Adiós a Joao Gilberto, padre de la Bossa Nova y de la música moderna de Brasil

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Joao Gilberto (1931-2019). Adiós al genio creador de la bossa nova

Por Federico Monjeau

Algún día tenía que ocurrir. Joao Gilberto murió el sábado en su casa de Río de Janeiro, a los 88 años. La primera notificación llegó por un tuit de su hijo, Joao Marcelo Gilberto, radicado en los Estados Unidos. “Mi padre murió. Su lucha fue noble, él trató de mantener su dignidad sin perder su soberanía. Me gustaría agradecer a María do Céu por haber estado a su lado hasta el final”.

Joao Gilberto fue el alma de una revolución en sordina: la bossa nova. Hace 60 años, entre enero y febrero de 1959, él y Tom Jobim se reunían en los estudios de Odeon para grabar los doce surcos de Chega de Saudade, primer LP de la bossa nova y piedra fundacional del movimiento. El disco estuvo en la calle a principios de marzo y vendió 30.000 copias de salida, cifra altísima para la época. La contratapa llevaba un texto de Jobim: “Joao Gilberto es un bahiano bossa nova de 27 años… En poquísimo tiempo influyó en toda una generación de artistas, músicos y cantores”.

En Buenos Aires. Junto a Caetano Veloso en el Gran Rex (1999), en un concierto histórico.

Esa frase de Jobim sonaba un poco exagerada: ¿como podía ser que el primer LP de un cantante infinitamente menos conocido que Dick Farney o Lucio Alves ya hubiese influido a toda una generación de cantores, arregladores y músicos? Pero, de alguna manera, así era. Gilberto ya había hecho su aparición como cantante solista unos meses antes con dos discos (el primero incluía Chega de saudade y Bim-Bom, el segundo, Desafinado y Ho-ba-la-la), y también como acompañante de guitarra en un LP de Elizeth Cardoso, Cancao de amor demais. Ese disco de 1958 pasó a la historia no solo por ser la primera criatura de la dupla Tom Jobim-Vinicius de Moraes, sino también por las dos piezas en que Joao Gilberto acompaña con una nueva batida de guitarra.

Para aquella época, Joao Gilberto ya había alcanzado su tipo psicológico. Sus contemporáneos lo describen como un joven neurótico, una especie de autómata predestinado a la invención de algo nuevo, insensible a todo aquello que no tuviese que ver con su proyecto. Gilberto introdujo una dimensión completamente novedosa. Su batida guitarrística se articula en la oposición entre el pulgar y los cuatro dedos (o voces armónicas) de la mano derecha y mantiene el metro del samba tradicional. Hay un efecto de sustracción, de suspensión, como si la batida estuviese en discusión con el metro rítmico. Pero es una discusión metódica, una inestabilidad compensada por la regularidad.

Hay una especie de gran estratificación de la batida respecto de los acentos del samba, que permanecen en forma muda, y una segunda estratificación del acompañamiento respecto de la linea del canto, línea que en João Gilberto no resultó menos original que el toque de la guitarra. Su particular manera de cantar fue, por lo menos, tan decisiva como la batida para la filosofía de la bossa nova: un canto con poquísimo vibrato, que transcurre dentro de un mismo rango, casi sin matices dinámicos y que generalmente fluctúa sobre la batida formando una gran palabra ininterrumpida con todas las palabras de la canción, que Gilberto tiende a pronunciar sin separar, demorando exquisitamente la frase como si estuviese un poco cansado por el efecto de la carga.

Hacia fines de la década del ‘5O, con el surgimiento de la nueva música y con la inauguración de Brasilia, esa increíble instalación futurista en medio del planalto, Brasil parecía asistir a una nueva fundación. “La música de João Gilberto -escribió Caetano Veloso en su libro Verdad Tropical- sugería programas para el futuro y ponía el pasado en una nueva perspectiva, lo que llamó la atención de músicos eruditos, poetas de vanguardia y maestros de batería de escolas de samba”.

En materia de música el Brasil podía incluso aspirar a ciertos aires imperiales: la bossa nova conquistó rápidamente el mundo y estableció con el jazz una relación única, auténticamente recíproca, que se manifestó no sólo en el interés por el repertorio de la bossa sino, antes, por su estilo: músicos tan ligados a la tradición del blues como Oscar Peterson comenzaron a interpretar o componer piezas en estilo bossa nova. En 1963 João Gilberto grabó en los Estados Unidos junto a quien por entonces era su esposa Astrud y el saxofonista Stan Getz versiones de Garota de Ipanema y Desafinado. Recitales en el Central Park y el Carnegie Hall de Nueva York, el Hollywood Bowl de Los Angeles y el Festival de Newport, la permanencia de 96 semanas en los ránkings de los Estados Unidos y los cuatro Grammy recibidos en 1965 dan una medida de su éxito.

Pero João Gilberto permaneció ajeno a todo; al éxito, a las influencias, al mundo en general. Ensimismado y solitario, continuó puliendo el arte de cantar con la guitarra; lo hizo prácticamente sin moverse de su casa, aunque en Buenos Aires tuvimos la suerte de escucharlo en dos ocasiones, una en 1997 y otra junto a Caetano Veloso en 1999, ambas memorables.

Previsiblemente, Joao Gilberto no tenía el menor sentido práctico de la existencia. Dos años atrás la revista Veja del Brasil publicó que el músico estaba viviendo en una auténtica penuria financiera, que adeudaba unos 60 mil dólares por el alquiler de su departamento, además de una cantidad mucho mayor en concepto de indemnización por conciertos cancelados. Además de todo el músico había tenido una seria disputa con su hija Bebel (una cantante totalmente mediocre que difícilmente habría conseguido algún éxito de no ser por su apellido), que había logrado que su padre fuera declarado incapaz con el propósito de obtener la tutela provisoria de sus contratos y operaciones financieras. Todo eso vuelve sin duda las cosas más amargas.

De cualquier forma, João Gilberto puede haber muerto en la mayor de las penurias, pero su arte perfecto y conmovedor no conoció -o al menos no nos dejó conocer- la menor decadencia.

Clarín


La melodía infinita

Por Juan Forn

Hace más de cien años, a un famoso luthier en Westfalia le pidieron una guitarra en madera de cerezo, para que sonara más dulce que ninguna. El encargo era de una cantante de ópera alemana; quería regalársela al hijo, que cantaba como los ángeles y se acompañaba angelicalmente con aquel instrumento. Vino la Primera Guerra y el joven fue convocado a filas y no volvió, pero antes de marchar al frente había dejado un hijo, que recibió la guitarra y la pesada carga de cantar y tocar como su joven padre muerto. El hijo descubrió al crecer que lo suyo era la medicina, pero igual se llevó la guitarra a Berlín cuando partió a la universidad, porque le gustaba tocar y cantar. Vino la Segunda Guerra, lo llamaron a filas, lo mandaron al frente ruso y nunca volvió. Su novia se quedó con la guitarra, juró que no habría ningún otro hombre en su vida pero, con los años, en la Alemania reconstruida de Adenauer, encontró un hombre bueno que la convenció de casarse con ella y que le dio un hijo, y así es como llegó al mundo nuestro personaje y como llegó a sus manos la guitarra de madera de cerezo.

Carl Fischer no sabía qué hacer con ella, a duras penas era capaz de rasguear alguna canción de Cat Stevens o Pink Floyd, lo suyo era la máquina de escribir. Carl Fischer era un joven periodista que quería ser escritor y que consiguió que una revista alemana lo mandara a Tokio, donde trabajó con un joven japonés que le pareció tan centrado y sereno que un día se animó a preguntarle cuál era su secreto. El japonés lo invitó a su departamento, que era una caja de zapatos de un ambiente con un equipo de música de última generación y apenas una docena de vinilos en una repisa que parecía un pequeño altar. El japonés bajó las luces, sacó un vinilo de su funda blanca y puso una canción de menos de dos minutos: era João Gilberto cantando “Desafinado”, él solito con su guitarra. Doce horas después, cuando Carl Fischer salió de aquella caja de zapatos con la cabeza llena de música, tenía bien claro qué hacer con su guitarra de madera de cerezo: entregársela en mano a João Gilberto, el único hombre en el mundo que la merecía. Así que volvió a Berlín, buscó la guitarra en su departamento y se tomó otro avión, esta vez a Brasil, a cumplir su destino como desafinado.

Los desafinados de este mundo son aquellos que, después de escuchar por primera vez João Gilberto, no pueden escuchar otra cosa. El problema es que a João no le gustan ni los discos ni los conciertos, ni los micrófonos ni los focos de las cámaras. El mito dice que João entró mal en Rio la primera vez que bajó desde Bahia: la experiencia fue tan desgraciada que intentaron internarlo en un psiquiátrico (según la leyenda, João pedía guitarras prestadas para tocar y nunca las devolvía, porque ya no servían más para hacer lo que hacían antes de que él las tocara). João terminó refugiado en las montañas de Diamantina, en casa de su hermana mayor, instalada allá para recuperarse de la tuberculosis. João se pasaba el día en pijama, practicando con su guitarra horas y horas encerrado en el baño, porque era el lugar de la casa que mejor acústica tenía. A la semana, la hermana creyó enloquecer y le consiguió otro alojamiento, en el casco histórico pero a prudencial distancia de su casa (él sólo aceptó después de probar la acústica del baño). Seis meses después, João se sacó el pijama y volvió a Rio a cambiar la música brasilera para siempre, pero los desafinados dicen que no ha salido ni saldrá nunca de ese baño, porque ese baño es como el tamarisco bajo el cual se sentó un día Siddartha Gautama y devino Buda.

El problema de João con los micrófonos es que generaron un gigantesco malentendido: la idea principal al inventarlos, según él, no era amplificar el sonido sino hacer sentir a cada persona de la platea que le estaban cantando al oído. Eso era lo que más le gustaba en el mundo a João: tocar bajito, toda la noche, sentado en un bar o en un living, rodeado de un puñado de fieles, y al amanecer, café con leche y pan con miel para todos, pagado de su bolsillo, en algún barcito que mirara al mar en Ipanema.

Adenor Gondin/Governo do Estado da Bahia

Dice la leyenda que después de aquellas noches ofrecía llevar a cada uno a casa en su auto y que manejaba ignorando todos los semáforos rojos en el camino, tal como ignoraba todas las reglas que regían la música brasileña hasta que él agarró una guitarra por primera vez. Todos querían pasarse la noche entera escuchando a João pero nadie quería irse en auto con él después, porque no frenaba en ningún semáforo. En esas vertiginosas travesías de madrugada por las avenidas de Rio, João repetía a quien se atreviera a ir a su lado que todo iba demasiado rápido, que había que serenar. “¿Por qué no manejas como tocas?”, le imploraban sus amigos. Sus enemigos, en cambio, los que odiaban su intimismo tan poco brasilero, decían: “¿Por qué mierda no tocará como maneja?”.

Como a João no le gustaba discutir, se fue a vivir a Nueva York después de inventar la bossa nova. Lo curioso es que no le gustaba nada el jazz (“Eso que tocas no samba”, le dijo una vez a Miles Davis, que lo persiguió durante años para tocar juntos). Glauber Rocha, que adoraba a João (y soñó toda su vida filmar una versión de Las palmeras salvajes de Faulkner ambientada en Bahia, con su amigo haciendo de cantor y guitarrista ciego), decía que João Gilberto introdujo el budismo en la música brasilera: el movimiento perpetuo siempre en el mismo lugar hasta alcanzar, a través de la repetición siempre diferente, la forma perfecta.

Cuando se inauguró el Canecão en Rio, en 1967, y convencieron a João para que fuese a tocar, él viajó solo con su guitarrita y fue directo del aeropuerto a la prueba de sonido, pero cuando vio que el Canecão era un galpón de techo de chapa con acústica imposible decidió, sin decirle nada a nadie, volverse al aeropuerto y subirse al primer avión que partiera a Nueva York. Como la casa de sus amigos Os Novos Bahianos estaba cerca del Canecão, en Botafogo, fue caminando hasta allá para pedir un taxi. Le abrió la puerta Tim Maia, que estaba de visita en casa de Os Novos Bahianos y que, de todos los hijos musicales de João, era el más deforme (su famosa exigencia a los técnicos de sonido era: “Mais graves! Mais agudos! Mais eco! Mais retorno! MAIS TUDO!!!”) y el que más lo quería también, porque nunca lo había visto en persona.

Foto: Arquivo / Agência O Globo

Tim Maia estaba ahí tratando de convencer a Os Novos Bahianos de las virtudes de la electrificación. Tim Maia era el James Brown brasileño, O Rei do Fanki: sus bandas tenían poderosas secciones de vientos, de percusión y muchas coristas. Tim no aceptaba limusinas; pedía un bondi para llegar a sus conciertos, un bondi lleno de chicas, maconha y cerveza (y el cachet debía pagársele en estricto efectivo, en bolsas de papel, que acumulaba debajo de su cama). Regalaba dosis de LSD en sus conciertos. También decía: “No fumo, no bebo, no cojo, no me drogo. Sólo miento un poquito”. Cuando Tim abrió la puerta y se topó con su ídolo, de traje y corbata y perfectamente engominado, gritó para adentro, a Os Novos Bahianos: “¿Llamaron a la policía musical porque tenían miedo de que los convenciera?”. Dice la leyenda que Tim Maia se quedó todo un día y una noche escuchando a João cantar y tocar su guitarra, y después de desayunar juntos café con leche y pan con miel en un barcito de Botafogo, lo vio partir hacia el aeropuerto en el auto de Os Novos Bahianos, con lágrimas en los ojos, porque no había lugar en el auto para él.

Unos años después, cuando João grabó su mítico álbum blanco en Nueva York, en 1973, puso como única condición que se reprodujera en estudio la acústica “de un baño de antes” (en realidad puso otra condición más: el productor que quería para hacer el disco era un compatriota, o mejor dicho una compatriota suya, Wendy Carlos, que venía de hacerse la operación de cambio de sexo que le permitió dejar de ser Walter Carlos, y que quedó tan desquiciada por trabajar con João en aquel disco, que hizo sacar su nombre de los créditos y niega hasta el día de hoy haber participado en él). Ese era el disco que escuchó Carl Fischer en Japón, muchos años después, y que lo lanzó a su cruzada desafinada.

Para entonces João ya vivía de vuelta en Brasil y hacia allá se dirigió Carl Fischer con su guitarra de cerezo. Estuvo casi un año en Rio intentando llegar hasta él. Habló con todos los que lo conocían, recogió un millón de anécdotas jugosas pero no logró que João lo atendiese por teléfono siquiera (y es leyenda que João puede llamarte en medio de la noche y pasarse horas enteras tocando y cantándote canciones por teléfono, desde su baño). Al final se volvió a Alemania, escribió un libro sobre su peregrinaje titulado O-ba-la-lá, como la primera canción que compuso João, y le puso una frase de Wagner como epígrafe: “La grandeza de un poeta se mide sobre todo por aquello que silencia, y la forma inaudible de ese silencio es la melodía infinita”. Cuatro días antes de que el libro llegara a las librerías (y cuando ya se estaba traduciendo al portugués para publicarse en Brasil), Carl Fischer se tiró por la ventana de su séptimo piso en Berlín. No dejó nota suicida, ninguno de sus amigos lo había visto deprimido en los días previos. Sólo encontraron las ventanas abiertas de su departamento, la guitarra de madera de cerezo en un rincón y la nieve berlinesa posándose de a poco sobre los muebles.

Página/12


João Gilberto: pai da Bossa Nova morre aos 88 anos

O cantor e compositor João Gilberto, um dos criadores da bossa nova, morreu neste sábado, 6, segundo uma postagem de seu filho João Marcelo nas redes sociais. A causa da morte ainda não foi confirmada pela família. “Meu pai morreu. Sua luta de foi nobre, ele tentou manter a dignidade à luz da perda da independência. Agradeço minha família por estar aqui por ele”, escreveu o filho do cantor.

João Gilberto era o próprio violão. Calado para o mundo, ruidoso consigo mesmo, percutia as ideias em sua caixa de ressonância de forma que só quem estivesse próximo o escutasse. Na vida em monastério que adotou por anos, seguia invisível e em total silêncio, abrindo a porta de seu apartamento apenas para poucos, como a filha Bebel Gilberto, a ex-namorada Claudia Faissol e sua filha com ela, Lulu.

João não estava pronto para se tornar um gigante. Nunca entendeu bem o que era isso. Menino de Juazeiro da Bahia, nadou nas águas do São Francisco e beijou garotas da vizinha Petrolina como se fosse normal. E era, até o dia em que avistou um caminhão vindo por uma estrada que cruzada sua cidade. Ao amigo que o acompanhava, disse como se recitasse uma oração: “Veja lá aquele caminhão, que maravilha. As árvores estão acariciando sua cabeça.” Árvores, pássaros, chuva, tudo parecia mais importante a seus olhos e ouvidos do que os próprios homens.

Mas a história estava em suas mãos. Filho do comerciante Juveniano Domingos de Oliveira e da católica Martinha do Prado Pereira de Oliveira, a Patu, João Gilberto viveu em terras juazeirenses até 1942, aos 11 anos, quando seguiu para estudar em Aracaju. Juazeiro ainda o teria de volta quatro anos depois, quando o violão que o pai lhe deu começou a ganhar as primeiras carícias. A Rádio Nacional lhe trazia o mundo e João flutuava ao som de Orlando Silva, Dorival Caymmi, Chet Baker e Carmen Miranda. O primeiro grupo, Enamorados do Ritmo, veio logo, e Juazeiro ficou pequena.

João Gilberto durante apresentação no Teatro Castro Alves, em Salvador (BA). – Foto: Fernando Vivas / Agencia a tarde

A cidade que o recebeu na sequência teria sério papel na formação de seu caráter artístico. Aos 18 anos, em Salvador, já trabalhava com carteira assinada na Rádio Sociedade da Bahia, em Salvador. Não havia ainda desenhado o formato voz e violão, mas seguia os mandamentos de Orlando Silva tentado imitá-lo, por mais que o moderno já fossem Dick Farney e Lúcio Alves. O grupo vocal Garotos da Lua o chamou e lá se foi, ainda sem a obrigação com o violão, gravar dois discos em 78 rotações.

O Rio de Janeiro fervia na segunda metade dos anos 50, e foi para lá que João Gilberto seguiu, aos 26 anos, em 1957. Sem muitos recursos, seguia a trilha de quem queria ser alguém com um violão debaixo do braço. Cantou para quem poderia fazer a diferença, como o cantor Tito Madi, mas teve mais sorte ao cair nas graças do produtor e também violonista Roberto Menescal. O violão de João virava a vedete. Bim Bom, uma das primeiras que apresentou aos círculos de artistas no Rio, já trazia o caminhão com a carroceria cheia. A levada uniforme deslocando acentos fortes para lugares incomuns, a harmonia abrindo picadas onde ainda ninguém havia passado, a mão que fazia acordes fazendo também percussão. E a voz. A voz de João deixava as tentativas da impostação e partia para o que fazia o trompetista Chet Baker quando cantava. Volume baixo e notas de longa duração, limpas, sem vibrato. João, depois de acreditar no violão, passava a ter fé no fio da própria voz.

E, então, fez-se a Bossa Nova. Era julho de 1958 quando Elizete Cardoso aparecer com o disco Canção do Amor Demais, com músicas de Tom Jobim e Vinicius de Moraes. Ao violão em duas das faixas, Chega de Saudade e Outra Vez, João Gilberto. E era só a ponta da cabeça de um baiano que se revelaria por inteiro um mês depois. Em agosto, João, já uma aposta de Tom Jobim, Dorival Caymmi e Aloysio de Oliveira, grava seu próprio 78 rotações com Chega de Saudade e Bim Bom, gravado pela Odeon.

Se acabasse aqui, a missão de João já estaria completa. O que ele fez foi pouco e simplesmente tudo. Criou um violão brasileiro e, sobre ele, ajudou a fundar um gênero. Seguiu na formatação de sua proposta com o seguinte 78, em 1959, que trazia Desafinado, de Tom e Newton Mendonça, e Hô-bá-lá-lá, música de sua autoria. E ainda traria seu LP Chega de Saudade, definindo-se como um acontecimento. “Em pouquíssimo tempo, (João) influenciou toda uma geração de arranjadores, guitarristas, músicos e cantores”, escreveu Tom na contracapa do disco.

Revista Cifras


Mídia estrangeira repercute morte de João Gilberto: «Pai da bossa nova»

Veículos internacionais repercutiram a morte do cantor e compositor João Gilberto, considerado um dos pais da bossa nova. O músico morreu hoje em casa, no Leblon, zona sul do Rio.

Jornais como o francês «Le Monde» e o italiano «Corriere della Sera» destacaram a importância do cantor e compositor no alto de seus sites.

«Luto na música», escreveu o Corriere. «Morre João Gilberto, o último gênio da bossa nova», completa a chamada. «O cantor João Gilberto morre aos 88 anos no Rio», destaca «Le Monde», em manchete principal de sua capa.

A britânica BBC e a CNN en Español também repercutiram a morte do «pai da bossa nova».

O alemão Der Spiegel afirmou que João Gilberto «foi um dos representantes mais influentes da música latino-americana» e lembrou que Garota de Ipanema foi cantada inicialmente por sua ex-mulher Astrud.

Baiano de Juazeiro, ele lançou discos clássicos como Chega de Saudade (1958), O Amor, o Sorriso e a Flor (1962) e Getz/Gilberto (1964), que revolucionaram a maneira de tocar violão e influenciaram gerações de artistas.

Há décadas recluso, João Gilberto não dava entrevistas e não recebia ninguém em casa, a não ser familiares. O cantor e compositor completou 88 anos no último dia 9 de junho. Uma das «organizadoras» da festança foi Sofia, a neta do músico, que preparou brigadeiros para o avô.

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