Guaidó y los caimanes – Por Marco Teruggi

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Por Marco Teruggi *

Juan Guaidó no existe y sin embargo es tan real. Se inició públicamente en política en el 2007, con protestas violentas lideradas por una nueva camada de jóvenes, sobre los cuales se fundó Voluntad Popular (VP) en el 2009. Continuó como dirigente de segunda línea, diputado en el 2015, parte de las violencias callejeras del 2014 y 2017, hasta que el 5 de enero de este año nos enteramos que sería presidente de la Asamblea Nacional por un acuerdo de rotación entre partidos de derecha y un plan trabajado fuera del país. De ahí al 23 de enero pasaron días: de cuadro medio a autojuramentado presidente de la República Bolivariana de Venezuela a diez estaciones de metro del palacio presidencial y reconocido por un twitt de Donald Trump. Un recorrido estelar.

Podría parecer un cuento con varios chistes de por medio, y a veces lo es, en días donde la tormenta baja de intensidad, vivimos la tensa calma que puede quebrarse en cualquier momento. El punto nunca fue Guaidó, sino la historia que lo rodea, sus jefes, el plan del cual forma parte y lo conduce. Guaidó no existe y sin embargo es tan real.

Detrás del nuevo experimento de héroe 2.0 se esconde la historia de uno de los partidos creados para enfrentar al chavismo luego de la serie de derrotas opositoras entre las que se cuentan: el golpe de Estado del 2002, el paro petrolero, el referéndum revocatorio, las elecciones legislativas donde la derecha inauguró su serie de suicidios políticos al no presentarse, y la reelección de Hugo Chávez en el 2006. Era necesario crear nuevos instrumentos para nuevas estrategias, entonces nació VP con los jóvenes de la “generación 2007”, de los cuales una célula se había formado en Serbia en el 2005 en la estrategia de revoluciones de colores. A la cabeza quedó Leopoldo López, proveniente de Primero Justicia (PJ), de familia aristocrática, quien en el 2002 era alcalde de Chacao y fue parte activa del Golpe de Estado de 72 horas. No solamente él, sino la casi totalidad de los dirigentes actuales protagonizaron esos días: Julio Borges, Capriles Radonsky (ambos de PJ), y Ramos Allup del partido Acción Democrática (AD), por ejemplo.

Si alguien les pregunta sobre el 2002 harán lo que siempre han hecho: fingir demencia.

Caimanes del mismo charco, diría un compañero llanero.

VP apostó por construir desde la identidad juvenil y estudiantil, que tuvo un protagonismo central en el 2014, época de violencia de la derecha que dejó un saldo de 43 muerto y López preso, y en el 2017, donde nuevamente VP estuvo públicamente a la cabeza de los grupos armados públicos y tras las sombras. Las promesas de la política opositora resultaron ser la antítesis de su consigna que proclamaba la “protesta pacífica”: financiados por las agencias norteamericanas, implicados en manejo de explosivos, vinculados con sectores paramilitares, escaladas que costaron muertos, fracturas, derrotas electorales opositoras, espirales que desembocaron en este 2019.

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Vivo en Venezuela desde enero del 2013. De esa fecha hasta la actualidad asistí, como millones de personas, a cinco intentos de toma del poder por la fuerza por parte de la derecha: 2013, 2014, 2016, 2017, 2019. Una tasa elevada. Los únicos años en que no lo hicieron fue en el 2015, cuando ganaron las elecciones legislativas, su mejor momento, y el 2018, porque estaban preparando el del 2019. Cada asalto fue más violento, complejo y prolongado que el anterior. El único que logró ser desactivado a tiempo fue el del 2016, cuando intervino la mediación del Vaticano. “Creo que tiene que ser con condiciones muy claras, parte de la oposición no quiere esto, es curioso, la misma oposición está dividida, y parece que los conflictos se agudizan cada vez más”, dijo Francisco en 2017, refiriéndose a por qué no habían dado frutos los diálogos. Ya el país estaba bajo llamas.

De esos cinco intentos uno fue liderado públicamente por PJ (2013), otro por VP y PJ (2014), otro por AD, VP y PJ (2016), otro por VP y PJ (2017) y finalmente este, por VP en el territorio, y VP/PJ en el frente internacional. Todos fueron acompañados por María Corina Machado que plantea que la única forma posible de salir del chavismo es con la violencia. Ella y Julio Borges -parte de la autoría intelectual del intento de asesinato de Maduro en agosto del 2018- son amigos de Mauricio Macri, según él mismo afirmó.

Todo el abanico de la derecha ha estado involucrado en todos los intentos. Los sectores con mayor vocación de diálogo han ocupado el lugar de silencio cómplice o intento de encabezar en momentos estelares. Fue Ramos Allup, de AD, partido de la vieja derecha que debería ser más dialoguista, quien afirmó en enero del 2016 como presidente de la Asamblea Nacional (AN) que sacaría a Maduro en un lapso de seis meses. Así comenzaba la derecha en la conducción del poder legislativo. Lo que sucede en este 2019 tiene una génesis, ensayos, fases. Estamos, según varios análisis, en la tercera, en paso a la cuarta, que debería ser, según su plan, la definitiva.

La dirección de la oposición no ha cambiado en el terreno, los apellidos se repiten. Algo sí se ha modificado y es nítido: la conducción del conflicto ha sido traspasada a sectores del poder norteamericano. La conducción es extranjera. La derecha, que resultó una inversión millonaria de bajo rendimiento, siempre peleada entre sí, se ha transformado en operadora en el territorio, y Guaidó en un autonombrado presidente interino montado desde fuera. No lo hubiera hecho sin el tuit de Trump, la correlación de fuerzas internas no lo permitía. Por eso se codea con lo peligroso y lo ridículo.

¿Por qué poner a un cuadro medio, de extracción más popular, a ocupar un papel de tal magnitud? Piensa mal y acertarás, dice el refrán.

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¿Qué es un intento de toma del poder político por la fuerza en Venezuela? El modelo más acabado fue el del 2017, retomado y amplificado en este 2019. Lo que vivimos es conocido y nuevo a la vez, son patrones ya ensayados sobre los cuales se agregan nuevos actores, tiempos, variables. Ya tenemos un ejercicio de reconocer los ángulos de disparo, las formas en que nos empujan con el arma cargada. No es metáfora, la historia de las profundidades del conflicto no ha sido contada.

Los asaltos se desarrollan sobre variables superpuestas en su máxima tensión: geopolítica, comunicacional, psicológica, económica, territorial, y propiamente armada, es decir la presentación de la violencia en formato balas, granadas, asaltos, linchamientos e incendios.

Como nunca antes, la Casa Blanca jugó este año un rol central, apoyada en Colombia como territorio segundo de la conspiración. Las alianzas se construyeron con parte de la Unión Europea, Gran Bretaña, Israel, Canadá, diplomáticos como Luis Almagro, y el Grupo de Lima sin México. Han llevado el punto Venezuela al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, paso que no había dado con anterioridad, y trabajan para condenar a Maduro en la Corte Penal Internacional. El bloque intervencionista está conformado: reconoce a Guaidó. Las elites y derechas locales se alinean en sus intereses comunes.

La dimensión comunicacional es, quizás, la más visible. La construcción de rumores y noticias falsas es ilimitada por twitter, instagram, facebook, articulando pánicos que se multiplan por millones vía whatsapp. La capacidad de construir realidades inexistentes que son tan reales que encierran a la gente en sus casas como si la ola fuera a reventar sobre sus puertas. Pánico, como el ocurrido con la mentira viralizada que afirma que el ejército venezolano roba niños para enrolarlos. ¿Quién escapa al impacto de esa arquitectura alimentada con dólares y una parcialidad evidente de las grandes agencias de noticias? La arrogancia es pensarse situado por fuera y creerse inmune.

Otra variable, central, es la económica. Uno de los pasos dados desde que comenzó este asalto al poder fue el congelamiento de 7 mil millones de dólares perteneciente a la petrolera PDVSA. También la creación de cuentas para redireccionar (¿robar?) los ingresos de Citgo -filial de PDVSA en Estados Unidos con participación de capitales rusos-. El inicio de los ataques económicos desde los Estados Unidos se remontan, en su armazón legal, a la aprobación de la “Ley de defensa de derechos humanos y la sociedad civil de Venezuela” en el Congreso en diciembre del 2014. Siguieron órdenes ejecutivas de Barack Obama y Donald Trump, apuntadas a la industria petrolera, la criptomoneda naciente y el oro. Entre agosto del 2017 y fines de 2018, esa cifra se calculó en 23.238 millones de dólares. ¿Hay forma de no pensar que lo que busca es que la economía colapse?

La cuestión territorial tiene tres puntos clave en las fronteras terrestres: Colombia, Brasil y Guayana Esequiba -zona en disputa con Venezuela- El principal centro de desarrollo de desestabilización se encuentra en la frontera colombiana -más de dos mil kilómetros de frontera-, con el incentivo al contrabando para enriquecimiento de mafias ligadas al paramilitarismo, un fenómeno que a su vez ha sido exportado a Venezuela. El país está cercado. John Bolton, secretario de defensa norteamericano, anunció que enviará “ayuda humanitaria” que entrará a Venezuela por Cúcuta, zona bajo control paramilitar en Colombia, Brasil y una isla del Caribe. No se puede entender el conflicto sin mirar mapas.

Por último, las armas y la violencia. Al finalizar las movilizaciones opositoras, grupos conformados por jóvenes convencidos, otros pagos, y esquemas callejeros dirigidos confrontan con las fuerzas de seguridad del Estado. Después están los denominados “pichones de malandros”, primeros niveles de delincuencia, contratados para generar focos de violencia en las noches. Recorran Caracas, pregunten, averigüen: cada integrante cobra 30 dólares por jornada, cada foco de violencia se convierte en tendencia de twitter. En un tercer nivel están las grandes bandas armadas de algunos barrios, desplegadas para confrontar militarmente con los comandos especiales. Llegan a facturar 50 mil dólares por cada servicio. El riesgo es alto, las municiones caras. El cuarto nivel, de tipo paramilitar ya ha dado algunos pasos: han sido atacados dos cuarteles de la Guardia Nacional Bolivariana con armas de fuego. El 31 de enero detuvieron a un grupo integrado por ex oficiales de Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) y civiles.

Toda esta enumeración suena lejano al idioma político argentino. El paramilitarismo, por ejemplo, no es un fenómeno que haya llegado al sur con estas matrices, no entra en las categorías actuales que se discuten en Buenos Aires. El problema es pensar conflictos desde las lógicas propias, aplicarle variables locales. Esta descripción sintetizada quizás sea más fácil de comprender y discutir por quienes han vivido o viven en Libia o Siria que en Argentina, Uruguay o Chile. El cuadro venezolano se ha desacoplado de los tiempos continentales actuales.

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La distancia entre la narrativa internacional y lo que sucede dentro del país es inmensa. El mismo Donald Trump tuiteó que la movilización del 30 de enero fue masiva cuando fue, literalmente, escuálida, y Reuters Latam puso a Guaidó en su portada de Twitter. No significa que la derecha haya perdido capacidad de movilizar a su base social, sino que estamos frente a un intento de gobierno paralelo montado desde el extranjero en un formato siglo XXI de golpe de Estado. Tiene pasos decididos desde fuera en función de los balances y los diferentes planes. Hoy, primera semana de febrero, para la oposición es más importante lo que ocurre fuera de Venezuela –Unión Europea, “ayuda humanitaria”, etc- que movilizar y desgastar a su base social.

Hasta el momento no se han quebrado la FANB, ni las instituciones, ni el partido. Uno de los objetivos centrales de la oposición es lograr partir el frente militar. Las redes, las finanzas, la diplomacia, cierran cerco, pero no tienen la fuerza necesaria para responder la pregunta que los interesados por la política internacional hoy se hacen: ¿cómo piensan sacar a Nicolás Maduro del Palacio de Miraflores, con qué fuerza bruta? Hoy las opciones “fuerza bruta” son tres: seguir presionando sobre la FANB hasta partirla, trabajar la “ayuda humanitaria” como el gran caballo de Troya y accionar fuerzas militarizadas/mercenarias.

Guaidó dijo el 2 de febrero: “No le tenemos miedo a una guerra civil” y “es importante que lo escuche el mundo”. Quienes se movilizaron ese día fueron la tradicional base social de la oposición: clases medias y medias altas.

El juego político está trancado. Los que mandan, que no son ni Guaidó ni Julio Borges, menos aún María Corina Machado, plantean que la única manera es que Maduro se retire. Han cerrado las puertas del diálogo, de mediaciones ofrecidas por países como México y Uruguay o voces sensatas como el Secretario General de Naciones Unidas. ¿Elecciones en este escenario? Sería sobre un acuerdo para rearmar un Consejo Nacional Electoral, fijar fecha, ceder ante la presión intervencionista. La derecha no reconocería un resultado adverso en un escenario más complejo que lo que presentan: según la encuestadora Hinterlaces, el 40% de la población se reconoce como chavista -con arraigo en barrios populares y campesinado- El chavismo ha realizado más de una movilización por día entre el 23 de enero y el 2 de febrero. La amenaza directa de los Estados Unidos le inyecta épica al gobierno. Negar al chavismo no significa que no exista. Subestimarlo es el primer paso para errar en análisis y acciones.

Resulta evidente que el gobierno, el chavismo, tiene parte de responsabilidades en, por ejemplo, la situación económica que desgasta en particular en los sectores populares. Es parte de las tensiones internas. La revolución que inició Chávez es un inmenso terreno de disputas y contradicciones dentro de un país determinado, con una cultura política, una derecha que tiene estas características y no otras, y una intervención inédita de Estados Unidos. ¿Cómo se le responde? En el 2017 el freno fue la Asamblea Nacional Constituyente: votos contra balas. Maduro asomó la posibilidad de nuevas elecciones legislativas: ¿gasolina al fuego? ¿Se puede dejar avanzar el plan –ilegal- de Guaidó? ¿Cuál es el rol de la legalidad en un escenario como este? Resulta difícil acertar en una respuesta justa en este momento.

¿Quién pensaba que un intento de gobierno paralelo montado desde la Casa Blanca era posible en América Latina? Si ese límite ha sido quebrado, por qué pensar que los demás no lo serán también.

* Licenciado en Sociología. Su libro más reciente, Lo que Chávez sembró, testimonios desde el socialismo comunal (Editorial Sudestada) salió en septiembre del 2015.

Revista Anfibia


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