Bolivia | Detienen a dos exjefes militares por el Golpe de Estado de 2019
Los excomandantes de la Fuerza Aérea Boliviana (FAB) Jorge Gonzalo Terceros Lara y de la Armada Gonzalo Jarjuri Rada fueron enviados a la cárcel por el caso Golpe de Estado, por cuatro meses. Terceros deberá cumplir detención en la cárcel de Palmasola, Santa Cruz, y Jarjuri en el penal de Patacamaya (La Paz).
Ambos están acusados por los delitos de terrorismo, sedición y organización criminal por la denuncia penal interpuesta por la exdiputada Lidia Patty para que se identifique a los que participaron en los hechos que derivaron en la renuncia del expresidente Evo Morales en noviembre de 2019.
Terceros y Jarjuri fueron aprehendidos el sábado en santa Cruz e inmediatamente se los trasladó a La Paz, donde radica el proceso. Se conoce que Terceros declaró y que Jarjuri se acogió a su derecho al silencio.
La audiencia de medidas cautelares estaba prevista para el lunes, pero la juez de turno tomó el caso.
Ambos generales formaron parte de la conferencia de prensa en la que el excomandante de las Fuerzas Armadas Williams Kaliman pidió la renuncia de Morales, lo que agravó la crisis política de ese noviembre de 2019. Morales estaba acorralado por denuncias de fraude electoral, protestas cívicas y un motín policial.
Con Terceros y Jarjuri, ya son cuatro altos mandos militares que están en la cárcel. Primero se detuvo a Flavio Gustavo Arce, quien era jefe del Estado Mayor, y luego a Pastor Mendieta, excomandante del Ejército en 2019. Kaliman está prófugo.
Por este caso también están en la cárcel la expresidenta Jeanine Áñez y sus exministros Álvaro Coímbra y Rodrigo Guzmán.
Noviembre 2019, la transición que partió a Bolivia por el eje
¿Alguien preguntó por la vida y el paradero del entonces primer vicepresidente de la Cámara de Senadores, Rubén Medinaceli Ortiz? ¿Se sabe exactamente en qué momento y en qué circunstancias decidió desaparecer luego de la renuncia de Evo Morales a la presidencia en la tarde del 10 de noviembre de 2019? Pareciera que a Medinaceli se lo hubiera tragado la tierra. Se sabe que la línea de sucesión presidencial, según el artículo 169 de la CPE, fue acosada y amedrentada, no solo en las personas de la presidenta del Senado, del presidente y la primera vicepresidenta de Diputados, sino que fue extendida a sus familiares: la casa del padre de Adriana Salvatierra en Santa Cruz de la Sierra, el hermano de Víctor Borda amenazado de muerte en Potosí, la casa de la madre de Susana Rivero en Trinidad. Todo estaba perfectamente planificado: ninguno de los legalmente habilitados para instalar plenos camarales y generar decisiones en la Asamblea Legislativa Plurinacional estaría en condiciones de hacerlo porque la triple vigilancia y persecución con acciones sincronizadas —civiles, militares, policías— tenía el objetivo principal de lograr que el MAS quedara desplazado del gobierno por la fuerza.
Lo que sucedió entre el 10 y el 12 de noviembre de 2019 fue el rompimiento del poder constituido, activado por la expresión más rabiosa de la clase media urbana adscrita a una visión conservadora y étnicamente excluyente de país de la que tengamos memoria en las últimas décadas, que sacada de quicio por el prorroguismo de Evo Morales, decidió adoptar durante tres semanas lo que las organizaciones sociales bolivianas conformadas por indígenas, campesinos y obreros utilizaron históricamente como métodos de protesta: bloqueos y movilizaciones callejeras, de manera que esa clase media urbana “apolítica” ampliara su radio de acción desde las redes sociales hacia los espacios públicos de los nueve departamentos de Bolivia para impugnar un fraude electoral hasta hoy no demostrado, reclamando en principio un desempate en segunda vuelta, pidiendo a continuación la anulación del acto eleccionario y finalmente presionando para que Evo Morales dimitiera a la presidencia del Estado.
No sería presidenta del Estado Plurinacional Adriana Salvatierra. Amedrentada por civiles, militares y policías e instruida por Evo Morales, tomó la decisión de renunciar a la presidencia del Senado. ¿Rubén Medinaceli? No se sabe, no responde. Víctor Borda tampoco, si no renunciaba y osaba aparecer por la plaza Murillo, la vida de su hermano corría peligro: el asunto estaba en manos del Comité Cívico de Potosí encabezado por Marco Pumari. Ojo que ninguna de las dimisiones fue formalmente tratada y aceptada porque las cámaras se vieron imposibilitadas de instalar sesiones entre el 10 y el 12 de noviembre. Susana Rivero, en cambio, se negó a renunciar y quedaba como presidenta en ejercicio de la Cámara Baja. Estuvo en la Embajada de México desde el 10 de noviembre hasta la tarde del 13, día en que fue a la Cámara de Diputados, y asediada por uniformados en el hemiciclo recompuso la directiva que a partir de ese momento presidía Sergio Choque, y se marchó para dejar formalmente su diputación, recién el 6 de enero de 2020.
Neutralizada la línea sucesoria legalmente habilitada por los dos tercios con los que el MAS controlaba las dos cámaras, los ya conocidos y varias veces nombrados usurpadores de la institucionalidad democrática —Mesa, Tuto Quiroga, Camacho, Doria Medina, Ortiz, la jerarquía eclesiástica, tres embajadores, dos exdefensores del Pueblo, Albarracín y Villena (+)—, consensuaron en la Universidad Católica de La Paz la promoción de Jeanine Áñez a la silla presidencial que un cuarteto de senadores pertenecientes a la minoritaria bancada de Demócratas se encargó de materializar: la propia Áñez, Óscar Ortiz, Arturo Murillo y algo más atrás Yerko Núñez se valieron de la figura constitucional con la que accedió a la presidencia Tuto Quiroga en 2001 —que sí se encontraba en la línea sucesoria en su condición de Vicepresidente— y de un comunicado institucional sin valor vinculante emitido por el Tribunal Constitucional sustentando la figura del ipso facto, basada en el antecedente de Quiroga reemplazando a Banzer.
La posesión ilegal
Para desembocar en la ilegal posesión de Áñez en el viejo Palacio de Gobierno, sin haber sido elegida formalmente por nadie, se desencadenaron una serie de hechos que en exactamente tres semanas derivaron en la caída de Evo Morales, operados desde afuera por la OEA, el Departamento de Estado norteamericano, la Unión Europea y la Embajada de Brasil, y desde dentro del país a través de una concertación civil, policial, militar y eclesiástica que envalentonó a los civiles que con trastos domésticos y unas cuerdas improvisadas a las que Evo Morales bautizara despectivamente como “pititas”; supieron paralizar el tráfico vehicular alterando la cotidianidad con gran contundencia, endemoniados porque el mismo Morales habría osado instruir que no se abasteciera de alimentos a los centros urbanos del país. ¿Cómo? ¡Sacrilegio! ¿Los campesinos que cultivan la tierra, los que le dan de comer a señoras, señores, señoritas, señoritos, jailones y no jailones se atreverían a dejar de servir a los estupendos habitantes con pedigree familiar, con 4×4 a la puerta, y viajes a Camboriú o a Miami? Los trabajadores de la tierra nunca habían llegado a extremos de soportar amenazas de grueso calibre y en esta oportunidad tampoco sucedería. Los campesinos y los indios tuvieron siempre la obligación de procurar todo lo necesario para las zonas de confort.
De la protesta callejera, de los cabildos en el Cristo Redentor de la Monseñor Rivero en Santa Cruz de la Sierra repletos de plegarias y la Biblia en el atril de Luis Fernando Camacho, de los bloqueos con amarres y cuatro gatos por esquina bien distribuidos por todas las zonas de La Paz y el resto de las ciudades capitales, los “pititas” pasaron al frente, indignados y temerosos porque “la indiada” amenazaba con descolgarse de los cerros desde Pampahasi para saquear e incendiar casas. Efectivamente sucedió que las “hordas masistas”, así calificadas por Arturo Murillo, cometieron, por ejemplo, desmanes como el producido en el Chapare donde campesinos cocaleros quemaron el Victoria Resort —hotel propiedad de Murillo—, quien al día siguiente del atentado sufrido (11 de noviembre) informó que el edificio quedó reducido a cenizas y tuvo que esconder a sus familiares a fin de evitar consecuencias funestas. Cosa parecida sucedió con la casa del rector de la UMSA y miembro del Conade, Waldo Albarracín, y la presentadora de televisión Casimira Lema. ¿Eran efectivamente militantes del hasta ese momento partido de gobierno los que actuaron vandálicamente? ¿O se trataba de una confusa mezcla de actores provenientes del lumpen junto a sectores desesperados porque su presidente estaba siendo derrocado?
Los “pititas” tenían como guardaespaldas a policías y militares que cambiaron de dirección en sus tareas de sofocamiento de los desórdenes y la violencia, que decidieron vulnerar sus roles constitucionales que les impiden la deliberación pública y la no intervención en los asuntos políticos del Estado: le pidieron la renuncia a su Capitán General, el Presidente del Estado. Los “pititas” verdes, amarillos, azules y rojos fueron protegidos para arremeter, golpear, pintarrajearle todo el cuerpo y poner de rodillas a la alcaldesa de Vinto (Cochabamba) Patricia Arce. Lo hizo la Resistencia Juvenil Cochala que perpetró este acto de violencia cargado de simbolismo racista, pisoteando la wiphala para convertirla en un trapo mugroso.
Persecución política
Antes de que el 15 y 19 de noviembre se produjeran las tragedias de Senkata, El Pedregal y Sacaba, la Unión Juvenil Cruceñista, consecuente con su muy conocido accionar racista y discriminador, acorraló a ciudadanos y ciudadanas en Yapacaní y en Montero que terminaron encarcelados y torturados sin que a varios de ellos se les pudiera haber comprobado vinculación alguna con el Movimiento Al Socialismo (MAS). Era, como se dice popularmente, “gente que pasaba por ahí”. El pasado viernes 18 de junio, este periodista tuvo la posibilidad de participar en una reunión producida en La Paz con las víctimas de las violaciones a los derechos humanos en las mencionadas localidades cruceñas, personas de muy limitada condición económica, hace más de un año desempleadas. En dicho encuentro se registraron 45 testimonios de hombres y mujeres, muy jóvenes todos ellos, que todavía no han sido sobreseídos por acusaciones nunca demostradas por el Ministerio Público. La crueldad y los comportamientos extorsivos de efectivos policiales les provocaron estancias infernales en los recintos penitenciarios en los que fueron recluidos. A fin de evitar la espectacularización de un evento como éste, dramático en su dimensión humana, de los que suele aprovecharse el amarillismo periodístico, no hubo convocatoria a los medios de comunicación. Las conclusiones de dicha mesa informativa dejaron clara la urgencia de una solución judicial para otorgar libertad irrestricta a estos ciudadanos criminalizados por militar en el partido azul o tener una relación con él, como si se tratara de un delito en sí mismo. Sería bueno preguntarle a Jeanine Áñez y a los suyos, a Amparo Carvajal de DDHH, al Conade, a la Iglesia Católica, y a todos quienes facilitaron la presidencia transitoria ilegal, si esto es o no persecución política, si éstas son o no violaciones sistemáticas a los derechos ciudadanos.
La Bolivia “pitita”, en su legítimo afán de reclamar por su voto del 21F de 2016, desconocido por el Tribunal Constitucional el 28 de noviembre de 2017, fue desplegando una serie de movimientos que pasaron de la retórica agresiva a las acciones de hecho. Los “pititas” verdes fueron los ambientalistas de ocasión que armaron una campaña en redes sociales demonizando como antiecológico y depredador de la naturaleza al gobierno del MAS por los incendios en la Chiquitanía. Los “pititas” amarillos tecleaban desquiciados y producían memes en sus redes contra Venezuela, Cuba, el socialismo del siglo XXI, los cocaleros narcotraficantes y los populistas corruptos. Los “pititas” azules andaban desencantados porque habían votado —¡dos veces!— por Evo y habían quedado decepcionados por su obsesión de eternización en el poder. Y los “pititas” rojos eran los parapoliciales y paramilitares dispuestos a mancharse las manos de sangre si era necesario para hacer justicia contra esos “masistas de mierda”, idólatras de su líder.
Los “pititas” de cualquier color solo sabían a quién sacar del gobierno. No tenían idea de a quién se podía poner constitucionalmente. Su ceguera político-ciudadana se verificaba en vigilias organizadas al ingreso de la zona de La Rinconada donde se encuentra la Embajada de México, o al frente del edificio de apartamentos en el que habitaba el ministro de Gobierno Carlos Romero, o en las puertas de medios de comunicación como la televisión estatal, y en el trajinar diario en las calles en el que si aparecía alguna cara que no fuera de su agrado, se instalaba el acoso verbal y la amenaza. Podría contarlo la chofer del pseudoperiodista Entrambasaguas, alguna vez dedicada a la producción audiovisual. O también la persona que repartía vales de comida chatarra por tantas horas de sacrificio para los vigilantes con la misión de evitar las “fugas” de Héctor Arce, Juan Ramón Quintana, Javier Zavaleta o Wilma Alanoca de la residencia de la embajadora de México, María Teresa Mercado.
¿Transición democrática? ¿Gesta heroica contra la dictadura? ¿Reivindicación del Estado de Derecho? No. Instalación de un gobierno de derecha cívico policial militar, autoritario, persecutor, extorsivo, torturador y asesino. Esos fueron los resultados con que quedaron retribuidos los “pititas” por su unción cívica. Con un gobierno que malversó sus sueños y que los condujo a mascullar, 363 días después de las anuladas elecciones de 2019, otra aplastante derrota. Habían ganado el referéndum del 21 de febrero de 2016, habían tumbado a Evo Morales el 10 de noviembre de 2019 y terminaron estruendosamente derrotados el 18 de octubre de 2020 ya sin la coartada de Evo queriendo ser presidente para siempre.
Bolivia vivió un año de patetismo entre 2019 y 2020. La clase media movilizada, ansiosa por ver al “indio” expulsado del gobierno, terminó convirtiéndose en la facilitadora de un ahondamiento de lo que podría llamarse la grieta boliviana. Los militares volvieron a ser nombrados “milicos golpistas” como sucedía en los años 70 y 80. Los policías ahora son estigmatizados como “motines” por haberse rebelado contra el gobierno constitucional. Y los “pititas”, vivieron un espejismo de esperanza con su “¿quién se wrinde? Nadie se wrinde”. “¿Evo de nuevo?” Ya no, como consuelo, aunque su partido sea otra vez el que gobierna Bolivia a través de otro de esos triunfos electorales al que ya fue imposible tachar de fraudulento. Aunque volvieran a tocar las puertas de los cuarteles. Aunque pidieran al organismo electoral evitar la posesión de Luis Arce Catacora. El precio ha sido nuevamente muy alto en vidas humanas, con un gobierno autoritario especializado en destrozos, capturado por un puñado de vividores que luego de asaltar el poder, comenzaron a asaltar las arcas del Estado con desenfreno.
El 15 de agosto de 2020 Jeanine Áñez afirmó que pacificó al país dos veces. Que en ese momento se trataba de salvar vidas en la lucha contra el COVID-19. Que era necesario combatir la violencia del MAS que impedía el transporte de oxígeno por las carreteras. Vistos los acontecimientos en este primer semestre de 2021, no hay argumentos que puedan sostener esa pretendida pacificación. Se lo han desmentido, con el destape de tramas de corrupción y de represión política, los mismos que la animaron a asumir la presidencia a sabiendas de que a la larga tan temeraria decisión tendría consecuencias jurídico-constitucionales. Quedan unas cuantas “pititas” blancas esperanzadas con un cambio político por fuera de la opción del MAS. Áñez, su entorno y los negociadores de la transición trucha, les hicieron astillas las ilusiones.