A propósito del lawfare – Por Federico Delgado
Por Federico Delgado
El lawfare no es simplemente la judicialización de la política. Nuestro sistema judicial está envuelto en sospechas. El lawfare se despliega en un contexto de crónica debilidad institucional. Cuanto menos democrática son las prácticas delos que ocupan el gobierno, estas se expresan a través de acciones violentas alojadas en formatos legales.
El lawfare es una palabra cuya definición teórica está en plena construcción. Para eludir estos problemas me voy a limitar a describirlo como una práctica. Se trata de un comportamiento antiguo. Sólo para situarlo históricamente, tomo como punto de partida la perspectiva de Charles Dunlap Jr., quien revivió el concepto en año 2001. Habló del uso de la ley como un arma no convencional por los grupos terroristas para enfrentar a un poder superior en términos militares. En la República Argentina las cosas no son tan parecidas.
Aquí, el sistema judicial está envuelto en sospechas. Y sabemos que la legitimidad del poder judicial se juega en el grado de credibilidad de las sentencias. Esa sospecha general trae aparejada otra: la arbitrariedad. Por su baja aceptación general, automáticamente las sentencias son percibidas como arbitrarias. Se intuye que su motivación no tiene que ver sólo con la ley. En nuestro caso, la sospecha sobre el trabajo de jueces y fiscales tiene al menos dos causas. Por un lado, el sistema de designaciones de magistrados, surcado por una combinación de razones de mérito y amiguismo. Por el otro, la carencia de incentivos para que jueces y fiscales sean leales con la constitución y la baja capacitación técnica. Pero la sospecha y la percepción de sentencias arbitrarias es algo diferente a la práctica del lawfare.
Nuestro sistema judicial también permanece afectado por la judicialización de la política. Se trata de una práctica conectada con la del lawfare, aunque diferente. Llevar la política a la justicia constituye un hábito frecuente porque el sistema jurídico lo favorece. El control de constitucionalidad difuso permite que cualquier juez pueda en el marco de una causa judicial declarar una ley inconstitucional sin ningún tipo de costo. Muchos dirigentes renuevan en la justicia lo que perdieron en la arena del parlamento. También se judicializa la política disfrazando responsabilidades políticas de jurídicas. El ejemplo paradigmático es el del incumplimiento funcional que usa la oposición para desgastar a un funcionario. A veces los oficialismos escogen ese camino especulando con que el tiempo disuelva el problema político que podría afectar a la coalición. En cualquiera de esas variantes, la justicia toma casos que no puede resolver de acuerdo con la ley. Aumenta así la sensación de ineficacia y los magistrados establecen relaciones impropias con la dirigencia. Pero esto también difiere de la práctica del lawfare, porque se trata de comportamientos reñidos con la ética que suponen un uso “legal” de la ley, pero no “legítimo”
La práctica del lawfare es otra cosa. Se despliega sobre un contexto de crónica debilidad institucional, que se distingue por la ausencia de un espacio público mediado por la ley, susceptible de impedir que el más poderoso doblegue al adversario hasta anularlo si es posible. Guillermo O’Donnell lo graficó muy bien en “Y a mí que mierda me importa” Brevemente. De esa frase tan común extrajo el modo en que una sociedad supone la violencia y la repone. Cuando alguien nos interpela “desde arriba” de un modo violento, respondemos “ubicándolo”. Pero en esa “ubicación” renovamos la violencia. Ello revela con nitidez que el elemento para dirimir los problemas es la confrontación. O’Donnell lo llamó “corporativismo anárquico”, para describir un juego suma cero mediante el que una corporación quiere hacer valer “su” interés” contra la “otra”, aunque ello suponga su anulación.
Así, la práctica del lawfare aquí se mueve sobre un sustrato violento. Intuyo, entonces, que cuanto menos democrática sean las prácticas de la coalición que ocupa los roles de gobierno, es probable que se exprese a través de acciones proporcionalmente más violentas alojadas en formatos legales. Ello requiere reconfigurar el funcionamiento de un sector del sistema judicial, que comienza a trabajar codo a codo con el ejecutivo al que debería controlar. Jueces y fiscales vuelven verosímiles situaciones jurídicas muy opinables y cometen ilegalidades en nombre de la ley. Pero a esos jueces y fiscales hay que dotarlos de legitimidad, ya que su palabra está sospechada. Ese trabajo lo hacen los medios de comunicación. Por las características del texto no puedo detenerme en este punto. Pero la práctica del lawfare funciona con tres patas; la necesidad del ejecutivo, la colaboración de un sector de la justicia y las empresas de medios que vuelven verosímil lo que es opinable. Voy a cerrar la exposición con un ejemplo para poner en movimiento la tríada.
La premisa es que el ejecutivo quiere usar la ley ilegalmente para suprimir a un potencial adversario. Un sector de la justicia tiene que ejecutar la tarea ¿Cómo? Jueces y fiscales llevan adelante los juicios mediante procedimientos que les marcan el sendero. Como no hay dos casos iguales, los códigos prevén zonas grises para que los magistrados administren el camino hacia la sentencia definitiva que supone el fin del proceso. Esas zonas grises pueden usarse para mal. Veamos.
Supongamos que el fiscal acusa a un funcionario de defraudar al Estado porque recibió coimas a cambio de asignar obras públicas a determinadas empresas. Supongamos que el acusado lo niega y que plantea que una pericia demostraría que pagó un precio justo y que no existieron coimas. Supongamos ahora que el juez, de la mano de esas zonas grises de los procedimientos, responde que no es necesaria esa pericia, que es un intento del acusado para perder tiempo y sigue adelante. Supongamos que en esas condiciones el fiscal y el acusado llegan a un juicio oral y que el acusado es condenado.
En tal caso ¿el juicio fue formalmente legal? Si. El juez estaba en condiciones de decirle al acusado que la pericia no era necesaria. Pero ¿es justo de acuerdo con nuestra Constitución que un acusado no pueda defenderse? No. Esta práctica ilegal tiene que ser difundida como legal mediante múltiples mensajes que enfaticen que el acusado fue condenado y que invisibilicen sus quejas, aunque sean correctas. De este modo, una situación verosímil -un posible caso de corrupción-, juzgado de manera anómala, es presentado a la sociedad como un acto de justicia contra el flagelo de la corrupción.
El elemento que distingue a esta práctica es que la justicia aparece amalgamada con el poder ejecutivo para encerrar a quienes impugnan el orden por “abajo” reclamando justicia sustantiva y por “arriba” a los que lo desafían a través de coaliciones políticas. La alianza estratégica con las mass media, por su parte, integra el esquema y dota de legitimidad a la práctica del lawfare. Un paréntesis. Esta alianza también puede funcionar “a la defensiva”, por ejemplo para anular a los sectores probos de la justicia que buscan hacer su trabajo con respecto a un funcionario del gobierno. En tal situación, se lo descalifica para minimizar su credibilidad. Sigamos.
En esta articulación la justicia se volvió un actor central, ya que la aplicación de la ley aloja la violencia de las prácticas de quienes detentan el poder, con la “garantía” de credibilidad que proporcionan los medios de comunicación masiva.
La práctica del lawfare suprime la ciudadanía, es un elemento de des-ciudadanización. Por ello, supone una potencial reorganización al interior del espacio público, en la medida que la justicia aparece subordinada a estrategias de eliminación del oponente mediante la ley como arma. Por ello, cuando alguien sufre esta práctica y confiando en la ley la invoca ante los jueces y fiscales ligados al régimen, los funcionarios le contestan: ¡¡¡y a mí que mierda me importa!!!
Acerca del autor / Federico Delgado, Abogado (U.B.A.), Licenciado en ciencia política (U.B.A.), Profesor universitario, Fiscal en lo criminal y correccional federal
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