infrecuente que esto suceda. Verse de la noche a la mañana, tras un triunfo electoral o revolucionario, en el seno de un gobierno por el que ha postulado sus ideas e inclinaciones. ¿Qué hacer? Es fácil pasar de critico a mandarín, de opositor a oficialista, de asediante a áulico, de radical libre a electrón en órbita del poder.
Cuando no es por la vía de la cooptación, es por la absorción orgánica la forma como el poder asimila a los intelectuales incómodos a sus propósitos. Lo difícil es mantener siempre la vocación crítica, la agudeza de observación, la inquebrantable vocación de afirmar lo embarazoso para los gobernantes, lo inconveniente para algunos, lo prohibido o silenciado por el poder.
Por lo anterior, al intelectual no parece quedarle otro lugar que el construido con su independencia. Se trata de defender su locus de enunciación, su postura crítica más allá de cualquier tipo de gobierno que haya atacado o defendido. La vocación profunda de este es la autonomía, la crítica, el pensar libremente sin compromisos o cortapisas, y esto es solo posible desde el extrañamiento de los círculos de poder. De igual forma, la prensa libre, aquella que adopta otra posición para pensar, leer, escribir no acepta subvenciones ni se pliega a afiliaciones que la limiten o condicionen.
Desde esta perspectiva un intento de debate como el que se dio hace unas semanas en torno a los escritores que se sintieron excluidos de una feria del libro internacional es innecesario y superficial. Cuando el intelectual se viste de pordiosero para suplicar las migajas que le puede arrojar el poder estatal, en la forma, por dar un ejemplo, de un viaje al exterior, está claudicando la función que le corresponde.
Y cuando este, al igual que el niño que no comprende la línea que separa una vida de la otra, y quiere estar en el cielo y a la vez seguir vivo, cae en el infantilismo mental. No vale la pena sacarlo de ese egocentrismo en que lo sume el sentirse “ignorado” por las esferas del poder.
(*) Escritor, integrante del consejo de redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.