Chile – Una reflexión en torno al estallido social: Empuña el Arma del Pensamiento
Una reflexión en torno al estallido social: Empuña el Arma del Pensamiento
Lo que está sucediendo en Chile es sin duda fruto del despertar de un sentido común que ha sido aplastado a lo largo y ancho de los últimos cincuenta años (y en la América, con todos sus matices, de los últimos quinientos), e invisibilizado por la crisis educativa más aberrante. Un sentido común que hoy le hace justicia a todos nuestros padres y abuelos, a todos nuestros muertos del sinsentido neoliberal y militar.
Lo que está sucediendo en Chile es sin duda fruto del despertar de un sentido común que ha sido aplastado a lo largo y ancho de los últimos cincuenta años (y en la América, con todos sus matices, de los últimos quinientos), e invisibilizado por la crisis educativa más aberrante. Un sentido común que hoy le hace justicia a todos nuestros padres y abuelos, a todos nuestros muertos del sinsentido neoliberal y militar.
Ninguna ley puede jamás levantarse por sobre el sentido común. Porque fue creada -se supone- a partir de él y desde él es que debe extenderse. El sentido común entendido como esa dimensión de acuerdo general que condensa los valores, las consideraciones éticas básicas y las lógicas de acción que emanan de manera natural de una sociedad o de una comunidad en función del bienestar y el resguardo colectivos (teniendo en cuenta la interdependencia humana inherente a todo orden social, cuestión que no puede evadirse). Lo que a ti te pase puede pasarme a mí, y viceversa. Ninguna ley o sistema legal ha sido capaz nunca de resolver realmente esta circunstancia, porque en su inflexibilidad, en su condición de papel muerto y permanente, inmodificable en la contingencia misma, inalterable en el momento de los hechos, no puede leer la realidad, es incapaz de amoldarse al transcurrir cotidiano, a la refulgencia de la vida diaria. Se salta todo contexto, se salta toda situación real, olvida toda condición humana. No puede pensar por sí misma.
Pero la incomprensión generalizada de esta condición fundamental ha sido la piedra de tope para todas las revoluciones y al mismo tiempo el punto ciego (o el propósito cruel) del conservadurismo. Ambos han llegado históricamente siempre a suponer –quizás por orgullo, quizás por evasión– que debe existir una fuerza superior que debe regir a la sociedad por sobre la experiencia y la construcción contextualizada, territorial y colectiva, para que esa sociedad funcione, marche. Curiosamente, ha sido esta misma marcha la que ha llevado siempre a repetitivos y memorables estallidos sociales. Y hoy no es la excepción. Pero ¿Por qué es importante pensar en esto, mucho más allá de reafirmar la idea consabida de que las leyes las hacen unos pocos para proteger sus propios privilegios?
Porque en este punto exacto se funda toda la perversidad del sistema en que vivimos: en él resuena el eco de la voz del guardia que te dice que no te puede dejar pasar al metro –porque “la ley lo dice”- aun cuando le estás explicando que se te quedó la tarjeta en casa, te robaron o realmente no tienes plata para recargar un pasaje; el eco de la voz del profesor escolar que no te deja salir al baño –porque “no se puede”- aun cuando le estás explicando que no das más o que tienes una emergencia; el eco de la voz del señor del quiosco de la esquina respondiéndote con displicencia “no sé nada yo” –porque él “sólo vende y lo demás no le incumbe”- cuando le pides ayuda o amparo en medio del estallido de bombas lacrimógenas; el eco del silencio del transeúnte que pasa de largo con desconfianza –porque “no se debe hablar con extraños”-, evadiéndote, un día cualquiera, cuando te acercas a preguntarle por una calle o una dirección.
La penetración en nuestra mente de la fuerza de la ley por sobre el sentido común ha llegado a tal punto que puede verse a la gente regirse por la misma lógica operativa en los contextos más insospechados, defendiendo como “justicia” una igualdad ante la ley que, en la práctica, no lo es, y que es la misma que permite que un inmigrante muera de hipotermia en una calle por causa de un amparo legal evadido por el Estado, o que una persona sin recursos se vea, ante un sistema que evade el hecho fundamental de que Chile posee uno de los índices de repartición de la riqueza más vergonzosos del mundo, excluida del derecho a la educación. Como si defender de por sí a una institución cualquiera (sólo por estar dispuesta “para todos por igual”) garantizara ecuanimidad y prudencia en su actuar, aun cuando estuviera – por ejemplo, en un estado de excepción nacional- atentando contra la vida y el bienestar civil.
Lo que está sucediendo en Chile es sin duda fruto del despertar de un sentido común que ha sido aplastado a lo largo y ancho de los últimos cincuenta años (y en la América, con todos sus matices, de los últimos quinientos), e invisibilizado por la crisis educativa más aberrante. Un sentido común que hoy le hace justicia a todos nuestros padres y abuelos, a todos nuestros muertos del sinsentido neoliberal y militar. Si el poder ya ha dejado notoriamente de regir “por el bien común”, pues tendrá que instalarse entonces el gobierno popular del “sentido común”, allí donde el ejercicio del pensamiento –autónomo, constante, solidario- se levante en primera línea de acción. Hacer uso de él, de aquí en más, es y será arma fundamental. Ya no se puede ni se podrá volver a evadir.
Quizás esto lo haya dicho y escrito ya toda la historia de la teoría política. Pero no está de más decirlo otra vez. Repetirlo hasta el cansancio, hasta el tedio o hasta la revolución. Como cantara una rapera chilena, una artista lúcida y valiente, “el egoísmo (y, por qué no, el capitalismo que lo ampara) abarca su ausencia en sí mismo”.
Aprovecha este vacío y empuña el arma del pensamiento.
Vicenta Pesutic García