Colombia | Las batallas de Gustavo Petro – Por María Fernanda González
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por María Fernanda González(*)
Gustavo Petro Urrego es, sin dudas, uno de los líderes colombianos más controvertidos de la escena política. El actual candidato a presidente lleva la delantera en las encuestas a seis meses de las elecciones. Algunos lo definen por su ideario rebelde, por su inconformismo con el statu quo y por su actitud combativa. Para otros, eso mismo es motivo de temores y de críticas.
El hombre que a los 17 años adhirió a la guerrilla del M-19 y que luego participó del proceso de desmovilización de la guerrilla, que fue alcalde de Bogotá y que ha tenido diversos pasos por el Parlamento, recibe tantos elogios como críticas. Si para unos es el representante de un posible cambio progresista, para otros es un producto de los vestigios del socialismo del siglo XXI de la Venezuela de Chávez. La derecha —que está fuertemente entronizada en la sociedad colombiana— lo acusa de «bolivariano» y de cómplice del autoritarismo de Daniel Ortega en Nicaragua.
Hoy, tras años de batallas políticas, Petro se sitúa como uno de los favoritos en las encuestas presidenciales de 2022. El político de izquierda podría ser el sucesor del uribista Iván Duque.
La coyuntura actual
Este final de año será decisivo para la elaboración de las coaliciones que irán a consultas en marzo de 2022 para definir candidatos a la Presidencia y la consolidación de las listas al Congreso para asegurar la gobernabilidad al próximo mandatario. Si bien existen más de 50 precandidatos —incluyendo los de los partidos tradicionales Liberal y Conservador—, se vislumbran tres grandes fuerzas políticas en el centro del panorama político actual.
Por un lado, se encuentra el partido de gobierno, el Centro Democrático, que tendría una alianza natural con la derechista Coalición de la Experiencia —liderada por el ex-ministro de Hacienda y Crédito Público Juan Carlos Echeverry— y con el Partido Conservador. A través de un proceso de consulta interna a sus militantes, el Centro Democrático escogió a Óscar Iván Zuluaga como su candidato presidencial. Economista de formación, Zuluaga ya había sido candidato frente a Juan Manuel Santos en 2014.
Si bien representa al ala menos radical del uribismo, promueve «ajustes» al Acuerdo de Paz, es crítico de la legalización de las drogas y no piensa reanudar relaciones diplomáticas con Venezuela. Sin dudas, las banderas de Zuluaga se centrarán en el tema de la seguridad, el empleo y la lucha contra el enemigo del uribismo: la izquierda.
En el centro del espectro político se sitúa la Coalición Centro Esperanza, liderada por el ex-alcalde de Medellín Sergio Fajardo, quien irá a una consulta en marzo con figuras del liberalismo como Juan Manuel Galán, hijo del inmolado líder del Nuevo Liberalismo, Luis Carlos Galán, el ex-ministro de Salud y Protección Social y rector de la Universidad de Los Andes Alejandro Gaviria y el ex-ministro del Interior Juan Fernando Cristo.
Esta coalición, que se ha caracterizado por la crítica de la corrupción, del clientelismo y de la vieja política, se ubica en el centro, pero cuenta con diversos progresistas. Además, hace gala de un discurso centrado en la «recuperación de los valores» y en la educación como baluarte de la paz, a la vez que presta especial atención al fortalecimiento de la Justicia Especial para la Paz (JEP) y a encarar el gran problema de la inequidad en el acceso a la tierra. Su programa puede ser definido como pluralista y pragmático. Al tiempo que aspira a que Colombia reestablezca relaciones con Venezuela, apuesta por introducir una renta básica de ciudadanía y por políticas de vanguardia en lo que refiere a la regulación del consumo de drogas.
Las elecciones de 2022 serán, sin lugar a dudas, claves en la historia colombiana. El gobierno de Duque se enfrenta a una muy baja legitimidad. No se trata solo de que su popularidad haya mermado considerablemente según todos los sondeos, sino además de la incapacidad de su gobierno para afrontar los grandes problemas del país. Los resultados de la gestión frente a temas como la desigualdad, la pobreza y el desempleo son, ciertamente, muy dispares.
Si bien el gobierno de Duque puede mostrar buenos resultados en términos de recuperación económica, el avance de los programas de vacunación y el apoyo a los inmigrantes venezolanos, sus políticas no lograron avanzar de manera decidida en el ámbito de la paz. El sostenimiento del clientelismo, de la corrupción de las mafias políticas y de la defensa de los sectores del establishment es uno de los puntos que le achacan sus opositores.
Juan Manuel Galán, de la Coalición Centro Esperanza, es uno de quienes más enfatizan este tipo de discurso. A él se suma la ex-ministra de Agricultura liberal Cecilia López, quien asegura que el gobierno ha hecho muy poco para reducir la pobreza en la cual están sumidas tres cuartas partes del país.
Lo cierto es que Duque ha tenido que enfrentar un proceso de gobierno complejo, caracterizado por un hecho inédito en Colombia: la explosión social que se extendió desde abril hasta octubre de este año. Convocada inicialmente como una protesta contra una reforma tributaria regresiva, la manifestación social tomó cuerpo y se apoderó de las calles de Colombia. La represión por parte de las fuerzas de seguridad le valió al oficialismo una fuerte condena por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que alertó de la situación en el país.
A poco de desarrollarse, la cuestión de la reforma tributaria pasó a ser un tema más de la agenda: se sumaron críticas por el manejo de la pandemia de covid-19, fuertes quejas por la situación económica y social del país y planteos críticos respecto de la falta de cumplimiento del Acuerdo de Paz. Muchos de los asistentes —y sobre todo de las organizaciones convocantes al Paro General— llegaron a exigir incluso la renuncia del propio presidente, además del juicio a Álvaro Uribe por crímenes de lesa humanidad.
Las jornadas de protesta, que tuvieron su momento más alto a fines de abril y durante mayo, se extendieron con diversos paros convocados por las principales centrales de trabajadores del país. Esto evidenció que el de Duque es un gobierno seriamente debilitado al que parte de los sectores desfavorecidos y de la juventud le han dado la espalda.
En un contexto como este, el pesimismo y la desesperanza están presentes. Y no es para menos. La sociedad colombiana ve el derrotero político de un presidente que prometía trabajar con y para los jóvenes, mientras los indicadores sociales se vuelven cada vez menos alentadores. El desempleo y el difícil ascenso social abren cada vez más el camino al progresismo, tanto al representado por la Coalición Centro Esperanza como al expresado por la fuerza de izquierda liderada por Petro, el Pacto Histórico. Esta última ha ganado fuerza tras las protestas, ha convocado a buena parte de una ciudadanía identificada con el progresismo y con la izquierda, pero ha logrado también trascender —al menos parcialmente— sus apoyos históricos.
A diferencia de otros tiempos, en los que solo un núcleo duro de izquierda apoyaba propuestas como las del Pacto Histórico, hoy hay diversos disidentes del Partido Liberal, una buena parte de los miembros del Partido Verde, de sectores desmovilizados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y de ciudadanas y ciudadanos independientes que no siempre se sentían interpelados por la política que apuestan por la candidatura de Petro.
La búsqueda de un modelo más humanista, que reduzca la desigualdad y la pobreza, que preste especial atención a las cuestiones del ambiente y que aborde la necesidad de fortalecer la participación política, está ganando impulso.
Pero con el crecimiento en apoyos, también emergen los temores. Para las derechas, el discurso de ruptura con las elites y la posibilidad de que, de llegar al poder, Petro pueda imponer un cambio drástico de modelo, se han transformado en todo tipo de críticas y de alertas.
Ciertamente, al menos hasta hoy, es Petro quien parece encarar más cabalmente la posibilidad de un cambio y quien concita mayor cantidad de apoyos entre las fuerzas de oposición. Y es que, si bien existen diversos elementos progresistas en la Coalición Centro Esperanza, la indefinición del candidato del espacio centrista —recién se elegirá en marzo—, la ubican en desventaja frente al Pacto Histórico. Es Petro quien hoy atrae todas las miradas. Pero ¿quién es y de dónde viene el hombre del que todos hablan?
Una trayectoria
Gustavo Petro se formó en una familia politizada. Mientras que su padre era seguidor del líder conservador Laureano Gómez —admirador del dictador español Francisco Franco— y, acaso contradictoriamente, admirador del «Che» Guevara, su madre revindicaba al líder popular Jorge Eliécer Gaitán y era activista política en la Alianza Nacional Popular (ANAPO), el movimiento dirigido por el general Gustavo Rojas Pinilla que reivindicaba al Partido Conservador.
En ese marco, y con una serie de lecturas políticas que lo marcarían desde pequeño —entre las que se destacaban Verne, Dostoievski y Rousseau—, Petro se acercó a la izquierda política, transitando desde posiciones del socialismo marxista hasta ideas basadas en la Teología de la Liberación y el «cristianismo liberador».
En 1977, siendo todavía menor de edad, ingresó en el M-19, organización guerrillera que reivindicaba el nacionalismo revolucionario y que se proponía desarrollar un «socialismo a la colombiana». En términos contextuales, el proceso guerrillero se vinculaba a un conjunto de fenómenos, entre los que se destacaban el fraude político contra la ANAPO (partido del que el M-19 se consideraba sucesor) y la instauración de una serie de políticas violentas desde el Estado.
En tiempos en que parte de las izquierdas apostaban por la vía armada, el M-19 representó esa alternativa en la política colombiana. Viviendo vidas paralelas (la civil, en la Universidad, y la clandestina, en la guerrilla), Petro atravesó un periodo en el que no faltaron los pasos por la cárcel y la tortura. En ese marco, no eran pocos los que homologaban a Colombia con las dictaduras del Cono Sur: se aplicaban métodos represivos, de tortura y de desaparición de personas.
La llegada a la Presidencia del conservador Belisario Betancur (1982-1986) abrió la puerta para las conversaciones de paz con los grupos guerrilleros. Pero en noviembre de 1985, el M-19 toma el Palacio de Justicia con el argumento de hacerle un juicio al presidente por haber traicionado la tregua del proceso de paz. Esta acción terminará en una tragedia con el asesinato de los magistrados, la muerte de guerrilleros y la desaparición de civiles. En su relato, Petro reconoce que el M-19 se equivocó y no se midió el peligro de exponer las vidas de los magistrados.
Con la firma de la paz en 1990 bajo el mandato del liberal Virgilio Barco (1986-1990), y posteriormente durante el gobierno del liberal César Gaviria (1990-1994), Petro ingresa en una nueva época. Un breve periodo en Bruselas como refugiado diplomático lo lleva a ampliar sus horizontes regresando a las aulas en la Universidad Católica de Lovaina. Según él mismo ha afirmado, su paso por Europa le permitió abrirse a un mundo cosmopolita y recoger nuevos ejes de acción política. La meta de lograr el difícil equilibrio entre el desarrollo económico y el cuidado del medio ambiente es uno de ellos.
A su regreso a Colombia en 1997, inició una carrera en la vida pública en la izquierda con un paso destacado por el Senado. Allí se lo reconoció como una de las voces más prominentes por sus críticas a las políticas asociadas al sector financiero, por su posición sobre la especulación en la compra de tierras, su furibunda crítica del paramilitarismo en Antioquia y, sobre todo, por sus posicionamientos sobre la corrupción —que critica, además, dentro de su propio partido: el Polo Democrático—.
La llegada a la Alcaldía de Bogotá en 2012 marcó a fuego su carrera política. Petro accede a ella ese año, ya fuera del Polo Democrático y bajo una nueva organización de izquierda que se reivindica, a la vez, progresista, ecologista y socialdemócrata: Colombia Humana. Su paso por la Alcaldía fue problemático. Tras dos años de mandato, fue destituido de su cargo luego de que Miguel Gómez Martínez, representante bogotano de la derecha en la Cámara de Representantes, presentara una iniciativa para revocar su mandato.
El uribista consiguió las firmas necesarias y, a fines de 2013, la Procuraduría General de la Nación lo destituyó e inhabilitó para ejercer cargos públicos durante 15 años. La razón: un mal manejo de un conflicto vinculado a la recolección de basura. Las medidas cautelares de la CIDH y el apoyo popular dieron espacio para que los jueces sancionaran finalmente su reincorporación al cargo.
El gobierno de Petro en la capital del país es, sin embargo, recordado por su impronta social. Su vocación de mezclar estratos sociales en distintas zonas (como sucede en algunas de las ciudades más cosmopolitas del mundo) no fue bien recibido por los más pudientes. Su política de seguridad urbana, sin embargo, dejó huella. Basado en un marco según el cual la seguridad no debe basarse en las políticas de represión policial, sino en un proceso de amplia construcción ciudadana, Petro encaró una batería de medidas entre las que se destacó la estrategia de desmovilización de las pandillas callejeras a través de planes de sustento y de trabajo. Alrededor de 10.000 jóvenes dejaron el robo y las prácticas delictivas, a la vez que accedieron al estudio a través de los programas de Colombia Humana en la ciudad de Bogotá.
Asimismo, Petro desarrolló una serie de políticas sociales para las personas que vivían en la calle y se ocupó seriamente de las problemáticas de las trabajadoras sexuales de la ciudad. Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la pobreza multidimensional en Bogotá arrojaba guarismos de 12%. Cuando Petro entregó la Alcaldía, aun en un proceso de destitución movilizado por la derecha, la cifra se había reducido a 4,7%.
Los temores y las críticas de la derecha
A tan solo seis meses de la campaña presidencial, Petro está punteando en las encuestas. No es, sin embargo, la primera vez que busca llegar al máximo cargo del Estado. Ya en 2010, se presentó como candidato por el Polo Democrático y obtuvo el tercer lugar, detrás del electo Juan Manuel Santos y del centrista Antanas Mockus. En 2018, y ya bajo el sello de Colombia Humana, consiguió el segundo lugar y se enfrentó en el balotaje con el uribista Duque. Tras este proceso, quedó claro que Petro era el candidato con más proyección en el espacio de la izquierda.
Al igual que en 2018, la actual campaña de Petro se ha nutrido de encuentros en las regiones con los sectores populares, los jóvenes, las mujeres y los líderes sociales. En una campaña que no parece dejar nada al azar, Petro intenta mostrarse como maestro en las redes sociales y en la plaza pública. Sin embargo, a diferencia de las campañas presidenciales precedentes, esta vez ha visitado regiones menos amigables. Entre ellas, se destaca Antioquia, el bastión del uribismo.
Su reto es sostener los casi ocho millones de votos que obtuvo frente al candidato de la derecha y ganar en primera vuelta. Para ello precisa un amplio apoyo popular que supere a los propios simpatizantes del mundo progresista y del campo intelectual. Petro necesita el voto de los sectores disconformes con los partidos tradicionales.
Las críticas de la derecha y de sus alas más radicales se centran en varios puntos: el paso de Petro por una organización insurgente y su nexo con Venezuela, su discurso contra las elites tradicionales, su duelo con el ex-presidente Uribe. Finalmente, la derecha no deja de achacarle las dificultades que surgieron en su periodo al mando de la Alcaldía de Bogotá al querer implantar programas que iban en contra de las elites de la ciudad.
En un reciente debate de candidatos de derecha organizado por la revista Semana, el ex-ministro de Hacienda Juan Carlos Echeverry aseguraba que Petro «promueve el odio, el resentimiento y la división». Asimismo, juzgaba sus propuestas económicas de «dulzonas y peligrosas», aduciendo que Petro quiere acabar con la industria petrolera, un sustento fundamental para la economía de 18 departamentos.
En verdad, diversas posturas del petrismo van de la mano con los acuerdos de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Clima y se enmarcan en el tema de la transición ecológica. A su juicio, cesar la contratación de exploración petrolera constituye un mensaje necesario de cara a iniciar un proceso de transición.
Para Víctor G. Ricardo, ex-comisionado de Paz del gobierno conservador de Andrés Pastrana (1998-2002), la clave de Petro es «haber llegado a una población a la que le falta educación política y haber logrado convencerlos de que solo con la izquierda se pueden obtener las aspiraciones de los servicios públicos, la educación y la salud.
Esto se puede evidenciar cuando fue alcalde, aunque la mayoría de la población del norte no se dio cuenta, redujo las tarifas básicas para los ciudadanos más pobres y también llevó adelante proyectos populistas en materia de recolección de basuras, mostrando que sus medidas beneficiarán económica y socialmente a las clases más necesitadas. Sin duda Colombia tiene una gran desinformación en el debate de las ideas políticas y justamente los partidos tradicionales dejaron los principios y los programas».
A estas voces se suma la de Federico Gutiérrez, ex-alcalde de Medellín. Según Gutiérrez, tras su militancia en el M-19 Petro tiene las manos manchadas de sangre y eso debería inhabilitarlo para ser presidente de Colombia. Se trata, por supuesto, de una afirmación delicada, pues Gutiérrez desconoce en sus declaraciones el proceso de desmovilización de la guerrilla, además de omitir el hecho de que el político de izquierdas jamás ha sido juzgado por un delito de lesa humanidad.
Como se ve, las críticas de la derecha están a la orden del día.
La opinión del centro y del progresismo
El ex-presidente liberal Ernesto Samper, ubicado en una posición centrista, también analiza la base de apoyos de Petro. Para el mandatario entre 1994 y 1998, estos van «desde los sectores que desde la izquierda se podrían llamar tradicionales y que han estado buscando un cambio de modelo económico en Colombia desde hace muchos años, hasta el ejército de personas decepcionadas con el presidente Duque por no haberse atrevido a continuar con la paz y tratar de seguir utilizando el modelo neoliberal para manejar la pandemia».
En ese sentido, Samper define el petrismo como «una alternativa social, popular y democrática que surge de los Acuerdos de Paz en la medida en que puso fin a la combinación de formas de lucha. Antes del Acuerdo de Paz se tenía bloqueada cualquier expresión electoral de carácter progresista. El petrismo es también una salida al evidente fracaso del modelo neoliberal para manejar la crisis económica y social resultante de la pandemia».
Clara López, ex-candidata a vicepresidenta de Petro en 2010, está convencida de que «la gente reclama cambio y sabe quiénes lo pregonan para que todo siga igual y quienes tienen la voluntad política de hacer cambios de verdad. Ese pueblo consciente es el que apoya a Petro». López, de una dilatada trayectoria política y ex-ministra de Trabajo en el gobierno de Juan Manuel Santos, afirma que el progresismo «aboga por el pago de la deuda social, pretende que los grandes capitales paguen su parte en el sostenimiento del Estado que debe responder con sistemas de salud, educación y seguridad social que garanticen bienestar y productividad. A diferencia de la imposición del modelo neoliberal en Chile a sangre y fuego bajo la dictadura de Pinochet o de modelos sociales inviables al estilo de Venezuela, el progresismo es esencialmente realista, democrático e institucional». A la vez, puntualiza que «en el caso de Gustavo Petro, su progresismo suscribe la opción por los pobres y la defensa de la casa común. Sus decisiones de gobierno buscarán equilibrar las cargas en sociedades como las nuestras en que la concentración de riquezas, ingreso y poder ha llegado demasiado lejos».
En el escenario político actual, la posición de los desmovilizados de las FARC es la de apoyar a un candidato que apueste por una verdadera implementación del Acuerdo de Paz. La senadora Sandra Ramírez, compañera del comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) Manuel Marulanda Vélez, considera que los cambios que se han dado en Colombia han sido en nombre del petrismo. «Es una fuerza poderosa que se manifiesta en las calles, en las plazas, en los mercados. La esperanza de la gente del común está representada en Petro. El petrismo ha venido subiendo poco a poco y expresa el cansancio de la gente que sigue viviendo en las mismas condiciones: injusticia, violencia por parte del Estado y extractivismo. El silencio de los fusiles permitió oír el estruendo de la corrupción, la tragedia ambiental y la enorme desigualdad socioeconómica».
Las perspectivas
A lo largo de su vida, Petro militó en una organización guerrillera, combatió audazmente al ex-presidente Uribe —exponiendo las denuncias del paramilitarismo en Antioquia, el lado oscuro de los falsos positivos o las interceptaciones telefónicas— y jugó su capital político defendiendo a los más desfavorecidos de la sociedad, tanto desde el Parlamento como desde la Alcaldía de la capital del país. Para algunos, esto debería ser suficiente para que aterrice en la Casa de Nariño. Pero no todos están de acuerdo.
Su recorrido político está plagado de cambios que pueden inquietar a una parte de la sociedad colombiana. «El aumento de mi popularidad se tradujo en una opinión desfavorable. Mis debates me generaban reconocimiento porque eran estruendosos, pero no de apoyo», afirma en su reciente libro. Otra paradoja es la que concierne a las clases medias bogotanas que lograron salir de la pobreza mediante sus políticas. Según el propio Petro, esa clase media le dio la espalda a su proyecto, impidiendo que otros pudieran seguir su ascenso social al votar después a la derecha: «Esta nueva clase media es la que impide que el progresismo triunfe en Colombia».
A poco más de seis meses de la primera vuelta, es difícil predecir un resultado y saber si se podrá alcanzar un acuerdo entre el petrismo y el centro. Pero algo es evidente: en solitario o con alianzas, Petro jugará un rol central en las próximas elecciones. Su discurso de vanguardia buscará llegar a la franja de indecisos y, sobre todo, conquistar a la clase media, insistiendo en la importancia de lo popular y en la necesidad de regenerar la política y luchar por el ambiente.
(*) Politóloga por la Universidad de los Andes y tiene un doctorado en Ciencia Política por la Universidad de la Sorbona. Es profesora invitada en la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de los Andes e investigadora asociada al Institut des Amériques (París). Autora de El poder de la palabra: Chávez, Uribe, Santos y las FARC y de Los Pretendientes de la Casa de Nariño