El gobierno de Colombia no sabe enfrentar el asesinato de sus líderes sociales – Por Andrés Páramo
El gobierno de Colombia no sabe enfrentar el asesinato de sus líderes sociales
Por Andrés Páramo Izquierdo *
La llegada del año nuevo a Colombia no dio respiro a la tragedia que el país ha visto alargarse desde hace ya mucho tiempo: las noticias han informado, semana tras semana, y prácticamente desde el día uno, la cifra cada vez más grande de líderes sociales asesinados.
En este arranque de año, se hizo emblemática la noticia de las amenazas de muerte contra Leyner Palacios Asprilla, líder social del municipio de Bojayá, departamento de Chocó, y secretario ejecutivo de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico. Desde hace meses, Palacios había puesto las alertas sobre lo que todo el país se enteró después: los pobladores de Bojayá estaban atemorizados por la disputa territorial que estaban teniendo el grupo paramilitar Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). La comunidad dijo que, el 31 de diciembre de 2019, 300 hombres de las AGC confinaron a un centenar de familias.
El caso de Palacios ilustra la realidad que viven miles de líderes sociales a diario. El trabajo que hace desde su comunidad, ese ejercicio democrático de oír a las personas, entender problemáticas, presentar propuestas y levantar reclamos —como los que presentó en una carta dirigida al presidente Iván Duque sobre la guerra en la región, su asocio con la minería a gran escala y la agroindustria, así como el hecho de decir que las comunidades indígenas o afrodescendientes no tienen control sobre el uso de la tierra— le vale su seguridad personal. La historia se repite, con ciertos factores distintos, por todo el territorio colombiano.
Los líderes sociales existen por cuenta de vocerías autónomas que han venido tomando en sus comunidades, a través de las cuales expresan reclamos y ejercen derechos, como la restitución de tierras despojadas, la seguridad alimentaria, el control del territorio, el cumplimiento de los acuerdos de paz firmados por el gobierno de Colombia y las FARC en 2016. Por eso los matan. En Colombia, hoy, esos asesinatos se cuentan por cientos.
De acuerdo con el profesor de Economía de la Universidad del Rosario, Juan Fernando Vargas, el recrudecimiento de este sin sentido viene desde 2014, el año en que la guerrilla de las FARC anunció un cese al fuego permanente. Su libro ”Killing social leaders for territorial control: the unintended consequences of peace”, que hace un estudio de los datos de líderes sociales asesinados de 2011 a 2017, es también una ilustración de lo que ocurre con Palacios.
Desde 2014, explica el profesor Vargas, el fenómeno crece sobre todo en las zonas que una vez ocupó la hoy extinta guerrilla: otros grupos irregulares al margen de la ley como el ELN o bandas criminales al servicio del paramilitarismo, han tratado (o conseguido) tomar esos lugares. Como se trata de disputas por el territorio, cualquier mesa democrática que plantee un uso distinto de él, o que sea devuelto a sus pobladores, es una amenaza para estos grupos. Las cifras que recauda el programa Somos Defensores lo ratifica.
Esta problemática, que debería ser prioridad hace rato para un gobierno serio, ha sido malentendida por los dos últimos de Colombia: tanto por el del expresidente Juan Manuel Santos, como por el del mandatario actual, Iván Duque.
Es más, se ha convertido en un infame caballito de batalla para decidir en cuál de los dos se ha matado menos. En el gobierno de Santos el entonces ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, quiso minimizar la problemática diciendo ante las cámaras, sin sonrojarse, que la “inmensa mayoría” de los líderes que morían en el territorio se derivaban “de un tema de linderos, de un tema de faldas”.
Como si no supiéramos lo que venía, nos estrellamos de frente con el gobierno de Duque, que constantemente busca recordarnos no tanto la problemática, sino su reducción por cuenta de su mandato.
Así nos lo viene presentando su alto consejero en Derechos Humanos, Francisco Barbosa, quien no duda en decir que en 2019 se redujeron los asesinatos de líderes sociales en los mismos periodos del año inmediatamente anterior (el último del gobierno Santos). Así: en julio, 35%; en octubre, 47%; y en diciembre, 25%. Esto lo ha repetido con insistencia el presidente mismo, diciendo que, pese a todo, la reducción de la cifra no lo “llena de complacencias”.
No debería, presidente. En primer lugar, porque la metodología con la que miden esa reducción está mal hecha, como lo ha probado en dos ocasiones el profesor de la Universidad Nacional Rodrigo Uprimny: los datos, que Barbosa toma de la Oficina de la alta comisionada de Naciones Unidas de Derechos Humanos, están incompletos, pues esta entidad aún no ha dado una cifra consolidada de los mismos. Tomar como cifra total los casos documentados, cuando hay todavía unos en verificación, es, como dice Uprimny: “Una grosera falta de transparencia”.
Pero al presidente no debería llenarlo de complacencias tampoco este regateo indecente del número de muertos. Reducir el problema a eso, con una metodología espuria de por medio, es simplemente una cachetada en la cara de la sociedad que realmente quiere protección.
Y esta es una deuda histórica por parte del centro administrativo y político de Colombia. Negar su sistematicidad o insistir en su reducción es simplemente estar alejados, como siempre, de una realidad cotidiana que viven los defensores de derechos humanos día a día en el territorio. Los líderes que antes eran invisibles, son, por cuenta del vacío de poder que dejaron las FARC, un blanco fácil para la violencia. Entender su lucha, sus reclamos y sus labores diarias es una tarea pendiente del Estado.
* Periodista colombiano. Ha sido editor de opinión del diario El Espectador y editor en jefe de Vice Latinoamerica.
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