La ayuda humanitaria y las nuevas formas de gobierno neocolonial. La experiencia de Haití

Foto: Lautaro Rivara
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Parte de la estrategia intervencionista en Venezuela se ha basado en el señalamiento de la existencia de una crisis humanitaria en ese país vinculada a la escasez de alimentos, medicinas y energía y cuya responsabilidad se adjudica al gobierno bolivariano. Con la construcción de ese escenario de emergencia se pretende justificar la intervención extranjera bajo la forma de la ayuda humanitaria. En relación con estas amenazas de intervención mucho se ha hablado de la emulación del modelo sirio o libio y de las tentativas de adaptarlos a la realidad caribeña, pero poco o nada se ha analizado el carácter precursor del “modelo haitiano” en este terreno, central para comprender los fundamentos y consecuencias tanto de la “ayuda humanitaria” como de las “intervenciones multilaterales” en la estrategia del capital y del imperio.

En este sentido, en el caso haitiano, la ayuda internacional ha sido canalizada por una legión de organizaciones no gubernamentales ligadas a la Comisión Europea o a la estadounidense USAID. Con cerca de 10.000 ONGs que disponen de un presupuesto cercano al PBI del país y mayor del empleado por el propio Estado en las políticas sociales, este diagrama no sólo fragmenta  la oferta de servicios públicos e inhibe aún más el deficitario accionar estatal, sino que también supone una privatización y transnacionalización de funciones asignadas habitualmente al Estado-nación. Así, los graves dilemas sociales y políticos que afronta el pueblo haitiano son descompuestos por el accionar voluntarioso de las ONGs es una serie microscópica de pequeños problemas, que son enfrentados por pequeños actores, con pequeños recursos, en pequeñas comunidades. ¿El resultado de ello? Grandes (y secretamente deseados) fracasos.

En esta dirección, según Portella (2015) las ONGs “han alimentado una cultura mercantil, egoísta y con resultados incapaces de promover cambios estructurales en el país”. Pero quizás el hecho más grave sea el impacto de las ONGs en la subjetividad de las clases y las organizaciones populares, dado que fomentan una intensa competencia por la captación de recursos, difunden concepciones y teorías desmovilizadoras oriundas de los países centrales y paralizan las luchas que, por la reapropiación de recursos, interpelan al estado y a las clases dominantes.

El problema, claro, no es la ayuda humanitaria en sí, sino su aplicación selectiva y su carácter encubridor de las modalidades dominantes de la intervención imperialista en el siglo XXI. La gran coartada de la ayuda humanitaria es una profecía autocumplida que inventa, recrea o exagera al absurdo problemas que más que estar en el origen de las intervenciones internacionales, son sus consecuencias posibles y esperables. En esta dirección, las operaciones masivas de ayuda humanitaria, organizadas y ejecutadas por los Estados Unidos o  la Unión Europea, constituyen una de las formas más sofisticadas y eficaces de penetración imperial en las naciones del sur global, recubiertas de un halo de legitimidad que es tan difícil como urgente desmontar. La adecuación de dicha ayuda a las estrategias de recolonización comienza por deshumanizar al país y a las poblaciones receptoras, al entenderlas incapaces, por razones puramente internas (sean históricas, culturales, políticas, y hasta raciales), de gestionar por sí mismas los aspectos más elementales de su existencia, aunque sean las mismas fuerzas remitentes de la ayuda humanitaria las que hayan producido históricamente dichas imposibilidades.

El derecho de tutela siempre ha sido un punto cardinal de las concepciones “blandas” de la política neocolonial. El colonizador que huyó expulsado y derrotado por la puerta grande de las batallas político-militares o político-electorales, entra, vía derecho de tutela, por la ventana de los intereses espurios y coartadas increíbles: la lucha contra el narcotráfico, los servicios impagos de deuda externa, las prerrogativas de la inversión extranjera directa e indirecta, o a través de la pretendida ayuda humanitaria.

Otro elemento fundamental que constituye el telón de fondo de las operaciones de ayuda humanitaria, son las teorías que giran en torno a conceptos como los de “estado débil”, “estado frágil” o “estado fallido” (Corten, 2013), aplicados indistintamente a Somalia, Siria o Haití. Pero no hay tales “estados fallidos” sino impedidos en su conformación y desgarrados por las disputas inter-imperiales.

Entre sostener la inestabilidad de un “estado fallido” o de un país sumido en una “crisis humanitaria” y definirlo como una amenaza para la seguridad internacional, hay un pequeño paso fácil de transitar. En 2015 el presidente estadounidense Obama firmó una orden ejecutiva que declaraba la emergencia nacional frente a la amenaza “inusual y extraordinaria” a la seguridad nacional causada por la situación en Venezuela. La  orden implicaba una nueva escalada en el cerco económico y militar sobre ese país. Aún más ridículo suena que a Haití todavía se le aplica el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que lo considera un peligro para la paz internacional, por lo que se reconoce al Consejo de Seguridad de la ONU como la última autoridad en el país. En este sentido, este país ha vivido la intervención de tres misiones de paz internacionales; en particular, la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (MINUSTAH) entre 2004 y 2017 conformada mayoritariamente por militares latinoamericanos y bajo dirección formal de generales brasileños, y la Misión de las Naciones Unidas de Apoyo a la Justicia en Haití (MINUJUSTH) desde 2017 hasta la actualidad (Louis-Juste, 2009).

En particular, la MINUSTAH significó un ensayo de la llamada proxy war (Korybko, 2019) o “guerra subsidiaria” en nuestro continente, es decir de una guerra de control poblacional urbana tercerizada, marcando el camino de lo que los Estados Unidos quiere generar en la actualidad involucrando a Colombia y Brasil en la agresión a Venezuela. Tal como sucedió con la composición multilateral y latinoamericana de la MINUSTAH, esto volvería más económica la apertura de un frente caribeño, cuando aún los Estados Unidos no se han retirado del todo de su pantano medio-oriental. Asimismo, la MINUSTAH ha servido para preparar a los militares latinoamericanos en las tareas de la nueva doctrina de seguridad nacional vinculada con las nuevas amenazas sociales y difusas.

Por otra parte, el papel de estas misiones internacionales significa un control transnacional del brazo coercitivo del Estado, de una soberanía ejercida a control remoto y asentada en la política represiva de fuerzas militares multilaterales. El resultado de estos procesos genera, de hecho, soberanías múltiples, contradictorias y yuxtapuestas, por la que el control del país pasa a ser disputado y compartido por bandas criminales, cárteles de la droga, ONGs, iglesias neopentecostales, oligarquías regionales, fuerzas paramilitares o misiones de ocupación internacional. Si bien la aportación relativa de cada actor a la gestión de lo común será diferente en cada país así como el papel específico reservado al viejo Estado-nación; para el caso haitiano, éste no alcanza a cubrir ni siquiera las elementales funciones represivas y de control territorial que, según las teorías clásicas constituían su fundamento. En esta dirección, la política imperial refuncionaliza las estructuras de gobierno y sus agentes hacia una soberanía blanda, porosa y atravesada o controlada por actores transnacionales que facilita la tutela imperial y habilita la rápida movilidad que el capital necesita en su etapa financiarizada.


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