América Latina y el FMI: ¿Quién necesita a quién?
Por Alejo Brignole*
Durante los 12 años de gobiernos progresistas iniciados en 2003 por la presidencia de Néstor Kirchner y que concluyeron con el ascenso de Mauricio Macri en 2015, Argentina gozó de unos índices macroeconómicos históricamente destacables. Pero sobre todo —y quizás lo más importante— lo hizo con una economía definitivamente desvinculada del Fondo Monetario Internacional tras el pago en 2006 de la mayor parte de la deuda con ese organismo multilateral.
Eso significó un avance soberano de enorme trascendencia y significación histórica para América Latina. Región sometida durante décadas a pagar extorsivos servicios de la deuda externa (intereses, créditos stand-by y otros instrumentos financieros).
Mediante un pago de 9.810 millones de dólares, el país vecino comenzó a ser dueño de sus decisiones económicas, financieras y estratégicas sin necesidad de obedecer las funestas recetas que el FMI imponía como condición para mantener flujos crediticios. O lo que es lo mismo: dinero fresco a cambio de sumisión jurídica y económica.
Con estos pocos datos, el lector puede inferir la verdadera naturaleza de las relaciones entre el Fondo Monetario Internacional y los Estados dependientes no industrializados.
Se trata, sin embargo, de una dependencia impuesta desde el norte, pero construida entre ambas partes, pues son las oligarquías locales de cada país las que acceden a la entrega patrimonial y someten las políticas domésticas a cambio de mantener artificiales flujos de divisas. Divisas que terminan, indefectiblemente, en las manos de esas élites locales, en tanto beneficiaras coloniales de un esquema pensado para prolongar la dependencia sistémica hacia los países centrales.
En teoría, el Fondo Monetario Internacional fue creado como una organización financiera neutral con sede en Estados Unidos en el contexto de los Acuerdos de Bretton Woods de 1944, que darían forma el nuevo orden mundial emergente tras el fin de la II Guerra Mundial (Véase en Democracia Directa la nota del 30 de septiembre de 2017 titulada El FMI y el subdesarrollo programado).
No obstante, y a pesar de su carta fundacional, donde se exponen las intenciones retóricas del nuevo organismo (mantener estable el sistema monetario internacional), el FMI fue concebido como un lubricado engranaje para mantener a las economías subdesarrolladas en un estado de dependencia crónico. No por casualidad, el Fondo Monetario Internacional inició la expansión de sus políticas crediticias durante el apogeo de las dictaduras militares apoyadas por Washington en el mundo. Desde Myanmar en Asia, hasta Chile o Brasil, por citar unos poco casos. Tal como hoy Grecia sufre una brutal asfixia a costa de su patrimonio nacional.
Fue durante las décadas de 1970 y 80 que las deudas externas crecieron exponencialmente en multitud de países latinoamericanos y en otras periferias mundiales, siendo aquellos gobiernos militares los encargados de dar vía libre a los diseños del FMI. Estas prácticas consistían, invariablemente, en endeudar hasta límites insostenibles a las respectivas economías.
Con el advenimiento de la democracia, el FMI pasó a suplantar el papel opresor que ejercían las dictaduras. Y lo hizo imponiendo las políticas a seguir a cambio de proveer financiamiento. Podríamos decir, y a la luz de las doctrinas posteriores elaboradas por pensadores estratégicos estadounidenses como Joseph Ny y otros, que el FMI pasó a ser un factor vertebral en el ejercicio del soft power o poder blando: un sometimiento sin métodos violentos explícitos, pero igualmente opresivo y condicionante.
Debido a esta naturaleza estratégica diseñada para la sujeción económica permanente de los países tomadores de deuda, surgieron algunas iniciativas que buscaron superar esa artificial dependencia crediticia tutelada por Washington.
En América Latina se puso en marcha el denominado Banco del Sur, creado tras una propuesta del presidente argentino Néstor Kirchner y secundada por su par brasileño, el entonces presidente Luiz Inácio Lula Da Silva. En una cumbre realizada en Asunción del Paraguay el 19 de junio de 2003 se acordó la histórica propuesta de formar un fondo monetario regional sin ninguna participación o colaboración de organismos exógenos, estableciéndose además las bases para la creación de una moneda común latinoamericana. Proyecto al que luego se sumaron Ecuador, Bolivia y Venezuela, en tanto Chile y Perú permanecieron en calidad de observadores.
La intención de esta nueva entidad era generar un fondo supranacional para la obtención de créditos aplicables al crecimiento económico genuino y sin los mecanismos extorsivos impuestos por el FMI.
En una estrategia similar, en 2017, el canciller Fernando Huanacuni y su homólogo de China, Wang Yi, anunciaron el ingreso de Bolivia como miembro activo del Banco Asiático de Inversión e Infraestructura, cuyo objetivo se centra en eludir las imposiciones financieras del FMI, siempre alineadas con la agenda estratégica de Washington. La privatización de centrales hidroeléctricas, el desmantelamiento de redes ferroviarias, la supresión o reducción de programas educativos o de investigación y la privatización de la banca pública constituyen parte del recetario doctrinal del FMI, criticado mundialmente por su carácter recesivo de las economías en donde se aplican sus premisas.
La transferencia de riquezas y patrimonios públicos de América Latina en los últimos 30 años fue de tales dimensiones que son muy difíciles de mensurar y han supuesto un enorme obstáculo para el crecimiento de las naciones del entorno. Estos efectos, que son los buscados por las diferentes administraciones del FMI —desde el francés Michel Camdessus, director del organismo entre 1987 y 2000, hasta la actual directora Christine Lagarde– resultan esenciales para el modelo vigente que impone el capitalismo, siempre asimétrico respecto de las periferias.
Estas estrategias financieras de largo alcance y sus desequilibrios se sustentan hoy en los gobiernos neoliberales de las naciones dependientes que se prestan mansa y cómplicemente a los diseños pautados por la entidad. El mejor ejemplo de esta obediencia se halla en el actual gobierno de Mauricio Macri, que volvió a encadenar la economía argentina a los dictador externos del FMI y el Banco Mundial, y además firmando acuerdos que someten a jurisdicción internacional los recursos nacionales como garantía de pago. Es decir, Macri reeditó los viejos usos de las oligarquías nacionales de finales del siglo XIX que entregaban el patrimonio común nacional a la banca británica. Algo similar a lo que está haciendo Michel Temer en Brasil (el otro gran facilitador de la sujeción externa diseñada para este siglo XXI).
A espaldas de la ciudadanía, Macri firmó el decreto 29/2017, a través del cual facultó al Ministerio de Finanzas para tomar hasta 20.000 millones de dólares de deuda, cediendo la jurisdicción a tribunales en Nueva York, Suiza y Londres. Macri abrió así las puertas a futuros intervencionismos —incluso armados— desde los países acreedores con Estados Unidos a la cabeza. Amparados con un precario paraguas jurídico para reclamar por la fuerza lo firmado en el papel. En caso de un eventual litigio por impago o default, los estratégicos recursos naturales argentinos podrán ser reclamados como prenda forzosa. Algo que augura, sin dudas, un horizonte de luchas populares —con armas o sin ellas— por la soberanía cedida sin escrúpulos.
* Escritor y periodista