Colombia: falleció Roberto Burgos Cantor, premio nacional de novela
“Roberto va a ser una parte indiscutible de la memoria literaria del país”
Roberto Burgos Cantor nació en 1948, bajo el cálido cielo de Cartagena. Abogado de profesión pero escritor de vocación, se encargó mediante las letras de que las tradiciones y vivencias de la región Caribe colombiana fueran reconocidas en toda Latinoamérica.
Este martes, en la ciudad de Bogotá, un infarto dio fin a su vida a sus 70 años. Director del Departamento de Creación Literaria de la Universidad Central, dejó un legado literario extraordinario y a cientos de corazones entre familiares, amigos y seguidores con un dolor profundo por su pérdida, pero con una alegría inmensa por haberlo conocido (ya fuera en persona o a través de sus maravillosos escritos).
Algunos conocieron su nombre gracias a que en julio de este año fue galardonado con el Premio Nacional de Novela, que entrega el Ministerio de Cultura. Así lo describen dos de sus personas cercanas a él y a su obra.
Roberto Burgos como persona
Graduado en Derecho pero consagrado a la literatura y a la escritura. “Fuimos amigos de muchos años, era una amistad heredada de mi padre con quien compartió una relación de más de 50 años”, narra Federico Díaz-Granados, poeta, escritor, director de Agenda Cultural del Gimnasio Moderno. “Lo siento como un personaje muy de mi familia”, agrega.
Según Díaz-Granados, Burgos era un hombre de absoluta generosidad que siempre inspiró fraternidad, afecto, cercanía y calidez. “Como si todo el Caribe se sintetizara en su voz pausada, en su abrazo verdadero, en su abrazo sincero”, afirma.
Luisa Fernanda Trujillo, poeta y docente en el Departamento de Creación Literaria de la Universidad Central, lo describe como “una persona supremamente disciplinada, con un ojo clínico sobre el quehacer literario, exigente en la forma de abordar el lenguaje, con nosotros y consigo mismo”. Según cuenta, era absolutamente riguroso en su oficio literario, “características que hicieron que fuera lo que es y el reconocimiento que se le da”.
La obra de Burgos Cantor
El colombiano escribió cuentos en periódicos y revistas. En 1981 publicó Lo Amador, el primero de sus 6 libros de cuentos, al que precedieron De gozos y desvelos, Quiero es cantar, Juego de niños, Una siempre es la misma y El secreto de Alicia.
También escribió 6 novelas: El patio de los vientos perdidos, El vuelo de la paloma, Pavana del ángel, La ceiba de la memoria (ganadora del Premio de Narrativa Casa de las Américas 2009 y finalista del Premio Rómulo Gallegos 2010), Ese silencio, El médico del emperador y su hermano y Ver lo que veo (por la que obtuvo este año el Premio Nacional de Novela. También se le atribuye el libro Señas particulares.
“Su primer libro ya nos revela un tono y un acento muy particular donde él nos rescata muchas voces del Caribe colombiano, de su Cartagena natal, de un barrio muy popular y logra convertir en hecho literario esas voces que salen de la conversación y de la cotidianidad”, afirma Díaz-Granados. Al sumergirse en sus novelas el lenguaje de Burgos está lleno de poesía y de imágenes que revelan un mundo muy personal.
“Siento que a través del Premio Nacional de Novela se le reconoció toda una trayectoria intachable donde su obra está cargada de honestidad, de ese lenguaje personal”, asegura el poeta Díaz-Granados. «A partir de este momento la obra de Roberto va a ser una parte indiscutible de la memoria literaria del país y sin duda su leyenda va a crecer con el paso de los días pues es uno de los escritores más importantes de la literatura colombiana”, añade.
Roberto Burgos como escritor
“Un escritor consagrado a la escritura, absolutamente enamorado del lenguaje”, así lo describe Luisa Trujillo.
“Logró obtener un estilo propio, una forma de contar, de narrar que lo distinguía y lo definía y que lo llevó a ser quien era en este momento”, comenta Trujillo mientras su voz, pausada y emotiva, transmite la tristeza que su corazón guarda por el fallecimiento de Burgos. Para ella, el escritor “estaba en su mejor momento literario”.
Para Federico Díaz-Granados, Burgos es uno de los más importantes escritores de la generación del pos Boom Latinoamericano. “Sin duda, fue uno de los escritores que pudo desde muy temprano emprender ese camino con una voz muy personal”, afirma.
Su lenguaje auténtico y el haber logrado posicionarse en Latinoamérica con temáticas de carácter local y nacional son claras razones por las que, como señala Trujillo, “su mejor legado es su obra misma”.
Roberto Burgos Cantor y el delirio caribeño
Por Marcos Fabián Herrera
Cuando se le ve con gabardina negra y con anteojos a la usanza de un novelista decimonónico, fácilmente se llega a creer que nos encontramos frente a un santafereño ancestral, que porfía en su acicalada vestimenta de filipichín capitalino. Son sus libros los que revelan con mayor acierto su condición de caribeño. Roberto Burgos Cantor nació en Cartagena de indias el 4 de mayo de 1948. Su rito iniciático en la literatura se lo debe a Manuel Zapata Olivella, quien le publicara su primer cuento en la memorable revista Letras Nacionales. Su obra es un decantado empeño en alegorizar, con un singular y personalísimo matiz, la vastedad de una región colombiana, poseedora de dimensiones distintas a las ya instauradas como manidos clichés.
Al leer sus libros, se afinca la certeza de que el Caribe es una fuente inacabable de literatura. ¿Encuentra secretos vínculos entre la desaprensión y el alborozo caribeño y el permanente deseo de poetizar dichas vivencias?
En el Caribe coexisten dos estirpes. A ellas es posible seguirlas, entre otras novelas, en Cien años de soledad. Una es representada por los personajes que llevan el nombre de Aurelianos. Otra se identifica bajo el nombre de los Arcadios. Los primeros son los solitarios, los que hacen guerras, se ensimisman fabricando pescaditos de oro, descifran manuscritos. Ahí están Rafael Nuñez, Luis Carlos López, Nieto Arteta. Los otros, ruidosos, acompañados todas las veces, contando a gritos proyectos grandiosos que nunca se inician, un desafuero insaciable que jamás se colma. Ahí están los canales alternativos al de Panamá por el Atrato, la ciudad de espejos y chimeneas en una orilla agreste del Pacífico, en Cartagena de Indias, Benito, el chacero, candidato presidencial por tres veces, ofrecía un ventilador de montaña con aspas de trasatlántico para instalarlo en la colina de la popa y refrescar los calores indoblegables de julio. Sin embargo, tengo la impresión de que las miradas sobre el Caribe que se quedan en alguno de los fragmentos de su complejidad vienen de una percepción corriente en el siglo XIX. Ellas cuentan con un supuesto aval científico. Este consiste en definir a las tierras bajas, de climas cálidos, como territorios de imposibilidad para cualquier cultura, vedados al pensamiento y condenados por la eternidad al zangoloteo. Esta curiosa clasificación eurocéntrica la reprodujeron Caldas y Samper. Es argumento de discriminación, desprecio y más exclusiones. Conjeturo entonces que la vida y sus producciones, lo que Rubén Blades llama la maestra vida, es fuente de literatura. Si acaso el Caribe añade un reto más: la dificultad de nombrar y de revelar, puesto que en los mundos al margen de los prestigios literarios, expulsados de la atención privilegiada de los doctores, tener que rescatarlos de la neblina de lo invisible, demanda imaginación y quizás amor.
¿En La ceiba de la memoria, la multiplicidad narrativa, los paralelismos y alternancias temporales, son recursos que configuran un nuevo prisma de lectura de la esclavitud y sus correlaciones históricas?
Parece que la aventura de las novelas y los cuentos es el cómo. Es probable que ese cómo, aquello denominado por los estudiosos la forma, no sea nada al examinarla desprendida de la totalidad orgánica que es cada novela. Dicha forma no es superflua ni una manifestación exterior. De alguna manera corresponde a un estado de necesidad del texto, necesidad sin la cual no es lo que es y resulta impensable. Ahora, es posible el hábito, el gozo, la compulsión de oír o leer cuentos, historias, narraciones, demande a sus escritores, por tiranía del texto, estrategias sutiles, imaginativas, sellos del tiempo, como al principio cuando al contador lograba ser distinto de otro, introducía variaciones, o la que de noche en noche afinaba su voz y fortalecía el insomnio del sultán. Ahora, quizá, la sombra impudorosa de la conciencia del escritor se condensa más y no se diluye en la claridad o la espesura del relato. No tengo dudas: una novela, un libro de cuentos de relojería riesgosa encontrarán excelentes lectores. Y así a mejores lectores mejor literatura.
El componente reflexivo que acompaña cada pasaje de La ceiba de la memoria la hace distante del relato arquetípico. ¿Es el artilugio novelístico la principal herramienta para la revaloración de la historia
La historia -sea el ángel de Benjamin, o el idiota de Shakeaspeare (Sound and Fury), o la pesadilla de Joyce, o la descripción de Braudel-tiene una manera propia de poner a flote su masa de pasado. Las novelas y los cuentos pueden surgir de los intersticios vacíos, silenciosos, donde la huella del pasado, si acaso estuvo, se desvaneció. Por allí se cuela la imaginación y propone una inteligibilidad, un orden o un caos, una lectura. Ello será si el texto existe como literatura y eso es lo que funda. Las concepciones que pretenden trasladar los retos de una ciencia a las artes, como una manera de sosegar y obviar las dificultades propias, incluso de puerilizar los problemas, son un fracaso y una estafa.
¿Busca Ese silencio descubrir las raíces de la concepción amatoria en la mujer del litoral y la presencia del mismo en el gozo carnavalesco?
Cuando el escritor se refiere a lo que escribió se ve interferido por una especie de pudor que le impide agregar voces al texto publicado. Una manera de esquivar el impedimento que he encontrado es advertir y aceptar que el escritor como lector de sí mismo no imprime legitimidad adicional a su lectura. Está como cualquier lector, quizá con la desventaja de esa lectura que hace mientras escribe, a lo mejor en estado de atolondramiento por las condiciones de la producción literaria. Entiendo el carácter transgresor del carnaval, su ruptura instantánea de ataduras. No sabría si María de los Ángeles tiene que ver con «el gozo carnavalesco» por lo general, lleno de signos exteriores, de énfasis, que requieren deshacer la normalidad por seguro que sea el territorio que la cobija. Si algo puedo ver en Ese silencio es una aventura que indaga formas de relacionarse y se inmiscuye en rostros diversos de lo amoroso. Soy de los que considera que el amor es cómplice necesario de la libertad. Comparten quizás el amor y la libertad una sustancia común, de forma que sus expresiones están protegidas por el secreto. Tienen raíces profundas que no han sido desenterradas.
Los cuentos y relatos reunidos en los libros De gozos y desvelos y Una Siempre es la misma confrontan la fragilidad de lo humano, pero al tiempo el valor de sobreponerse con arrojo…
En algún momento de la escritura de El patio de los vientos perdidos se coló con nitidez la visión de unos cuentos. Era tan precisa la idea que no se me ocurrió ponerla en notas y tuvo el efecto de quitarme un peso adicional a las incertidumbres de esa navegación sin brújula que es escribir novelas. El peso tiene que ver con las ambiciones del arte. El escritor siente que se acerca el momento inevitable de obsesionarse con las tachaduras y reescrituras en las márgenes y entrelíneas. En ese momento, tener entre manos una continuidad lo alivia del vacío que se aproxima. En las artes no hay grados, el escritor no se diploma de nada. Cuando dejó de escribir, dejó de ser escritor. Así termina por estar cerca del abismo cada vez que cree que considera haber concluido un texto. Pero ocurrió ese noviembre de fiestas en Cartagena de Indias, yo estaba en Bogotá D.C. y sentí como que no había más líneas, más palabras, para la novela que por primera vez escribía y por primera vez creía poner el punto final. Me entretuve en corregir, en las versiones limpias, eran tiempos de la máquina de palo. Y cuando quise encontrar los cuentos que había visto, escribirlos, estaba vacío de ellos. Y de repente, una frase. Como los cantantes. Como las invenciones del jazz. Y me dediqué a perseguirla. Era distinto a lo que me había visitado antes, y así fue De gozos y desvelos. Con los años, en 2009, se publicó Una siempre es la misma. La lectura que propone tu pregunta es válida y perspicaz. Yo no lo concebí con deliberación. Creo que en cada vida íntima se da una batalla, por inconformidad o por hastío; por rechazo o por aburrimiento; y muchas veces nadie lo sabe.
El boxeador, el aristócrata, los músicos y las putas de El patio de los vientos perdidos, configuran un cuadro tan disímil y a la vez compacto difícil de ubicar por fuera del Caribe colombiano. ¿Es esta novela un tributo al delirio y fantasmagoría costeña?
Debe haber algo en los territorios de transgresión de las novelas que le permite a los personajes probar suerte con la ilusión imposible de la felicidad. Indagar por sus formas sin antecedente. Sin embargo, ese espacio propone una igualdad: quienes ingresan buscan los mismo y mediante igual procedimiento. La regla tácita es no violar las reglas. Aceptar la bella mentira de que te quieren. Dudo en llamar «delirio» a algo que percibo en el Caribe. Sus gentes no piden nada, pero lo quieren todo. Esta tensión les permite una irreverencia natural y una capacidad de burlarse de sí mismas que las hace inmunes a las migajas y sus protocolos rimbombantes, a las celebraciones de medianía. Sí hay un delirio en el Caribe: la luz. Sí hay una, como tú la llamas, «fantasmagoría»: tanto sepultado en el mar. Sin duda, la mitad más un cuarto de nuestra historia, todavía deshilvanada.
¿Podría precisar las coordenadas en las que se encuentra la música y la escritura en sus libros?
No tenía conciencia de los pasadizos entre la música y mi escritura. Una vez un editor revisaba un texto que me había encargado. Yo llegué en ese momento a mirar las propuestas de ilustración que fueron confiadas a David Manzur y de entrada el editor me dijo: empecé a leer tu historia y al rato estaba dando golpecitos al suelo con las puntas de los pies. Llevaba el compás. Si paraba se detenía la lectura. Es de suponer que en el Caribe la música, por razones diversas, está metida en el cuerpo, incorporada en la vida. La música preside la vida y acompaña la muerte; aviva el dolor y dulcifica el sufrimiento; sirve de salvavidas a las flaquezas del recuerdo; e incluso propone sensibilidades sustitutivas a los vacíos de la aventura; y por supuesto interviene en las formas del movimiento, reinventa el silencio de la danza. Tengo la impresión que quien hizo evidente esa complicidad fue Guillermo Cabrera Infante. De cualquier manera la una y la otra mantienen su autonomía y sus expresiones propias. A lo mejor, ambas apuestan por encontrar el silencio.
Lo Amador se arriesgó a fabular la costa confrontando una ciclópea sombra patriarcal. ¿Cómo asume la escritura de un universo geográfico y cultural sembrado de prevenciones en los lectores por su manida concepción garcíamarquiana?
Parecería evidente que Gabriel García Márquez, sus cuentos y novelas, resolvieron para siempre muchos de los problemas que implicaban el paso de una escritura con las severas interferencias del mantenimiento y celebración de formas caducas impuestas como reglas del buen gusto, de los empecinamientos testimoniales de una realidad tan reciente como violenta, de concesiones a cierta noción ingenua de la diferencia, uno de cuyos fundamentos era lo exótico, lo pintoresco, un lenguaje, o, mejor, unas palabras desconocidas y sin significado en la lectura, a la aventura pendiente del encuentro con la modernidad. Por motivos que deben meditarse, hay obras de la literatura que se convierten en símbolo, en biblia de un país. Para bien y para mal. Así El Quijote es el símbolo de la libertad en España. Y, naturalmente, el de la locura. En Colombia, el inocente alborozo que condujo a millones de seres a bautizar a sus hijos con los nombres de Efraín y María y nunca con el bello de Ney, el nombre de la esclava, hallaron por fin en Cien años de soledad algo más que un directorio santo para nombrar cristianos. Dieron con un ícono que poco a poco sirvió para dar cuenta del ser latinoamericano. Sin embargo, el abrumador proceso de las interpretaciones, aunó a críticos y glosadores, comentaristas y reseñadores, estudiosos y lectores, en la coincidencia de mutar la fina intuición de Alejo Carpentier de lo real maravilloso en el repetido realismo mágico. Con los años, esa expresión, con su soberbia intocable de talismán y palabra revelada, se fundió con Macondo o macondismo. Fue despojada de su virtud y se transformó en el pernicioso hábito de nombrar y hacer responsable, explicar y justificar las desgracias, crímenes y tremendas anomalías sociales y políticas, por la supuesta pertenencia a la zona sagrada del realismo mágico. El efecto de esta aceptada y casi ilimitada explicación es devastador: el hecho condenable, el delito, la canallada se cubren de un manto benigno que envuelve la gravedad, la obliga a ingresar a un orden mágico que escapa al orden terrenal. Allí, todo puede ocurrir en la infinita perversidad humana y todo escapa a la sanción ética, a la sanción legal. Entonces el reto para los escritores es apasionante. Ni más ni menos que desajustar, desacomodar una conciencia colonizada y con deformaciones, una conciencia pervertida por la autoridad, el Gran Hermano, o como quieran llamar a los que se autoerigen en dueños del mundo. Tengo la impresión que como nunca antes, hoy, existe una literatura con registros distintos, vasos comunicantes, que dejó atrás la tradición de un solo libro, una sola novela, un solo poema. Agradezco la perspicacia de tu pregunta, pones el acento en algunos lectores y dejas que cada escritor asuma sus riesgos, su reto.
Entrevista a Roberto Burgos Cantor por su Premio Nacional de Novela en 2018
Universidad Central, Bogotá, Colombia