A un día o un siglo de diciembre de 2001 – Por Mabel Thwaites Rey

2.012

Por Mabel Thwaites Rey*

Ya pasaron 20 años –¿o un siglo o un día?– desde aquellas jornadas imborrables del 19 y 20 de diciembre, cuando se condensaron y eclosionaron las energías rebeldes acumuladas en una década infame, hasta ponerle un límite preciso a la continuidad sin fisuras de las políticas neoliberales y habilitar el sueño de cambiar el orden dominante. Se enmarcan en el potente ascenso de la lucha social latinoamericana, que logró quebrar el reflujo que siguió a la derrota de los proyectos revolucionarios de los años 70. El proceso político que se abrió entonces puede leerse como la intensificación de la disputa por resolver el empate hegemónico que signa la historia argentina desde mediados del Siglo XX y que aún persiste. Pero mientras hace 20 años aquella energía rebelde empujaba el fiel de la balanza hacia el campo popular, hoy las tensiones acumuladas y no resueltas dan lugar al envalentonamiento de las derechas sociales y políticas, que pujan por torcer a su favor la histórica pulseada hegemónica.

La aparición de los anarco-capitalistas -autodenominados “libertarios”-, blandiendo el anti-estatismo, reivindicando la libertad individual por sobre cualquier tipo de limitación y despotricando contra la “casta” política parasitaria podría traernos ecos de aquellos días del “que se vayan todos”. Sin embargo, estos tiempos son bastante diferentes a aquellos, aunque la desazón, el desconcierto, la pobreza y la precarización social nos puedan hacer pensar que solo pasó un día desde entonces. A comienzos del Siglo XXI se vivía un proceso de revitalización de la movilización social liderada por los movimientos populares en lucha y entre ellos emergió con fuerza la reivindicación de la “autonomía”, postulado que ocupaba un lugar ambiguo entre las preocupaciones organizativas y las estratégicas y que se convirtió en una suerte de concepto-fetiche desplegado masivamente en esa fase de ascenso de las protestas. Condensaba intuiciones valiosas (en torno a la crítica antiburocrática, la reivindicación de la auto-organización y la proyección de la sensibilidad libertaria), pero en una cosmovisión con aristas difusas que se definía, esencialmente, por su abierta impugnación a la especificidad de la “lucha política” (y sus temas propios: la cuestión del Estado, los partidos, la disputa electoral). Fue el correlato conceptual de la “ilusión social”, es decir, la creencia en la autosuficiencia de los movimientos sociales y el rechazo a mezclar banderas con las tan vilipendiadas prácticas políticas que se contaminaban de lo estatal. El zapatismo se convertía en la referencia práctica modelizada y los libros Imperio, de Negri y Hardt, y Como cambiar el mundo sin tomar el poder, de Holloway, eran la referencia teórica principal, mientras las experiencias cotidianas de las luchas sociales contra el neoliberalismo se generalizaban por fuera de las mediaciones tradicionales (partidos, sindicatos) y adquirían la forma de “democracia salvaje desde abajo” (piqueteros, asambleas barriales, fábricas recuperadas). El trasfondo histórico de estos planteos era la “gran derrota” de fines del siglo XX –con la caída del Muro y la expansión de la globalización neoliberal–, que ocluyó por décadas la “cuestión del poder” y su correlato en el gran “problema” del Estado y la transición al socialismo.  La deriva estatista del “socialismo realmente existente”, con sus límites y horrores, explica la emergencia y reivindicación excluyente de la contestación social de base, que se reclama libre de tutelas organizativas rígidas y se pretende autosuficiente. Junto con la impugnación del carácter cooptador, disciplinador e irrecuperable de todo poder estatal, se rechazaba la forma partido como mecanismo de organización de las luchas populares, en vistas a la centralidad verticalista que habían adquirido los partidos de raíz leninista. La idea de autonomía sostenida por muchos movimientos ponía el eje –en oposición a un modelo de partido leninista bastante caricaturizado, por cierto-, en el desprecio a las dirigencias centralizadas -políticas y/o sindicales-, y en la reivindicación de la participación horizontal y radicalmente igualitaria en el proceso de toma de decisiones colectivas. Esto suponía el rechazo de las ideas de representación y liderazgo como mecanismos de organización política y la exaltación del formato asambleario como garantía excluyente de producción de una democracia genuina.

Como lo sostuvimos en un texto de comienzos de los 2000 (Thwaites Rey, 2004), esta activación de la lucha social animada por las perspectivas autonomistas implicó un muy reivindicable momento de recomposición popular, caracterizado por el esfuerzo por crear formas más genuinamente democráticas y productivas para la acción colectiva. Pero, al tiempo que tal creación resultaba más compleja de lo previsto por sus impulsores, supuso una gran dificultad para formular definiciones de estrategia política sustantiva. Porque la principal energía política se desplazó de la perspectiva de cómo enfrentar y superar exitosamente al poder estatal realmente existente, al formato organizativo mismo –horizontal y autónomo–, con la creencia tácita o explícita de que esto, por sí solo, conduciría a instancias emancipadoras. Ese énfasis en la base organizativa entraña una concepción que le atribuye a las masas populares una pulsión intrínseca a la rebeldía y a la acción, solo retenida o desviada por dirigencias que anulan la posibilidad de que se expresen de modo espontánea y genuinamente democrático. Sería así una falla del modelo organizativo, un déficit de participación y deliberación, lo que estaría impidiendo la expansión del potencial revolucionario.

Decíamos entonces –y sostenemos ahora– que la autonomía, como idea fuerza, como ideal de relaciones horizontales e igualitarias solo puede ser un proceso, una búsqueda permanente en la manera de actuar la resistencia al capitalismo y de construir herramientas anticipatorias de los modos de relación social deseados. La autonomía no es una cualidad intrínseca ni está garantizada, no deviene de modo espontáneo ni se materializa de forma definitiva. Antes bien, es una propuesta a construir, trabajosamente, una y otra vez, con contenidos resignificados en cada tiempo y lugar donde se la plantee como deseable. Discutíamos, también, las posturas esencialistas e instrumentalistas que asignan al Estado un lugar fijo, inmutable e impenetrable a las luchas sociales y destacábamos, en cambio, su papel contradictorio y en disputa. El Estado es un espacio de condensación material y simbólica de múltiples contradicciones, que puede ser perforado por las demandas y reivindicaciones de las clases populares y, en un mismo movimiento, tiene la capacidad de subsumir la potencialidad disruptiva popular en sus instancias de reproducción capitalista. Lejos de ser una fortaleza inexpugnable o un recipiente vacío a llenar con cualquier contenido, el Estado es el resultado de los procesos de lucha y confrontación de clase, a la vez que un andamiaje preexistente que condiciona con su mera existencia las posibilidades de acción. Por ende, resulta políticamente estéril tanto negar su relevancia para apostar a una supuesta exterioridad social donde dirimir las cuestiones de poder sustantivas, como sobreestimar su importancia y concentrarse exclusivamente en la lucha por ocupar las estructuras que lo definen.

Con dos décadas de experiencia acumulada, las cuestiones sustantivas que estaban en juego entonces mantienen su vigencia. De aquellos momentos esperanzados en las posibilidades de cambio radical a la actual oleada de ascenso de las derechas sociales y políticas “recargadas”, en América Latina se sucedieron procesos intensos y de fuertes confrontaciones. Aquel “resistencialismo societalista”, que inauguró una etapa de luchas relevantes en América Latina, dio paso a la emergencia de un conjunto de gobiernos más o menos progres, que produjeron un notable cambio de énfasis y de paisaje para el despliegue de la acción política. El triunfo electoral de opciones políticas que asumían, con mayor o menor amplitud, varias de las demandas materiales y simbólicas de los movimientos sociales, produjo un previsible cimbronazo para las militancias de los movimientos sociales y las obligó a adaptarse al nuevo momento, con suerte dispar. Una porción significativa del mosaico heterogéneo de las nuevas generaciones militantes, que abrazaron el autonomismo y la horizontalidad, al carecer de referentes teóricos, partidarios o generacionales fuertes no logró fundar bases sólidas sobre las cuales anclar la energía transformadora, por lo que de la confianza inicial en la potencia neolibertaria de la acción fundada en lo social, muchos desplazaron sin más sus expectativas hacia la dimensión político-electoral estatalista. Es decir, mientras el autonomismo “puro y duro” no lograba darse formatos de organización que resolvieran los dilemas que contenía su fe horizontalista para la práctica concreta y la definición de objetivos precisos más allá de la acción inmediata, el imán de la estructura estatal, con sus recursos materiales y simbólicos, se volvía irresistible para varias organizaciones que, de este modo, iban dejando de lado su pretensión autonomista y se subordinaban a la estrategia gubernamental. En este último derrotero confluían con los agrupamientos sociales y políticos afines a las tradiciones “nac & pop”, para las cuales el Estado cumple un papel protagónico e insoslayable en la articulación social y política de los sectores populares. Por afinidad política e ideológica, por aceptación más o menos consciente de la dimensión estatal y de la dinámica electoral, o por pura resignación ante las dificultades para sostenerse a la intemperie, buena parte de las organizaciones sociales que protagonizaron las jornadas del 2001 se fueron incluyendo en los andariveles que el kirchnerismo diseñaba desde la cima estatal. Esto, por supuesto, no sin disputas y conflictos, y sin resignar por completo la capacidad de acción propia.

Lo que para algunos analistas de la realidad latinoamericana significó una lisa y llana subsunción de los movimientos sociales en la lógica de la domesticación estatal impuesta por los gobiernos del ciclo de impugnación al neoliberalismo, visto con mayor detenimiento presenta aristas más complejas.  A partir de colocar en el centro de la interpretación el papel de la autonomía de las clases subalternas y de la movilización social antagonista, autores como Modonesi (2012) llegan a la conclusión de que los gobiernos del ciclo impugnador, mediante liderazgos cesaristas y prácticas transformistas, recapturaron la energía social en beneficio de dispositivos institucionales y concesiones sociales que fueron desactivando la capacidad autónoma de las clases populares. Es decir, fueron procesos de pasivización (aplacamiento de demandas y retracción de las luchas) y subalternización (subordinación a las lógicas estatales), que lograron desarmar el clima de revueltas populares que los antecedió.

Esta mirada, más allá de la justeza con que pueda describir aspectos o momentos concretos de situaciones específicas en varios países, tiene dos inconvenientes. Uno es que no es posible extenderla a la totalidad de los procesos políticos incluidos en el ciclo de impugnación al neoliberalismo (Thwaites Rey y Ouviña, 2018), y el otro es que parte de asignarle una especie de cualidad disruptiva innata a las clases subalternas, que estarían en permanente disposición objetiva a la rebelión, la autonomía y el antagonismo, y una correlativa tendencia al constreñimiento y la pasivización por parte de las dirigencias políticas y estatales. Es decir, igual que una parte de las perspectivas autonomistas que se desplegaron en la Argentina a comienzos de los 2000, supone que toda acción política desde la estructura estatal (e, incluso, desde cualquier tipo de institucionalidad política) tenderá siempre, por definición, a contener, apaciguar o combatir frontalmente los impulsos disruptivos del movimiento popular y a lograr su domesticación para volverlo gobernable. Paradójicamente, a pesar de esa suerte de fatalidad sistémica que aquejaría a todo proyecto político que acceda a la conducción de la estructura estatal capitalista, estas perspectivas dirigen su crítica principal a las conducciones políticas, que habrían desistido voluntariamente de impulsar las transformaciones estructurales que, no obstante –y contradictoriamente–, para esta visión serían imposibles de concretar sin abandonar por completo la lógica sistémica del Estado capitalista.

Lograr gobernabilidad es un rasgo constitutivo de toda conducción estatal, especial pero no únicamente bajo formato burgués. Esto supone asumir las demandas que le plantean los diversos sectores sociales, incluyéndolas, reconduciéndolas o rechazándolas para asegurar alguna forma de rumbo social validable. De ahí que no puede sorprender que cooptar y subordinar las energías transformadoras de los movimientos sociales esté en el ADN de los gobiernos que se mantienen en los parámetros del sistema capitalista. Y si extremamos el análisis, podríamos decir que toda forma de gobierno, aún la más radicalmente democrática y participativa, tenderá a establecer una media de estabilidad que acote o subsuma las demandas sectoriales y las presiones parciales. Por eso la “cuestión del Estado y del gobierno” no es marginal ni puede ser soslayada: está presente de modo constitutivo y condiciona toda estrategia de lucha. Tanto si se apuesta a atravesar la estatalidad para imprimir en su textura institucional las conquistas populares que puedan ser duraderas (derechos, recursos materiales, organismos), como si se niega toda potencialidad disruptiva a cualquier instancia que haga pie en el Estado, no se puede ignorar la dimensión política en juego. La contradicción sustantiva de la estatalidad se dirime en la práctica. Si después de intensas luchas populares se consiguen, como victorias, derechos, recursos o, incluso, la conducción política del aparato estatal, el efecto aplacador de energía transformadora que puede devenir de la internalización estatal de tales conquistas no las vuelve impugnables ni menos valiosas. Las luchas siempre se encaran con el objetivo de resolver uno o más problemas y en el curso de ellas es que se da la posibilidad de que entre quienes participan crezca la comprensión de las causas profundas de los males y emerja la voluntad para cambios más radicales. Pero esto es una posibilidad y no una regla y las conquistas parciales, entonces, pueden servir tanto para reforzar la voluntad transformadora como para aquietarla. La cooptación y la pasivización están inscriptas en la lógica de funcionamiento del sistema y arraigan en una profunda necesidad de orden y pacificación que haga posible la vida en sociedad. Por eso los momentos de auge de luchas no se prolongan de modo interminable. En algún momento se resuelven: como triunfos totales o parciales o como derrotas. Y si bien existe el riesgo permanente de que los triunfos populares sean reconducidos mediante la cooptación, las derrotas suelen tener efectos muy destructivos y de más larga duración. Quedarse por fuera de las disputas que interpelan la estatalidad y refugiarse en el marco de la territorialidad social, no libra de la existencia de una estructura estatal que impone reglas y concentra el monopolio de la coacción. Por eso no da lo mismo cualquier manejo gubernamental del aparato estatal y por eso no es indiferente el tipo de leyes y la administración de recursos clave que se hagan desde el Estado. Todas las reglas y agencias (leyes, decretos, ordenanzas, ministerios, secretarías, reparticiones, programas, etc.) que configuran la materialidad del Estado han sido fraguadas en la disputa social y así tienen los contornos que les impusieron las confrontaciones de las que surgieron. Todas nacieron para dar cuenta –resolver o enfrentar– alguna demanda que se le presentó al devenir de la dinámica social, conforme las relaciones de fuerza dadas en cada momento histórico, y se van modificando al compás de los cambios sociales y políticos. No son neutrales, porque mientras persisten garantizan la supervivencia del sistema. Pero no son inmutables y su contenido está permanentemente atravesado por la correlación de fuerzas sociales.

Subrayamos que las históricas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 nos mostraron la potencia rebelde de un pueblo que le dijo basta a los atropellos de un sistema económico y político opresivo. El grito “que se vayan todos” sintetizó el hartazgo colectivo y alcanzó para ponerle límites a las salidas más regresivas que querían los sectores de poder concentrado. Ese grito obligó a tener en cuenta las demandas y frustraciones acumuladas y ahí radicó su potencia. Los gobiernos kirchneristas internalizaron en el Estado parte de esas demandas, por eso puede decirse que son conquistas derivadas de las luchas del 2001-2003. Pero en el kirchnerismo no se hizo carne el espíritu de escisión y ruptura que también anidaba en aquel grito como posibilidad y su propio devenir gobierno, en cambio, recondujo la pulsión de confrontación hacia la normalización de las condiciones sistémicas. Y lo hizo porque logró aglutinar el deseo de cambio de un presente insoportable con el deseo también presente de orden y estabilidad. Si no quiso o no pudo ir más allá es parte de una discusión política que tiene un sustrato más profundo: las condiciones que hacen posible o impiden que la rebeldía se transforme en conciencia y proyecto político. Del hastío por un presente insoportable no deviene inexorable ni automáticamente la imagen de un mundo distinto y mejor a construir con la voluntad de lucha. Ese futuro alternativo suele imaginarse a partir de la materialidad del presente, porque difícilmente brote solo de los sueños que ayudan a conformarlo como proyecto. Las luchas de entonces se activaron, sobre todo, en torno al trabajo, contra su falta y las carencias que ello implicaba. Poder vivir dignamente, acceder a alimentación, vivienda y consumos normales, tener una ocupación estable, fueron demandas transversales a las que se sumaron otras más programáticas, como la defensa del medioambiente y la soberanía alimentaria. Cada grupo o movimiento encaró las suyas y se dio un repertorio de acciones encaminadas a conseguir sus objetivos, con suerte dispar.

Que la potencia desatada en las jornadas de diciembre de 2001 no haya conducido a una transformación radical no es solo producto de la cooptación y pasivización gubernamental. Expresa que, además de fuerza resistente y horizonte de autonomía, se requiere disponer de estrategias y herramientas políticas que estén a la altura de la energía expandida, para conducirla de modo políticamente productivo. La capacidad del kirchnerismo para empujar ese movimiento multiforme en los cauces del peronismo y lograr gobernabilidad habla de su eficacia en términos políticos, a la vez que de las carencias del campo popular y de sus vertientes de izquierda y autonomistas para liderar un rumbo alternativo. Porque el mundo al que aspiramos, que a veces se prefigura en experiencias que amplían los márgenes de autonomía y radicalidad pero en escalas acotadas, demanda una replicabilidad que exige un enorme esfuerzo militante. No brota solo, no está allí agazapado y en espera de florecer, sino que requiere la multiplicación de acciones encaminadas a hacerlo posible.

La crisis económica y social actual, agudizada por la pandemia, ha dado lugar a un nuevo estadío de disputa política, con la aparición en escena de jugadores que, en la derecha extrema, impugnan el sistema político para preservar el económico. La interpelación a “la casta” copia del “que se vayan todos”, burdamente, lo superficial del descontento hacia las dirigencias políticas, a la vez que reivindica el sistema capitalista y denosta no solo al Estado sino la noción misma de lo público. La interpelación que hacen a sectores populares con esas ideas reaccionarias camufladas con la consigna de libertad, enciende una alarma que no se puede subestimar. Porque allí también hacen jugar la idea de orden, de jerarquías, de seguridad, que también arraigan en los deseos populares de previsibilidad y certeza. El clima de desazón y desmovilización que se expandió durante la pandemia paralizó a un gobierno sin capacidad de respuesta y que mostró su perfil más sustituista y pasivizador del campo popular. En su descargo puede decirse que los requerimientos sanitarios empujan a promover el confinamiento y el distanciamiento social y no la movilización callejera multitudinaria. Pero eso no impide advertir que la fragilidad de la alianza entre los distintos sectores del peronismo gobernante arrinconó desde el inicio las dinámicas más confrontativas, como quedó en evidencia con el episodio Vicentín. Los sectores de la izquierda popular incorporados a la alianza de gobierno –varios de ellos herederos de la gesta autonomista del 2001– quedaron subsumidos en la lógica general y no empujaron los márgenes de autonomía estratégica para impulsar movilizaciones de relevancia e impacto. Pero las restricciones de la pandemia también pegaron fuerte en el costado izquierdo del mapa político, que también se autolimitó frente a las exigencias de distanciamiento social para frenar la propagación de la pandemia. La interesante cosecha de votos conseguida en las elecciones de mitad de mandato por los partidos leninistas de tradición trotskista agrupados en el FITU, da un leve respiro en un amplio territorio de desazón y desconcierto, pero no puede decirse que sea cualitativamente diferente a otros momentos de buen desempeño electoral ni es suficiente para remover los obstáculos que arrastran las izquierdas desde hace décadas. Aún falta una unidad de acción y de proyectos que articule distintas tradiciones en torno a programas con capacidad real y efectiva de disputar el sentido común dominante, tan ampliamente arraigado en la materialidad capitalista. Ello requiere aptitud para interpretar las demandas y padecimientos actuales, concretos y bien situados, y proyectarlos a un futuro deseable y creíble de ser alcanzado mediante la acción política colectiva. No basta la denuncia, no basta la resistencia, no basta el enojo. Son las aspiraciones del aquí y ahora, las necesidades urgentes, los deseos más imperiosos los que tienen que arraigar en proyectos capaces de atraer voluntades y disputar hegemonía.  Son les pibes que nacieron después del 2001 o que eran menores por esos tiempos los que tendrán que retomar aquél sentido de rebeldía esperanzada, si queremos recuperar la iniciativa frente a las derechas más extremas y feroces. Son quienes probablemente sientan que el 2001 pasó hace un siglo y no tengan lazos simbólicos con esa etapa crucial. Reponer tales lazos es una tarea política de máxima relevancia, que pone en juego la disputa con las ultraderechas, que ofrecen la solución simplificada, agresiva e inmediatista de arremeter por un futuro excluyente y salvaje.

Traer al presente aquella gesta implica, como planteamos hace veinte años y sostenemos ahora, hacerse cargo de las contradicciones que presenta toda lucha en, contra y más allá del Estado que le da contorno a la dominación capitalista, y asumir la complejidad de la búsqueda de la autonomía como proyecto emancipatorio. Un proyecto que es múltiple y, por tanto, tiene que saber y poder combinar demandas y trayectorias sociales y políticas diversas: feministas, ambientales, sindicales, de derechos humanos, urbanas y rurales. Aquella consigna zapatista de “construir un mundo donde quepan muchos mundos” sigue teniendo la validez de invocar el respeto de la diversidad en la unidad y puede servir de acicate para pelear por los modos de realizarla.

Bibliografía

HOLLOWAY, John 2002 Cambiar el mundo sin tomar el poder (Buenos Aires: Herramienta).

MODONESI, Massimo (2012) “Revoluciones pasivas en América Latina. Una aproximación gramsciana a la caracterización de los gobiernos progresistas de inicio de siglo”, en Thwaites Rey, Mabel (editora) El Estado en América Latina: continuidades y rupturas, (Santiago de Chile: CLACSO-ARCIS).

NEGRI, Antonio y HARDT, Michael (2001) Imperio (Buenos Aires: Paidós).

THWAITES REY, Mabel (2004) La autonomía como búsqueda, el Estado como contradicción” (Buenos Aires: Editorial Prometeo).

THWAITES REY, Mabel y OUVIÑA, Hernán (2018) “El ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina: auge y reflujo”, en Ouviña, Hernán y Thwaites Rey, Mabel (comp.) Estados en disputa. Auge y fractura del Ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina (Buenos Aires: CLACSO-IEALC-Editorial El Colectivo).

Contra Hegemonia

Más notas sobre el tema