El mayo cordobés, antes y después – Por Abel Bohoslavsky
El mayo cordobés, antes y después
Por Abel Bohoslavsky *
Antes del mediodía de aquel 29 de mayo de 1969 ya las radios decían “hay cuatro obreros muertos”. El choque ocurrió en la zona de la vieja Terminal del Ómnibus en Vélez Sarsfield al 600, del boulevard San Juan y La Cañada, de los alrededores de la vieja Plaza Vélez Sarsfield. Eran las columnas de obreros del SMATA, los de “la Kaiser” (IKA-Renault), que venían desde el sur, de barrio Santa Isabel. Ya habían pasado al costado de la Ciudad Universitaria. Ahí intentó detenerlas la Infantería a gases y tiro limpio. Los obreros resistieron, enfrentaron y desbordaron.La consigna era llegar a la Confederación General del Trabajo (CGT), en Vélez Sarsfield a 100. Una demostración de decisión y coraje que anticipaba lo que venía.
El primer caído fue Máximo Mena. Mi compañero de estudio y militancia Mingo Menna, me contó que venía en moto al costado de la columna que peleaba contra la policía en esa zona de barrio Güemes, cerca de la antigua Terminal y ayudó a levantar heridos. A fuerza de coraje, con rudimentarias hondas con recortes de acero, bombas molotov y algún que otro revólver de bajo calibre, la inmensa manifestación hizo retroceder ahora a la Caballería y a muchospatrulleros. Y se armaron las primeras barricadas. Ahí apareció un lienzo blanco con letras negras: “Viva la lucha obrera y popular”.
Si ya había 4 muertos, ¿qué pasaría? Me acordé de aquel 7 de septiembre de 1966, durante la huelga universitaria, en Avenida Colón al 300, un policía disparó contra la manifestación estudiantil. Uno de los nuestros cayó sangrando en la cabeza. La consigna corrió de boca en boca: “Vamos al Clínicas”. Al amanecer de una noche de “territorio libre” en ese barrio de 40 manzanas, supimos, también por las radios, que el caído era Santiago Pampillón, obrero de Kaiser y estudiante de ingeniería. Agonizó en el Hospital de Urgencias y murió el 12 de septiembre. La primera víctima mortal de la dictadura simbolizaba en su doble condición lo que vendría. Córdoba la “Docta” se rebelaba y anticipaba el futuro.
“Esto no lo para nadie”, dijo Agustín Tosco. Y así fue. Tosco, a sus jóvenes 39 años lideraba Luz y Fuerza hacía muchísimo tiempo, y encabezaba la regional Córdoba de la CGT de los Argentinos nacida en 1968. Él fue el primero y uno de los pocos dirigentes obreros en alzar su voz contra la dictadura y apoyar al estudiantado. Para convocar a este paro de 36 horas se resolvió hacerlo con la otra CGT-Regional, la de los “legalistas” de Elpidio Torres (SMATA) y Atilio López (UTA) y los “ortodoxos” de Alejó Simó (UOM) – las dos ramas locales de las 62 Organizaciones gremiales peronistas – alineados a nivel nacional con Augusto Vandor y José Alonso, los capos de la burocracia nacional, que apenas 3 años antes, habían asistido a la jura del dictador general Juan Carlos Onganía, el 28 de junio de 1966. Los “participacionistas” y “colaboracionistas” se habían quedado sin margen – por lo menos en Córdoba – para oponerse a la presión desde abajo. Dos semanas antes, los automotrices habían resistido al ataque policial tras una masiva asamblea de SMATA en un estadio del centro de Córdoba. Las reivindicaciones económicas eran movilizadoras: impedir la derogación del sábado inglés que significaba destruir la conquista por la cual un mecánico trabajaba 44 horas semanales y cobraba por 48, la eliminación de las quitas zonales que afectaba a los metalúrgicos, la carestía de la vida que castigaba a toda la clase trabajadora. Este paro activo era una genuina huelga política antidictatorial. Y como fenómeno nuevo: miles de estudiantes participando, muchos comerciantes y talleristas apoyando. En los hechos se gestaba una alianza entre la clase obrera y sectores medios.
Nadie sabía a primeras horas de la tarde de ese jueves 29 que las policías Provincial y Federal habían agotado su reserva de gases lacrimógenos. Pero se intuía que algo raro pasaba. Porque mientras más y más gente se sumaba a las calles, la policía había desaparecido. La Jefatura ordenó que las tropas policiales se replegaran dentro de las comisarías y las vallaran. Algunas, como la de calle Santa Rosa al 1300 en pleno barrio Clínicas ola de barrio San Martín por la avenida Castro Barros eran hostigadas a piedrazos y desde los techos, improvisados tiradores de escopetas le sacudían cada tanto con munición chica. La sensación de que “la ciudad es nuestra” se fue extendiendo. Solo así se entiende que en medio de semejante situaciónunos arriesgados se aventurasen con balde y brocha en mano, a pintar en la 24 de septiembre, por barrio Gral.Paz: “Ahora piden milagros, milicos asesinos”.
Por La Cañada a la altura de barrio Güemes, un grupo de audaces le prendió fuego al Círculo de Suboficiales. En una esquina de Plaza Colón, se vaciaron la Confitería Oriental, y un poco más al centro, por Avenida Colón, otros se dedicaron a sacar de una concesionaria Citröen, unos cuantos autos y los quemaron en plena calle. También por la Colón, le prendieron fuego a la Xerox, la famosa empresa norteamericana de las fotocopiadoras. Como abriendo el paraguas en un local céntrico de la concesionaria Ford-Feigin, sus dueños improvisaron un cartel insólito: “Feigin con el pueblo”. Hubo violencia popular selectiva, no depredación ni saqueos.
Los mensajeros se convirtieron en comunicadores indispensables para saber lo que iba pasando en la inmensa Docta. Desde barrio Guiñazú al norte, hasta la Rotonda Las Flores, al sur, allí donde habían quedado los ómnibus en que vinieron gran parte de los muchachos de la Kaiser. Motos y motonetas iban y venían trayendo novedades. Los delegados del SMATA eran de los mejor organizados. Eran como verdaderas escuadras. La organización sindical reproducía en espejo – en la calle – la organización del fordismo industrial de la gran fábrica automotriz. El activismo de Luz y Fuerza no le iba en zaga. Los de las usinas de la Empresa Porvincial de Energía en el barrio Villa Revol – de dónde era Tosco -, eran duchos en “boleadoras”: las lanzaban a líneas de alta tensión, provocando la fricción de los cables, y así los apagones (como hubo esa noche). Era como un ejército de proletarios sin fusiles, con pertrechos rudimentarios, inmenso, disperso, pero con una decisión que en pocos momentos de la historia se pone en evidencia.
A eso de las 5 de la tarde se supo que iba a entrar el Ejército. Ese que con escarapela y bandera aparenta que defiende a una Nación, pero que desde la (mal) llamada Conquista del Desierto, defiende propietarios de haciendas, industrias y bancos. ¿Por qué no había entrado antes? No eran instantes de análisis y especulaciones, que hicimos después. El Jefe del Ejército, general Alejandro Lanusse, un oligarca liberal, ya estaba disgustado con el dictador Onganía, afín a los cursillistas (por los Cursillos de la Cristiandad), puesto como presidente por la Junta Militar de los jefes de las Tres Armas. Estos “líderes” de la defensa del modo de vida occidental y cristiano habían impuesto una dictadura que prometía restaurar la democracia… en 20 años. El gobernador cordobés Carlos Caballero había montado una suerte de estado corporativo que amplió la base del repudio antidictatorial. El onganiato ya desgastado en solo 3 años, se fisuró. Córdoba fue declarada como “zona de operaciones”, con bastante demora. Otra vez, en forma física, directa, callejera, las Fuerzas Armadas entraban en acción, fusiles y tanquetas mediante, a enfrentar al pueblo. Otra vez, como en los bombardeos a ciudad abierta de 1955 que precedieron la “revolución fusiladora” que derrocó a Perón. Como en el plan CONINTES bajo el gobierno de Arturo Frondizi (decreto secreto 9880 del 14/11/1958), ungido presidente por una fracción de la Unión Cívica Radical – la UCRI – y con el apoyo de votos del proscripto peronismo por orden de su jefe (aunque ya desoído por muchos).
Ya con las tropas cerca, otros corajudos se animaron a pintar en plena Avenida Colón: “Soldado, rebelate contra tus oficiales asesinos” y “Soldado, no tires contra tus hermanos”. El borrador del pueblo, no confundía a la tropa (los colimbas) con los jefes. Otra vez, como durante la pasada resistencia peronista al golpe gorila, la ilusión mítica de la “unión del pueblo con las Fuerzas Armadas” estallaba en la realidad de las conciencias. El fundador del mito, el derrocado general Perón había mensajeado desde su exilio en 1966: “Desensillar hasta que aclare”. Eso dejó un vacío que se llenará en las calles. Ahora, en las columnas y barricadas, se cantaba un estribillo que hasta ese momento era de muy pocos: “Y luche, luche, luche/no deje de luchar/por un gobierno obrero/obrero y popular”. Palpitar cómo esa consigna se popularizaba, daba una sensación de alegría y orgullo, difícil de explicar.
Una anécdota de esos instantes, la escuché tiempo después. El viejo Pedro Milesi, ese veterano de 79 años que medio siglo antes había luchado en la Semana Trágica de enero de 1919 en Buenos Aires, me contó que estaba con su amigo Tosco, en el Sindicato de Luz y Fuerza. Tosco le dijo al viejo: “Viene el Ejército. Yo te saco de acá”. Agarró la camioneta del gremio y lo llevó atravesando barricadas hasta Bialet Massé, donde el jubilado empedrador de calles vivía, al ladito de Carlos Paz. El Gringo se regresó de inmediato y al caer la noche ya estaba de vuelta. ¿Cómo es que se quedaron ahí en el Sindicato? ¡Ah… difícil explicarlo! Una muestra más que se trataba de una huelga política, de masas, activa, pero que no fue pensada como levantamiento insurreccional. El Ejército los rodeó y los capturó a casi todos los dirigentes. Ellos y muchos más fueron a Consejos de Guerra. Sí, Tribunales Militares. Le cayeron encima al SMATA, a la UTA y a cuanto local sindical encontraban. Acciones y leyes de guerra contra sublevación huelguística. No imaginábamos en esos momentos que los condenados serían liberados en esa Navidad del 69, porque el clamor por la libertad de los presos políticos será más fuerte que la represión continua.
La ciudad ocupada por las tropas. Las fábricas, oficinas, escuelas, tiendas, vacías; solo algún kiosquito o almacén de barrio abrían un rato. En las casas y las pensiones decenas de miles protagonistas de jornadas nunca pensadas (¿quizás soñadas?), los combatientes callejeros averiguaban quién había caído preso, quién estaba herido en algún hospital, cuáles eran los nombres de mujeres y varones muertos. Dolor, miedo, entusiasmo, todo se mezclaba. La política convertida en guerra por la dictadura y en sublevación por ese movimiento obrero, era el tema casi único en esas horas donde las cenizas y los escombros cubrían cientos de cuadras que habían sido el terreno de incontables combates de improvisados insurgentes.
No recuerdo en qué momento se empezó a llamarle cordobazo al cordobazo. Pero sin duda que por la asociación con el bogotazo. En Colombia, en 1948, hubo una sublevación tras el asesinato del líder popular Eliézer Gaitán. La rebelión puso en jaque al régimen, pero el Ejército derrotó a los sublevados. De ahora en adelante – no lo sabíamos en ese momento – los azos serían el signo distintivo de la nueva época: sublevaciones protagonizadas por el movimiento obrero, accionar que no estaba sujeto a la política dominante, desborde o ruptura con las conducciones sindicales burocráticas, respuesta violenta a la violencia estatal.
Cuando los truenos del cordobazo todavía resonaban, el acontecimiento era asunto de debate en todo el activismo de veteranos y novatos. Todo se discutía, desde los detalles de cómo construir barricadas infranqueables, cómo atacar y replegarse, qué objetivos tomar, hasta los contenidos de un necesario programa revolucionario que pudiese ser abrazado por grandes masas, todavía atrapadas por la politiquería burguesa. Mientras en las reuniones se debatían las herramientas (sindicatos clasistas, partidos revolucionarios, brazos armados) en las fábricas, aulas y calles seguía el auge: “¡Córdoba se mueve, por otro 29!”.Ese estribillo nos acompañaría todo el período hasta las jornadas de junio y julio de 1975.
La potencia de la irrupción del movimiento obrero en ese mayo cordobés, abrió una época de auge que, a la vez que jaqueó al sistema, dio inicio a una incesante búsqueda de rumbos, y motivó la irrupción de una pléyade de activistas, militantes y organizaciones. Una revolución en las ideas, un sacudón al conformismo político. ¿Era posible una revolución social? ¿Cuál debía ser la estrategia, cuáles las herramientas? Era la época de la naciente Revolución Cubana que mostraba que el socialismo era posible, del Vietnam heroico que enseñaba que el imperialismo no es indoblegable. El cordobazo no fue propiamente una insurrección – aunque se pareció por sus formas – porque no se planteó como objetivo la conquista del poder, pero su potencia provocó el repliegue de la dictadura. Abrió una época que bien podemos denominar como la de la revolución proletaria, que quedó inconclusa, interrumpida, cuando ese auge ascendente tuvo como respuestas más violentas aún: el terrorismo estatal. Primero bajo la fachada del régimen constitucional restaurado en 1973 (masacre de Ezeiza, Triple A, derrocamiento de gobiernos provinciales, asalto a sindicatos, operativos “Independencia” en Tucumán y “Serpiente Roja” en Villa Constitución); y después, con la dictadura genocida impuesta en marzo de 1976. Los que en 1969 implantaron Consejos de Guerra, pasaron a los tenebrosos campos de concentración. El cordobazo abrió una época revolucionaria, generó una nueva correlación de fuerzas, e hizo florecer dos fenómenos previamente incubados: el sindicalismo clasista y la insurgencia guerrillera. Fue la época de la popularización de las ideas y propuestas socialistas. La época en que se empezó a disputar el poder, a luchar por ese gobierno obrero y popular del estribillo del cordobazo.
* Autor de LOS CHEGUEVARISTAS, la Estrella Roja del Cordobazo a la Revolución Sandinista.- En 1969, estudiante de 5° año de Medicina. Médico del Hospital Rawson y del Sindicato de Trabajadores de Perkins.
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