Monseñor Romero: de la excomunión a los altares. El Vaticano, Estados Unidos y la dictadura militar argentina – Por Matías Oberlin Molina
Por Matías Oberlin Molina *La reciente canonización del arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero por un Papa argentino podría leerse como una paradoja o como una forma de resarcimiento. La dictadura cívico-militar argentina había seguido de cerca cada movimiento del arzobispo salvadoreño, tras los pasos del Vaticano, el episcopado regional y la Casa Blanca. Fue el inicio de la guerra civil en El Salvador y de la pérdida de miles de vidas, un proceso en el cual Argentina tuvo incidencia.
El archivo de la cancillería argentina cuenta con una serie de cables que, enviados desde la embajada argentina en El Salvador entre 1978 y 1980, informan sobre las actividades que llevaba adelante el arzobispo Romero. En éstos podemos ver cómo se combina la actividad persecutoria de los militares argentinos más allá de sus fronteras, con la línea político-pastoral iniciada por Juan Pablo II.
Durante casi todo el período en el que Romero ejerció como arzobispo (1977-1980), el embajador argentino fue Julio Peña, quien detallaba sobre sus viajes, sus homilías o las jornadas de ayuno y oración que llevaban adelante religiosos en repudio a la violación de derechos humanos. Peña solía asociar las ideas y las prácticas de Romero con “expresiones de corte netamente marxista” y objetivos que procuraban “sembrar la discordia, la confusión y la lucha de clases.”
No obstante, la información más llamativa es la correspondencia en la que Peña narraba las reuniones que entre 1978 y 1979 mantuvo con el nuncio apostólico, Emanuele Gerada. El nuncio le manifestó su preocupación por la actitud de Romero en contra del gobierno, su enfrentamiento con los demás obispos, sus homilías «incitando a la rebelión» y «la colaboración de sacerdotes con grupos subversivos». Como consecuencia, el argentino monseñor Antonio Quarracino, obispo de Avellaneda, fue enviado para investigar el caso. Gerada opinaba que el seminario San José de la Montaña «no formaba sacerdotes, sino guerrilleros por obra del Arzobispo Romero» y creía necesaria la excomunión del arzobispo. Asimismo, lamentaba que el Vaticano no hubiera tomado las medidas propuestas por Quarracino de separar a Romero de su diócesis. Obispos de la región reflexionaban de forma similar, como el arzobispo de San José de Costa Rica, quien bregaba por la necesidad de que América Central tuviera una salida «socialcristiana» para evitar la «cubanización» de la región y opinaba que «Monseñor Romero es un hombre bueno pero débil. Está copado por elementos extremistas dentro de los cuales se incluye un grupo de jesuitas radicalizados».
Pocos meses después del triunfo sandinista en Nicaragua, un grupo de jóvenes oficiales encabezó el golpe del 15 de octubre de 1979 que dio origen a un gobierno compuesto por civiles y militares, la Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG). Ésta tuvo muchas dificultades para mantener la unidad y poder llevar adelante las reformas estructurales que se habían propuesto en la proclama revolucionaria. En diciembre de 1980, los tres miembros civiles de la Junta fueron obligados a renunciar y se construyó la opción anunciada por el arzobispo de Costa Rica un par de meses antes, una salida «socialcristiana». El Partido Demócrata Cristiano fue convocado y reestableció vínculos con el gobierno norteamericano. El aumento represivo de la nueva JRG hizo que Romero radicalizara sus denuncias.
La Casa Blanca, que veía en la JRG a un aliado estratégico para frenar el avance comunista en la región, no tardó tomar cartas en el asunto. A fines de enero de 1980, el consejero de Seguridad Nacional del gobierno de Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, dirigió una carta al Papa en la que advertía sobre la inclinación de Romero hacia la «extrema izquierda». El 15 de febrero los diarios salvadoreños anunciaron el reestablecimiento del vínculo militar con Estados Unidos. Dos días después, el arzobispo dirigió una carta a Jimmy Carter en la que manifestaba su preocupación sobre la posibilidad de que la Casa Blanca estuviera «estudiando la forma de favorecer la carrera armamentística de El Salvador». Diez días después, Carter dio la orden de responderle a Romero. El secretario de Estado, Cyrus Vance, puso la pluma para la respuesta.
Las reformas llegaron, pero acompañadas de una feroz represión. Dentro del mismo Partido Demócrata Cristiano las divisiones internas hicieron que para marzo el sector con más vínculos con los movimientos sociales renunciara a la junta.
El 23 de marzo, un telegrama enviado desde la embajada norteamericana describía la última homilía de monseñor Romero. En ella llamaba a los militares a desobedecer las órdenes de sus superiores si iban contra el mandamiento «no matarás». Un día después, mientras celebraba misa, una bala lo silenció.
Las denuncias de monseñor Romero a la violación sistemática de derechos humanos por parte del gobierno salvadoreño sólo fueron respondidas con persecuciones, pedidos de excomunión y más represión. Ni el gobierno norteamericano, ni el episcopado latinoamericano, ni el Vaticano lo acompañaron. La ultraderecha salvadoreña apretó el gatillo, pero la suerte del santo latinoamericano estaba echada desde mucho antes. Roma, Washington y Buenos Aires lo señalaron con el dedo. La oveja negra, como en el cuento de Augusto Monterroso, fue pasada por las armas para treinta y ocho años después hacerle un lugarcito en sus altares.
* Investigador del Grupo de Estudios sobre Centroamérica (IEALC) y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Coordinador del Profesorado de Historia IMPA
VOLVER