Como una muralla – Por Martín Plot

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Como una muralla, así fue como se desempeñó el establishment del Partido Demócrata de los Estados Unidos desde los últimos años del gobierno de Barak Obama hasta las elecciones presidenciales de 2020. Como una muralla, las elites partidarias antepusieron el coro de loas a la administración Obama a la sensación, extendida entre jóvenes, pobres e hispanos, de que el “yes we can” había sido más slogan publicitario que proyecto político reformista. Como una muralla, el Democratic Nacional Committee se le plantó a quién osara poner en duda la determinación de que en 2016 era Hillary Rodham Clinton la que debía acceder a la presidencia—lo que hizo que Bernie Sanders se convirtiese, precisamente por osar hacerlo, en el adversario número uno tanto de sus principales figuras como de sus autodesignados representantes en las instituciones de la sociedad civil (sobre todo los bancos y las universidades) y en las redes sociales. Como una muralla, la alianza económico-política de los principales medios de comunicación con el principal partido de oposición se abroqueló, una vez asumida la presidencia por parte de Trump, para rechazar cualquier interpretación de su llegada al poder que supusiese alguna responsabilidad de las elites culturales, económicas y políticas en ese desenlace. Como una muralla, esos mismos actores respondieron a esa atribución crítica de responsabilidad, nuevamente encarnada en una segunda candidatura de Sanders, cuando todo parecía indicar que a ningún candidato del establishment por sí solo le daría la talla para vencerlo. Como una muralla, estos mismos actores hicieron cuanto pudieron para que la imagen de un futuro deseable—algo imprescindible para el éxito de un proyecto político—se pareciese más a un pasado inmediato convenientemente idealizado (“the Obama years”) que a un proyecto inclusivo y ambicioso de sociedad que permitiese disputar, en intensidad y convocatoria, con el discurso de odio y resentimiento del Partido Republicano.

Como una muralla, inconmovible. Pero como toda muralla, desde las ciudadelas de la Edad Media a la América fortificada de Trump, ésta se mostró eventualmente porosa y destinada a convertirse en ruina. Pero antes de convertirse en ruina, toda muralla, al menos durante un tiempo, cumple con su función y, a pesar de lo decepcionante de la elección de Biden—si la comparamos con lo que habían pronosticado las encuestas desde al menos el año pasado, y si pensamos en lo debilitado que llegaba Trump a las elecciones como consecuencia de la pandemia y la recesión económica asociada—los actores políticos, culturales y económicos dominantes en la coalición que es el Partido Demócrata lograron bloquear las dos tendencias políticas que amenazaban sus posiciones de poder: la avanzada progresista al interior de su partido y los intentos reeleccionistas de Trump. No es descartable, entonces, que esta sorprendente efectividad introduzca nueva vitalidad en un liderazgo hasta ahora tambaleante y adormecido, haciendo de la futura “administración Biden” un exitoso retorno a la normalidad. Lo que ocurre, de todos modos, es que la normalidad a la que querrían retornar los sectores dominantes de la coalición demócrata es precisamente ese mundo en movimiento, con sectores mejorando y otros empeorando su posición relativa, tanto económica como simbólica, en la trama social, que llevó hace solo cuatro años a los republicanos al poder.

La dinámica detrás de la elección de Trump, una vez confirmada ésta, desencadenó, a su vez, la profundización de un fenómeno que venía ya dándose desde hace décadas en las coaliciones partidarias norteamericanas. Por un lado, el Partido Demócrata de los años noventa—como el menemismo en la Argentina durante el mismo período—había aceptado la hegemonía global del neoliberalismo emergente y decidió, de modo algo resignado, convertirse en el vehículo plebeyo de la aceleración de las reformas neoliberales que los mercados exigían. Pero este cambio en la orientación general de la dirección del partido no se dio solamente en el ámbito de las políticas públicas o, incluso, del discurso político—“the time of big government is over”, dijo Bill Clinton. Esta transformación fue de a poco trasladándose al entramado cultural que rodea a la colación demócrata, haciendo que el horizonte de todas maneras igualitario de las posiciones liberal o de la izquierda del centro político norteamericano, pusiese cada vez más de relieve cuestiones identitarias o de reconocimiento y cada vez menos cuestiones de igualdad socioeconómica o de mayor acceso a bienes y servicios públicos. En este proceso, la “cuestión social” fue cada vez más dejada en manos de la lógica “espontánea” del libre mercado o, mucho más gravemente, del endeudamiento generalizado que cubrió y cubre a los sectores más desfavorecidos de la sociedad—independientemente de sus características étnicas o de género—como modo de acceder, en un marco de incertidumbre e inseguridad económica creciente, a bienes como la educación superior, la atención de la salud o la vivienda. Ya hacia fines de los años 90’, el filósofo Richard Rorty llegaba a la siguiente conclusión: si la “izquierda cultural” y el Partido Demócrata no retoman pronto la causa de la igualdad económica y social, “algo se va a romper [y] el electorado menos afluente va a decidir que el sistema lo ha traicionado y comenzará a buscar un hombre fuerte al que votar.”1

Pero los años subsiguientes no pusieron fin a esta tendencia de la constelación cultural y económica representada políticamente por el Partido Demócrata. Después de Clinton vendría la disputada elección de 2000, la presidencia de George W. Bush, el 11 de septiembre de 2001, la guerra contra el terrorismo y la invasión y ocupación de Iraq. El rechazo a la creación durante esos años de lo que Judith Butler llamó un Estado de Seguridad Nacional2 por parte de los sectores más democráticos de la sociedad, pero sobre todo los calamitosos fracasos de la invasión de Iraq y la incapacidad de prevenir la crisis financiera de 2008, hicieron que un candidato carismático, joven, afroamericano y, sobre todo, crítico de la aventura de Iraq, ganase las elecciones de ese año por márgenes no vistos desde hacía mucho tiempo. La llegada de Obama a la presidencia, de todos modos, hizo poco por cambiar la manera en que las prioridades y los discursos del Partido Demócrata venían transformándose desde los años de Clinton. En una línea: el partido del New Deal en los años treinta y aliado institucional del movimiento por los derechos civiles de los años sesenta, un partido popular al que votaban mayoritariamente los sectores económicamente desfavorecidos con relativa independencia de sus otras identificaciones sociales o culturales, fue paulatinamente atrayendo a votantes cada vez más afluentes y de mayor nivel educativo, a la vez que lograba retener y aumentar la fracción de votantes de las minorías étnicas que se volcaban por sus propuestas culturales inclusivas. Pero no todo fue atracción en el equilibrio inestable que es la preferencia electoral y la identificación política de los ciudadanos: a la vez que los sectores afluentes se reconciliaban cada vez más con la diversidad y multiculturalidad de la sociedad contemporánea y se volcaban al Partido Demócrata, sectores comparativamente desfavorecidos tanto económica (como resultado de la precarización laboral y la desindustrialización) como simbólicamente (como resultado de la creciente incorporación de las minorías étnicas y religiosas al mainstrean de la vida cultural y económica de la sociedad) comenzaban a inclinarse hacia el Partido Republicano.

Este proceso no comenzó con Trump, permítanme subrayar—ya que todavía estoy hablando de los años de Clinton a Obama. Este proceso fue paulatino y la atracción que ejercía el Partido Republicano sobre los votantes blancos y cristianos (como dijimos, “comparativamente” desfavorecidos vis-a-vis otros grupos demográficos o identificaciones religiosas) se basaba fundamentalmente en una creciente adopción de la misma lógica identificatoria que había ya capturado la imaginación política de la coalición demócrata—la llamada identity politics. Pero esta apropiación lo hacía por supuesto revirtiendo su lógica igualitaria: el Partido Republicano fue, así, convirtiéndose cada vez más en lo que ya en 2008 el teórico político William Connolly llamó “máquina de resonancia cristiano-capitalista”3, una articulación de actores y discursos que entrelazaba de manera productiva (en el sentido foucaultiano) y “amplificadora” (porque logra ser más que la suma de sus partes) una mirada restauradora de las jerarquías ahora amenazadas—jerarquías tanto religiosas como étnicas y de género—e identificada con el neoliberalismo económico como mecanismo excluyente de organización de la cooperación social. La consolidación de esta máquina de resonancia cristiano-capitalista como la base social e imaginaria del Partido Republicano constituyó, así, la prehistoria inmediata de la llegada de Trump al poder. Y esta última lo que hizo fue ponerle la frutilla al postre: un poco de nacionalismo económico y étnico le dio el sentido de resentimiento anti-elitista que necesitaba para mantenerse competitivo. La llegada al poder de la política identitaria lo haría, así, de la mano de la identidad menos pensada: el supremacismo blanco.

Volvamos entonces para terminar a la metáfora con la que comenzamos. Una muralla opera como dique de contención que puede tanto retener como ser rodeado por aquello que pretende bloquear. Hasta ahora la dinámica fue la ya descripta: la muralla demócrata ha logrado contener las tendencias progresistas dentro del partido que exigen un mayor igualitarismo socioeconómico—acceso universal a la atención de la salud, universidades públicas gratuitas, aumento del salario mínimo—, el fin del racismo institucional y un mayor compromiso con las regulaciones del mercado requeridas para detener el calentamiento global. Una agenda ambiciosa que el establishment partidario se ha negado a adoptar, pero que sin embargo obtiene consistentemente el apoyo de una mayoría de sus votantes en casi todas las encuestas. Estas demandas fueron contenidas hasta el proceso electoral y la pandemia de 2020, pero el acercamiento de Sanders a Joe Biden, el carisma y la potencia enunciativa de Alexandria Ocasio-Cortez y las otras legisladoras integrantes del Squad, y el impacto devastador del Covid-19, pueden haber logrado erosionar la capacidad de bloqueo de la muralla interpuesta por el establishment demócrata. Por otro lado, de todos modos, la muralla hacía tiempo que venía siendo rodeada por votantes blancos empobrecidos de las regiones posindustriales de Estados Unidos, sectores que a falta de proyecto socioeconómico igualitario, no de modo mayoritario pero sí suficientemente para los republicanos, aceptaban la explicación xenófoba y misógena de sus pesares que éste les ofrecía. Esta atracción de votantes blancos empobrecidos por parte del Partido Republicano está lejos de ser completa—en promedio, los votantes demócratas siguen siendo de menor poder adquisitivo que los republicanos—pero sin duda le ha dado a este partido la chance de seguir disputando electorados y regiones claves con un Partido Demócrata “en los papeles” demográficamente mayoritario.

Los días posteriores a las elecciones presidenciales de 2020 nos encuentran con los siguientes dilemas: de ser derrotado, como parece inevitable—escribo mientras aún se siguen contando votos en estados clave—¿qué camino tomará el Partido Republicano? ¿tratará éste de continuar fortaleciendo su máquina de resonancia cristiano-capitalista con un discurso xenófobo y racista que atribuya la responsabilidad por el creciente deterioro de las condiciones de vida de los blancos pobres a las otras minorías étnicas o abandonará este último camino y buscará hacer del discurso del libre mercado algo capaz de cautivar también a los electores hispanos y afroamericanos? De resultar triunfante, ¿continuará el Partido Demócrata convirtiéndose en el representante exclusivo de una alianza de sectores cultural y económicamente privilegiados de las ciudades y los suburbios con las minorías étnicas y religiosas que continúan incorporándose a la vida social estadounidense o se decidirá también por la formulación de un proyecto igualitario en lo económico-social? Es muy temprano todavía para esbozar respuestas a estas preguntas. Lo que de todos modos puede ya decirse es que de seguir comportándose el Partido Demócrata como una muralla cuyo propósito es seguir bloqueando a los sectores más progresistas de su base electoral, las opciones disponibles para el Partido Republicano seguirán ampliándose de modos inesperados—con el consecuente riesgo que esto puede suponer para el mismo régimen democrático—y el Partido Demócrata se verá cada vez más imposibilitado de ofrecer un proyecto inclusivo y sustentable de país que permita canalizar las demandas crecientes de los sectores más postergados y de desactivar los resentimientos generados por la asfixiante desigualdad que domina la vida cotidiana de los miembros de la sociedad norteamericana contemporánea.

Martín Plot: Investigador del Conicet, profesor de teoría política del Idaes en la Unsam. Se acordaba con mucho cariño de Buenos Aires durante los años que vivió en Nueva York y Los Ángeles y ahora en Buenos Aires hace lo propio con sus ciudades adoptivas.

Fuente – Revista Bordes de la Universidad Nacional de José C. Paz


 

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