Las victorias del EZLN – Por Hermann Bellinghausen

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Por Hermann Bellinghausen *

No son lo mismo Los tres mosqueteros, diría el chiste, que 25 años después. Desde luego que no. Si lo fueran, qué sentido tendría conmemorar un cuarto de siglo del levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Su pura acción el Año Nuevo de 1994, suicida como parecía, de un solo disparo (la formidable Declaración de la Selva Lacandona) dio en múltiples blancos, más de los esperados. En pocas horas echó a andar un nuevo ciclo histórico a escala regional y nacional con repercusiones mundiales. Venido del rincón más olvidado de la patria, pocas veces un escopetazo solitario dio vida a tantas cosas importantes.

Puso a Chiapas en el mapa, se decía. Más bien puso al mundo en el mapa de Chiapas. También puso en duda un montón de cosas, desde la pertinencia del reloj único occidental hasta la insensatez económica que coronaba el Tratado de Libre Comercio con América del Norte estrenado esa misma madrugada. El torpedo zapatista pegó en la línea de flotación del gobierno mexicano, que en minutos perdió el aura de invencible y tuvo que apechugar con la revuelta.

Para las comunidades de las montañas de Chiapas significó un paso adelante en su propia historia, la conquista de la autonomía (no llamada así entonces), la dignificación de su democracia interna y el derecho a la palabra. En vez de morir, bailaron. Recuperaron las tierras de la selva y cimentaron un futuro sólido que 25 años después es un hecho consumado. A despecho de que los reflectores la mantienen fuera del radar, la experiencia zapatista, la cotidiana y real, de por sí acontece fuera del espectáculo y la actualidad noticiosa. El movimiento rebelde, clandestino de origen e interiorizado por la paciencia y la experiencia de los pueblos, materializa el renacer intuido por Guillermo Bonfil en México profundo. Cumplió con ser el despertador mexicano.

Si para México significó el contundente rechazo campesino a la traición agraria del gobierno salinista formalizada en 1992, para el mundo encarnó la primera movilización contra la dictadura de los mercados, creó un discurso fresco para la izquierda sin brújula y fecundó las inminentes resistencias globales contra el monopolio del poder económico mundializado. Fue el primer movimiento social en tener a su disposición las armas de la red y sus redes, y aprovecharlas ampliamente.

Impuso la cuestión indígena en el tablero político y el debate sigue vivo más allá de este 2018, como constatamos diariamente. El tiempo reveló que para los propios pueblos originarios el despertador había sonado justo a tiempo, las generaciones en curso y las venideras se concebirían de otra forma, señaladamente las mujeres, encontraron que con organización y conciencia limpia todo es posible para conseguir las exigencias más hondas. ¿Quién no suscribiría las 13 demandas zapatistas? Un cuarto de siglo después, a despecho de las diferencias ideológicas y prácticas, no hay un solo pueblo indígena de México que no esté en deuda con los rebeldes.

Para los pueblos originarios significa lo más cercano a una revolución suya que han tenido a escala política, mental y humana. A los pueblos zapatistas la rebelión, lejos de matarlos, les garantizó mejor vida y el precioso derecho a gobernarse. Pasan los años y no dejamos de ver a sus juventudes fluir, incesantes y renovadas, caudal que son de un río auténtico que junta las aguas al descender de la montaña. Heráclito diría que el río nunca es el mismo. Pero es río siempre.

El zapatismo enseñó a los mexicanos que presidente se escribe con p minúscula y se le puede desconocer con justicia, declarle la guerra con legitimidad, denunciar sus crímenes con toda razón. El Estado desnudó su pequeñez moral al desconocer su firma en los Acuerdos de San Andrés, y los zapatistas los hicieron ley en sus territorios. La creación de las juntas de buen gobierno consolidó la única aternativa viable hasta ahora de gobierno en el país.

Hay más victorias pero se acabó el espacio. Los desafíos del despertar indígena seguirán vigentes aunque el Estado diga transformarse. La deuda histórica de la Nación con los pueblos originarios no se pagará negando que el indigenismo ha muerto, que la limosna es un insulto, que la megalomanía desarrollista del Estado inexorablemente pasa por el despojo y que los pueblos habrán de ser sujetos de derecho.

La Jornada


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