Chile: Inmigración, populismo derechista y xenofobia – Por Gustavo González Rodríguez
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Gustavo González Rodríguez *
El culpar a los emigrantes por el desempleo es un discurso repetido por los gobiernos y movimientos xenófobos, que culpan por la desocupación a la fuerza laboral extranjera, mientras la robotización amenaza de manera real a 40% de los puestos de trabajo en Europa.
La migración no es un problema en sí. Al contrario, es un proceso que contribuye a gestar sociedades plurales, diversas y enriquecidas culturalmente. El problema real está en liderazgos políticos que endosan a los migrantes los impactos negativos de las crisis cíclicas creadas por un sistema internacional que renunció a la solidaridad y al multilateralismo, donde desapareció la economía real en aras de la multiplicación incesante del capital financiero. Un des-orden internacional que se retroalimenta de conflictos localizados y crisis humanitarias.
Ya lo dijo Eduardo Galeano en los albores de la globalización neoliberal: una de las más terribles paradojas del mundo actual es que los capitales tienen plena libertad de movimientos y los seres humanos no. Por eso mismo, una de las secuelas graves de la xenofobia es el incremento de la trata de personas, como una actividad delictual que crece con los cierres de fronteras.
No solamente en Chile, sino en el mundo, está instalada la imagen de “el problema de la migración”, cuando la inmigración es más bien una fuente de soluciones para varias de las carencias de nuestra sociedad. En esta visión falsa radica el aprovechamiento político de un populismo derechista.
El fracaso de la marcha antimigración del 11 de agosto en Chile fue una buena noticia, pero el solo hecho de su convocatoria es una señal preocupante. La contramanifestación, que culminó con 80 detenidos, demuestra la conflictividad del tema. Una conflictividad alimentada por el enfoque populista sobre la inmigración del gobierno de Sebastián Piñera y por las posiciones ambiguas de muchos de los actores políticos chilenos.
No es un dato menor que según la encuesta Cadem de julio, la política migratoria del gobierno chileno concita un apoyo de 73%. Es tal vez el único buen registro de una administración que acumula crecientes porcentajes de rechazo en la figura del propio mandatario y en varios de sus frentes más sensibles, como economía, salud y educación.
Así, la cuestión de los inmigrantes es una suerte de salvavidas para Piñera, una excepción que remite a lo que el filósofo argentino Ernesto Laclau identificó como “significantes vacíos” en sus estudios sobre el populismo, para caracterizar así propuestas de políticas que hacen pie en percepciones o temores inmediatistas de la ciudadanía que descansan en sentimientos y alcanzan gran adhesión, aunque tienen fundamentos febles que no soportan análisis de fondo, no garantizan soluciones y, más aún, crean artificialmente una amenaza, personalizada en este caso en los inmigrantes.
El llamado partido Social Patriotas y las otras organizaciones que convocaron a la marcha del 11 de agosto vienen a ser la consecuencia sobredimensionada de esta creatura gubernamental, que en alguna medida el propio Piñera puso en órbita el 12 de diciembre de 2017, cuando en el debate final para la segunda vuelta presidencial contra Alejandro Guillier, anunció que “le vamos a cerrar las puertas a los que vienen a causarnos daño”.
Sería una exageración parangonar las políticas y medidas migratorias del gobierno chileno con las de otros populismos de derecha, partiendo por Donald Trump, sus muros fronterizos y sus chantajes arancelarios contra la migración mexicana y de América Central. Tampoco es comparable, por ahora, al inhumano cierre de los puertos italianos a los náufragos africanos por parte de Matteo Salvini, o a la abierta xenofobia de Viktor Orbán en Hungría o de la mediática Kolinda Grabar-Kitarović en Croacia, para citar apenas algunos casos demostrativos de que las migraciones, con todas sus secuelas, constituyen hoy por hoy el gran tema internacional, que ilustra un grave deterioro, o abandono, de los derechos humanos.
Un tema contradictorio en el caso de Chile. El 7 de agosto, poco antes de la frustrada marcha contra los inmigrantes, la coordinadora residente de Naciones Unidas en Chile, Silvia Rucks, elogió tras una visita a Chacalluta la política migratoria del gobierno. Sus declaraciones aludieron a las medidas que se están adoptando frente a la concentración de emigrantes venezolanos ante el consulado chileno en Tacna, y al parecer no constituyeron un juicio global acerca del cometido del gobierno de la coalición Chile Vamos en esta materia.
No en vano el Movimiento Acción Migrante, a través de su vocero Eduardo Cardozo, y la Coordinadora Nacional de Migrantes, liderada por Héctor Pujols, cuestionaron las declaraciones de Rucks. Pujols recordó las redadas contra ciudadanos extranjeros y las expulsiones masivas ordenadas desde el Ministerio del Interior. Ambos dirigentes pusieron el acento en que sus organizaciones son virtualmente ignoradas por el Ejecutivo a la hora de formular políticas y adoptar medidas que los afectan. Un juicio compartido por la Comisión Chilena de Derechos Humanos.
Los hechos desmienten, en muchos aspectos, la proclama oficial de que aquí se practica una migración “ordenada, segura y regular”. Una fórmula discursiva para consumo interno, que puede asimilarse al “significante vacío”. No hay concordancia entre esa fórmula y la negativa gubernamental a firmar el Pacto de Marrakech sobre protección de migrantes en diciembre de 2018, que el entonces errático canciller Roberto Ampuero justificó como una “defensa de nuestra soberanía”, desconociendo un aspecto fundamental en las relaciones exteriores y en el derecho internacional humanitario como es el multilateralismo (bastante a mal traer en el mundo actual).
Las operaciones mediáticas que el gobierno y en particular el subsecretario del Interior Rodrigo Ubilla armaron en torno a medidas rutinarias como la repatriación de extranjeros encarcelados en Chile, marcaron desde el inicio de la actual administración el propósito no solo de “cerrar las puertas”, sino de también de expulsar, “a quienes vienen a causarnos daño”. Una premisa que en la visión populista-gubernamental considera al emigrante una amenaza laboral, de salud o vecinal, criminalizado además bajo un prisma delictual que carece de respaldo estadístico.
No es una cuestión burda. Más allá de algún dislate de algún dirigente de derecha no hay discursos de odio ostensibles desde el gobierno contra los inmigrantes. La criminalización no ha sido, sin embargo, un modelo de sutileza, como lo muestran numerosos episodios de declaraciones oficiales, como las del entonces ministro de Salud, Emilio Santelices, en febrero de este año, sobre el VIH y la inmigración, para culminar recientemente con los dichos del titular de Hacienda, Felipe Larraín, que endosó a los inmigrantes la culpa por el 8,4% de desempleo.
No solo hubo el propósito de Larraín de justificarse livianamente ante el deterioro de la economía y su impacto en el empleo, sino también la apelación populista a una de las visiones deformadas sobre la inmigración: aquella de que los extranjeros “roban” trabajo a los chilenos. En la última encuesta Cadem un 50% opinó que la migración le hace mal a la economía, y así un 83% es partidario de una política restrictiva.
El gobierno de Piñera parece atrapado tanto en su discurso como en sus actos frente a la migración. La convocatoria a la fracasada marcha del 11 de agosto lo puso en un pie difícil. Un país sin legislaciones para castigar discursos de odio y manifestaciones neonazis, carecería de facultades para restringir la libertad de expresión del partido Social Patriotas, el Movimiento Social Patriota y Despierta Chile.
Así, la intendenta de Santiago Karla Rubilar pudo prohibir la marcha luego de que sus convocantes crearan una amenaza a la seguridad pública al invitar a marchar armados. Una salida que no satisfizo ni al Instituto de Derechos Humanos ni al Colegio de Abogados que esperaban un pronunciamiento gubernamental de fondo sobre el tema.
Para los xenófobos fue solo un traspié, provocado en sus palabras por autoridades “que le han dado la espalda a los ciudadanos honestos de nuestro país”. Son ellos, entonces, los chilenos de verdad, garantes del pronunciamiento piñerista de no aceptar a los inmigrantes “que vienen a causarnos daño”, y se aprestan por tanto a volver a convocar una “gran concentración” para expresar su rechazo a una política migratoria que consideran blanda.
Así, la posibilidad de expansión de la xenofobia y su articulación orgánica seguirá latente y será difícil detenerla si no hay cambios de fondo en los enfoques del tema, no solo del gobierno, sino del conjunto de actores políticos, económicos y sociales.
Como escribió el abogado Carlos Peña en su columna del domingo 11 en el diario El Mercurio, es una falacia y una mentira “la idea de que los migrantes despojan a los chilenos de oportunidades y les disputan el empleo y otros bienes como la salud”.
En estos dos aspectos, la inmigración ha brindado soluciones. Las falencias ya casi endémicas de profesionales en los servicios públicos de salud sobre todo en regiones, han sido contrarrestadas en parte por médicos extranjeros, entre ellos 2.500 facultativos venezolanos que llegaron a Chile en los últimos cuatro años. Hay también actualmente en el país más de un millar de docentes extranjeros. La positiva contribución laboral de los migrantes no se da solo en profesiones de alta calificación. Gran parte de la agricultura se apoya en mano de obra extranjera, sobre todo haitiana, para labores de recolección que no realizan ya jóvenes chilenos ansiosos de abandonar la vida rural.
La exacerbación de la xenofobia y la mirada corta del populismo derechista frente a la migración desconocen otra cuestión fundamental. La población chilena experimenta un acelerado proceso de envejecimiento. Los mayores de 65 años constituían el 10% el año 2010, llegarán a 20% el 2038 y en el año 2050 serán el 25% del total, de acuerdo a las proyecciones que consideran una baja progresiva en la tasa de fecundidad que en 2029 será una de las menores en América Latina con 1,57 hijos por mujer fértil.
Estas tendencias indican que habrá una sustantiva baja de la población laboral, con los consiguientes impactos económicos. Y la solución puede estar precisamente en la inmigración, para recuperar porcentajes de población económicamente activa y aumentar las tasas de natalidad en un país como Chile, cuya densidad demográfica es baja. Aún más, las familias emigrantes están contribuyendo a una necesaria descentralización al instalarse en regiones.
La xenofobia planea sobre nuestras cabezas y contrarrestarla no será una tarea fácil. Porque no se trata solamente de controlar a los fanáticos del partido Social Patriotas y sus adláteres, sino fundamentalmente de cambiar profundamente nuestras visiones, descubrir oportunidades donde nos presentan problemas y sobre todo recuperar los derechos humanos en su esencia.
* Ex director de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile
VOLVER