Plan Marshall e imperialismo de fronteras – Por Carlos Fazio

Foto: Laura Lovera
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Por Carlos Fazio

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha planteado una política de prudencia y no confrontación con Estados Unidos, apegada a la doctrina y los principios de política exterior establecidos en el artículo 89 de la Constitución. En ese sentido, y de cara a la crisis migratoria desatada por la llegada de miles de hondureños en tránsito hacia el vecino del norte en busca de asilo, el mandatario mexicano propuso a Donald Trump un programa de inversión semejante al Plan Marshall para la reconstrucción de Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial.

Con base en cuatro ejes: migración, comercio, desarrollo económico y seguridad, el plan pretende aplicarse en estados del sur-sureste de México y el llamado triángulo del norte de Centroamérica (Honduras, El Salvador y Guatemala). Buscando limar la violencia estructural del capitalismo actual (son desplazamientos forzados por el terror criminal/estatal), México destinará en los próximos cinco años 25 mil millones de dólares con la finalidad de crear lo que el canciller Marcelo Ebrard llamó una «zona de prosperidad».

Para tales efectos, López Obrador ha diseñado la construcción de un Tren Maya en la península de Yucatán, la activación del Corredor Comercial y Ferroviario del Istmo de Tehuantepec y la siembra de un millón de hectáreas de árboles maderables y frutales, que generarán 400 mil empleos, además de otros proyectos productivos que demandarán fuerza de trabajo, de centroamericanos incluida.

Según el Departamento de Estado, Washington aportaría sólo 2.5 mil millones de dólares, monto que no vendría del erario, sino que serían potenciales inversiones y préstamos del sector empresarial y bancos multilaterales, avalados por la Corporación de Inversiones Privadas en el Extranjero, institución financiera gubernamental facilitadora de capital para proyectos de desarrollo «comercialmente viables». Más deuda, pues. Y nada comparable con los 13 mil millones de dólares (de la época) del Plan Marshall.

López Obrador –quien vio como «extraña» y «sospechosa» la caravana migrante hondureña en vísperas de las elecciones primarias de noviembre pasado en Estados Unidos– ha rechazado el esquema propuesto por la administración Trump conocido como «tercer país seguro», mediante el cual México deberá aceptar a miles de centroamericanos mientras las cortes estadunidenses deciden su suerte; lo que significaría en los hechos establecer campos de refugiados en México.

Desde el lanzamiento de su campaña electoral en junio de 2015, Trump hizo del control migratorio en la frontera sur de Estados Unidos uno de los principales ejes de su política bilateral con México y los países centroamericanos. Asimismo, explotó de-magógicamente la premisa racista y xenófoba de que millones de indocumentados nacidos en México eran asesinos, narcotraficantes y violadores (los bad hombres), y también ladrones de empleos. Para frenar la migración propuso construir un «bonito muro» y en sus mítines se podía escuchar «construyamos el muro» y «matémoslos a todos».

Pero la militarización y la extensión de una valla de seguridad a lo largo de la frontera común de 3mil 169 kilómetros con México son la continuación de la Operación Guardián iniciada en 1994 de manera preventiva por William Clinton (como ominoso complemento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte), quien dispuso la construcción de 600 kilómetros de muros, unos 800 de barreras y el incremento de la vigilancia mediante helicópteros artillados, tecnología de punta (detectores de movimiento, sensores electrónicos y equipos con visión nocturna) y policías especializados.

Desde entonces, con sus demonizaciones y criminalizaciones −y más allá de los afanes releccionistas de Trump−, el imperialismo de fronteras ha significado un lucrativo negocio para las industrias militares y de seguridad que proveen el equipamiento y los servicios para el control migratorio. Con su extensión: el neocolonialismo de fronteras, aplicado ahora por Washington bajo la virtual imposición a México del esquema «tercer país seguro» (o zona de retención) en ciudades como Tijuana.

En rigor, las negociaciones de Trump con el gobierno de Enrique Peña Nieto para transformar a México en un centro de detención migratorio y de proceso de asilo para originarios de Honduras, El Salvador y Guatemala, se iniciaron en mayo de 2018 y fueron parte de la renegociación del TLC.

Nunca quedó claro si el plan Quédate en México, destapado por Trump vía Twitter, incluía financiamiento estadunidense, según ocurre en otros modelos vigentes como el de Australia con Papúa Nueva Guinea, de Alemania con Austria y el de la Unión Europea con Turquía. Sólo que el concepto «tercer país seguro» se refiere a una excepción al derecho de asilo, y el término «seguro» implica un país donde se respetarán los derechos humanos y el principio de non–refoulement (no renvío al país de origen), condiciones que no se cumplían en el México de Peña Nieto.

El 20 de diciembre, el Departamento de Seguridad Interior de Estados Unidos informó a la cancillería mexicana que, de manera unilateral y punitiva, comenzaría a expulsar «inmediatamente» a extranjeros al país de tránsito. Es decir, forzó a México a ser guardián de migrantes que busquen asilo en la nación fronteriza del norte, y Ebrard lo aceptó por «razones humanitarias», haciéndose cómplice de violaciones de Trump a la legislación de su país y al derecho de protección internacional. Ergo, para evitar un enfrentamiento, de alguna manera México sí pagará el «muro».


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