¿Venezuela despolitizada? – Por Reinaldo Iturriza

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

¿Cuándo fue la última vez que usted sintió genuino interés por leer alguna nota relacionada con la política venezolana?

Parece más que evidente que viene tomando cuerpo un creciente desinterés de las mayorías populares por la política.

Hasta no hace mucho me parecía claro que nuestra situación describía el rechazo de las mayorías politizadas a un tipo específico de ejercicio de la política que creíamos superado, si bien no completamente. Pero de aquel rechazo al actual desinterés hay un trecho que puede estar conduciendo a la despolitización.

Bien entrada la segunda década del siglo XXI, hablar de mayorías despolitizadas en Venezuela a la vuelta de unos pocos años era algo simplemente impensable. Pero es importante tomar nota: los tiempos están cambiando.

Por supuesto que la clase política tiene una alta cuota de responsabilidad. Pero no basta con emprenderla de modo genérico contra la clase política, gesto que ciertamente resume, con razón, el signo de los tiempos.

Más allá de las múltiples causas que puedan estar en el origen de este fenómeno de despolitización, creo necesario poner el énfasis en la cuestión económica, y más específicamente en el progresivo deterioro de las condiciones materiales de existencia de la gente.

Suele afirmarse que el desinterés de las mayorías por la política tiene que ver con el hecho cierto de que la gente está ocupada, fundamentalmente, en resolver el día a día, y que por tal razón no tiene tiempo para otra cosa. Y en la medida en que tal afirmación refiere a una situación de hecho, pasa como una verdad indiscutible.

Sin embargo, a mi juicio, sucede justo lo contrario: el desinterés de las mayorías por la política se relaciona, sobre todo, con el hecho de que ésta ha dejado de significar el ejercicio de una actividad que le permita a la gente resolver sus problemas más elementales. Pero esto todavía sería una verdad a medias.

La otra parte de la explicación es que difícilmente pueda haber algún interés en la política si no está asociada a una idea de horizonte. El supuesto de que la gente, por regla general, es no solo tan pragmática, sino además tan cínica como para involucrarse en política exclusivamente para resolver sus necesidades materiales más inmediatas, es en sí mismo muy cínico. Es, por cierto, la idea que los políticos de la peor ralea tienen de la gente.

La Venezuela de principios de este siglo es un buen ejemplo de que las mayorías se involucran en política en la medida en que hacen suya la perspectiva de cambio favorable a corto, mediano e incluso largo plazo. No solo la situación económica de las clases populares no varió significativamente con la llegada de Chávez al poder, sino que al cabo de cuatro años había empeorado drásticamente. En tales circunstancias, con todas las apuestas en contra, las mayorías siguieron convencidas de que solo tendrían un mejor futuro junto con Chávez. Entre otras razones, porque había una idea clara de horizonte: un proyecto de país que sería realizable mediante la participación de la gente y, más que eso, con su protagonismo.

Dicho sea de paso, no es el precio del petróleo lo que permite comprender aquel convencimiento colectivo, como suele repetirse hasta la saciedad hoy día, con el agravante de que esta falsa premisa es suscrita por buena parte del chavismo oficial. Y ya que hablamos de petróleo, lo que sí es cierto es que difícilmente pueda reconstruirse una idea de horizonte si se insiste en que la tarea del presente es avanzar en la dirección de una economía post-petrolera. En Venezuela, la idea de horizonte para las mayorías populares es indisociable de la existencia de una robusta industria petrolera, lo que pasa por la plena soberanía sobre nuestros recursos energéticos.

En buena medida, es precisamente sobre la base de la defensa de nuestra soberanía económica que puede reconstruirse, a su vez, nuestra soberanía política, no en el sentido liberal clásico, de autoridad que se delega, sino en tanto autoridad ejercida por el único dueño originario del poder soberano que es el pueblo, que la ejerce para transformar el actual estado de cosas.

El Otro Saber y Poder

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