La subversión del cansancio

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Estoy agotada. No soy una máquina.
No puedo escribir.
Alejandra Santillana

Lo sentimos en el cuerpo, lo escuchamos en las conversaciones, lo leemos en los muros de conocidos y desconocidos, lo sabemos: no podemos más. Y, sin embargo, nos derrumbamos sólo una milésima de segundo para luego seguir de pie, produciendo. Nuestro derrumbe es el tiempo que dura el reenvío de un sticker (el gatito tecleando desesperadamente sobre una laptop), que es en realidad un llamado de auxilio. Si lo pensamos un segundo más, en lugar de la queja, terminaremos agradeciendo a los cuatro vientos el privilegio de tener un trabajo. No uno, decenas de pequeños trabajos pulverizados. De compromisos, actividades, proyectos. De ideas para salir al paso. De toneladas de mensajes en el chat, correos que se acumulan y pendientes que se intensifican. De fechas de entrega. De más repartos en menos tiempo (según las exigencias de las apps). De informes, demandas, deudas. De exámenes por corregir y mermeladas por preparar (estamos probando nuevos giros para la subsistencia). Inhalo, exhalo. Existimos, después de todo. En nuestras mónadas metropolitanas, separades unes de otres, armades de cubrebocas y gel, existimos. Durante la conmoción global provocada por la pandemia de COVID-19, en medio de las muertes sin duelo, los despidos masivos y la economía de campamento, decir ¡estoy viva!, parece ya mucho decir. Pero alguien, en algún lugar, entre un Zoom y otro, distraídamente se pregunta: ¿es esto, en verdad, una existencia? Por primera vez en el día, ese alguien puede respirar profundamente, abrir el plexo solar. Decide desconectarse. Se trata de un soplo crítico que agita el territorio.

No es necesario que con el cansancio
se pueda dar comienzo a nada, porque
de por sí él ya es un comenzar. Su dar-
comienzo es una enseñanza. Dice
menos lo que hay que hacer que lo que
hay que dejar de hacer.
Peter Handke

El agotamiento de los cuerpos se ha difundido por la superficie sensible de la humanidad como un grito multitudinario. ¿Qué dice? ¿Quién escucha? ¿A quién interpela? No se trata de un grito nuevo, pero algo en él se ha exacerbado. Es el impasse de la nueva normalidad, una percepción corporal de que todo ha cambiado para seguir igual. O peor. Antes de la pandemia vivíamos ya en un mundo imposible, con jornadas de trabajo interminables y fechas de pago que podían variar de modo indefinido, en condiciones de empleo terriblemente débiles. Antes de la pandemia sabíamos que las categorías de trabajo fijo, derechos laborales y salario regular eran restos de otro mundo guardado en los anaqueles de la historia. Sabíamos también, gracias a Isabell Lorey, que la precariedad no es una condición marginal ni excepcional ni una tragedia pasajera que le sucede a unas o a otres, sino una forma de gobierno, es decir, una forma de docilidad inducida a través de una percepción de inseguridad permanente. Mediante la precarización, escribe Lorey, somos gobernades y seguimos siendo gobernables. Porque no se trata sólo de una forma de poder y explotación potencial, sino de un dispositivo de reproducción de modos de existencia, una forma de subjetividad. La precariedad es el cuerpo que lo puede todo aunque esté a punto de venirse abajo. Es la disponibilidad total, la capacidad para surfear entre distintas tareas y responder a todos los mensajes de WhatsApp, sin derecho a ninguna vida distinta a la que permite el tiempo de producción. Es saberse descartable, intermitente, con el terror solitario de enfrentar un desalojo por no pagar el alquiler. Es, sobre todo, la gestión empresarial, económica y política de ese terror: la renuncia del precariado a todas sus esferas de autonomía (incluidas las horas de sueño) en aras de un trabajo temporal y mal pagado. ¡Es que es eso o nada!

Fernanda Montoya, _Sin título_, de la serie _El tamaño de mi palabra_, bordado sobre manta, 2020. Cortesía de la artista

Fernanda Montoya, Sin título, de la serie El tamaño de mi palabra, bordado sobre manta, 2020. Cortesía de la artista

No hay mejor clima que la crisis para persuadirnos de que no hay otra opción que la precariedad. La garantía de un mínimo de seguridad en medio de la inseguridad generalizada. Lo único que ha ocurrido durante la pandemia es que la crisis sanitaria global, bajo sus condiciones de aislamiento y el miedo ante lo incalculable, ha intensificado las formas de perversidad y abuso laboral. La nueva normalidad no es otra cosa que el momento fundacional de un nuevo grado de control y regimentación capitalista. Es un más allá del trabajo de tiempo completo, algo más que el intento de empezar otro ciclo de hiperexplotación y expansión de los mercados a través de la renovada cibernética social. Bajo el lema que ya pregonan los empresarios por doquier: “¡El trabajo en línea llegó para quedarse! ¡Bienvenida la optimización de recursos! ¡La uberización del empleo es la alternativa! ¡Toda crisis genera una oportunidad!”, se expresa algo más que una nueva reestructuración del trabajo posfordista, esa mutación radical a la que asistimos desde hace cuarenta años y que se ha convertido en el escenario que hoy damos por sentado: globalización, flexibilidad, disolución de la organización sindical, desplazamiento del trabajo material a fábricas con mano de obra barata o trabajo esclavo, atomización del trabajo inmaterial con el celular como oficina full time, apoteosis del consumo, gobierno psíquico del algoritmo, etceterísima. Si antes de la pandemia la fábrica ya estaba en todas partes, incluida la química de nuestro cerebro, ¿qué hay de nuevo ahora? Se trata de la propensión capitalista a colonizar y debilitar extensivamente los últimos rincones de la vida. Sobre todo de aquella vida que había descubierto en su fragilidad un forma de potencia, la posibilidad de fraguar precisamente una vida otra (una vida-en-común), agrietando sensiblemente esos mecanismos de gobierno y esas conductas gobernadas.

La pérdida de consistencia que se designa con
la palabra crisis no siempre alcanza la
contundencia capaz de derrumbar hábitos y
representaciones. Pero hay ocasiones que
obligan a pensarlo todo de nuevo.
Diego Sztulwark

No quisiera omitir aquí esa grieta, ese umbral. Hacerlo sería omitir demasiado. Sería:

omitir la fuerza afirmativa y vitalizadora entrelazada con la revuelta, la alegría del cuerpo colectivo luchando por mantener con vida la vida misma, aun en su gemido de muerte,

como ha escrito Amador Fernández-Savater en Habitar y gobernar, un libro que he leído como un faro durante la pandemia. No hablar de las insurrecciones en curso sería volverme cómplice aquí, en este escrito, de la política del encierro, del “no hay alternativa”. Por eso, no olvido que una semana antes del gran confinamiento, miles de mujeres asistimos, en México y en el mundo, a la marcha multitudinaria del 8M llenas de vitalidad y de rabia. Recuerdo que, junto a mis amigas, cuerpo a cuerpo, escribí sobre una telita: “El deseo de cambiarlo todo”, ni más ni menos. Se trata de la frase con la que Verónica Gago ha descrito la fuerza telúrica de la lucha de las mujeres en su libro La potencia feminista. En ese deseo habíamos encontrado un modo de hacer de nuestra vulnerabilidad una fuerza en rebelión. Al día siguiente, convocamos a la huelga feminista, abriendo una gran conversación colectiva sobre quiénes podían parar y quiénes no, sobre el trabajo invisible de los cuidados, sobre la fábrica permanente. ¿Cuál es tu precariedad, cuál es tu huelga? ¿Parar significa también parar los flujos del capital en internet? ¿Nos desconectamos? Ésas eran algunas de nuestras interrogantes. Sabíamos que no hay salida individual a los problemas colectivos, que no se puede parar a solas. Recuerdo también que unos meses antes, desde Chile, nos llegaban las noticias del llamado de los estudiantes de secundaria a evadir masivamente los torniquetes del metro, una revuelta popular contra el aumento de los precios del transporte que involucró, más tarde, a millones de personas en una serie de movilizaciones que iban de Arica a Punta Arenas. Las reivindicaciones sociales más diversas se sumaron hasta desembocar en la demanda de una nueva Constitución, fundada en los derechos sociales, laborales e indígenas y abocada a la redistribución del ingreso.

Sofía Hinojosa, _28 hrs_, 2018. Cortesía de la artista Sofía Hinojosa, 28 hrs, 2018. Cortesía de la artista

Esos estallidos rompían el predominio aparente del “aspecto servil del gobierno de los precarios” y nos daban pistas sobre la insurrección por venir. Pero entonces llegaron el virus y la crisis sanitaria, que implicaron también un congelamiento del cuerpo colectivo a escala mundial. ¿Qué hacemos ahora? Parar, eso hicimos. Durante unas semanas, detuvimos todo. Y entonces la crisis, junto con otros usos del tiempo, se abrió como un umbral. Ahora que escribo desde la extenuación de la normalidad restaurada, confieso que siento una extraña nostalgia por aquel primer momento, que parece lejanísimo, cuando el virus irrumpió con la fuerza del acontecimiento. Una fuerza anárquica de metamorfosis, escribió Emanuele Coccia, que llegó a desordenarlo todo, a romper la linealidad no sólo de la trama del capital, sino de nuestra aparente inmunidad humana. A pesar de la incertidumbre, o quizá gracias a ella, ese periodo supuso una emergencia, en el sentido de lo que apremia y duele en la contingencia, pero también de lo que germina, de lo que surge desde el subterráneo como capacidad para imaginar los mundos que vendrán. Esa emergencia cobró la forma de una serie de preguntas radicales sobre nuestro lugar en la comunidad de lo viviente y el tipo de relaciones otras que necesitábamos profundizar con el planeta, antes de que el culto al crecimiento ilimitado lo hiciera colapsar. Parecía que la forma del capitalismo imperante había perdido toda credibilidad.

“La crisis enseña a ver los dispositivos de normalización como opresiones a destituir”, ha escrito Diego Sztulwark en La ofensiva de lo sensible, refiriéndose a la crisis argentina del 2001, que podría ser la crisis financiera del 2008 o la crisis sanitaria presente: todos ellos momentos de “engendramiento de estrategias capaces de extraer vitalidad de un medio árido, mortífero”. Ante la vida amenazada, se tejieron redes de apoyo mutuo, se abrieron foros de pensamiento radical, se escribieron montones de ensayos disidentes. Pero antes de que esas sensibilidades en emergencia llegaran a multiplicarse, el neoliberalismo (ya desacreditado) comenzó a pergeñar la intensificación de su proyecto, llamando a la restitución de la normalidad (nueva) que neutralizó la potencia de la crisis, es decir, todo lo que la llegada del virus había desvelado sobre las desigualdades imperantes. Incluso durante el primer confinamiento, una actividad trepidatoria y loca se abalanzaba sobre nosotres en internet, como una especie de respuesta despavorida ante el horror vacui de la pausa global. El ocio intensificó sus formas de consumo y trabajo transmutándose en su propia negación: un negocio. ¡El algoritmo entró en éxtasis!
Cuando las notas periodísticas comenzaron a hablar de un nuevo fenómeno, el cansancio social, no hubo tiempo siquiera para preguntarse: ¿a dónde se fue ese intervalo fértil de elaboración de saberes que había traído consigo el virus? Se fue al cansancio, un lugar que hace difícil actuar. La nueva normalidad es corrosiva, una corriente subterránea de debilitamiento extremo, depresión clínica y ansiedad. La fatiga vuelta estado de excepción permanente es el lugar más solitario de la desafección política, una dimensión somática de la crisis a la que nadie presta atención. ¡Ánimo! ¡Tú puedes! Como explica Mark Fisher, lo que ha hecho el realismo capitalista es persuadir a les trabajadores de que las fuentes del estrés se encuentran en su interioridad, su inadaptación al medio, su falta de flexibilidad o resiliencia, su procrastinación desorganizada, y no en las estructuras de la violencia económica. Todo quiere reconducirnos a los ideales de fluidez y funcionalidad, desde el mindfulness hasta los quince minutos de cardio, curas mediadas por el mercado que nos devuelven a la estabilidad.

La fatiga es el dolor físico que impide la continuación del trabajo. De ahí su peligrosidad. ¡El cansancio es subversivo! Desequilibra la máquina universal, su apariencia de todo bajo control. Mis contracturas, las tuyas, nos hablan del mundo sensible, donde la vida es frágil, no omnipotente. Politizar el malestar empieza por tocar el cansancio propio y el de les otres y, también, por mirar críticamente las docilidades que incorporamos a través de los modos de vida neoliberales. ¿Cómo disolvemos los envoltorios que nos mantienen como sujetes del rendimiento? ¡Abriéndole espacio al cansancio! Porque el cansancio es la expresión de un límite, el límite material del cuerpo. Y los cuerpos son irreductibles a los flujos del capital. En lugar de acallar el síntoma, en lugar de confinarlo en la clínica o la farmacia, la urgencia política es escucharlo, dice Sztulwark. Estos cansancios requieren ser compartidos, no privatizados.

Ha hecho falta que todo tipo de pantallas se
interpusieran entre nosotros y el mundo para
restituirnos el incomparable brillo del mundo
sensible, el asombro ante lo que está ahí.
Tiqqun

Conspirar (respirar con otros) se volvió literalmente imposible durante el confinamiento. Pero hoy sabemos que con cubrebocas y aire libre, las posibilidades del contagio disminuyen. Quizá sea el momento de volver a conspirar al aire libre y cuidarnos desde ahí (convocar a pequeños grupos de estudio, reconstruir formas de autonomía en común, emplazar a deambulaciones urbanas o boscosas, bailar a la intemperie). Salir de nuestras ratoneras en la Babilonia de la información para imaginar las otras formas-de-vida que esta crisis invoca. Tejer las redes que nos permitan decir que en el cansancio no estás sola y que la culpa no era tuya. O decirle en la cara al emprendedor interior, al jefe tiránico y al realismo capitalista: no es no. La conspiración (por ahora especulativa) puede tomar como señal el vagabundeo de Rebecca Solnit y extenderse hasta la colectiva Precarias a la Deriva.1 Caminar con otres es llevar al cansancio de paseo, ensanchar la fatiga desde donde sanar juntes. La insurrección rampante, la insurrección por venir, podría comenzar por volver al bosque del que venimos. Tender una emboscada. En un acto masivo a cielo abierto, todes les que no encajamos o no queremos encajar, arrojaremos nuestros celulares a una gran pira, para luego trepar a los árboles y permanecer ahí, en posición vegetal o pajarística, con la persistente voluntad colectiva de no hacer nada.

Revista de la Universidad Nacional de México


 

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