Madres de Plaza de Mayo: esas buenas emprendedoras morales

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Por Ramiro Gual

Me gusta pensar que la influencia de los teóricos de la reacción social ha ganado su batalla cultural. Que ya es discurso común compartido por una buena porción de la sociedad que no existen conductas malas, desviadas o delictivas per se, sino que requieren de una etiqueta posterior que las defina luego como tales. En palabras de Howard Becker[1], que los grupos sociales crean la desviación al sancionar las normas que establecen desviaciones, y luego aplicárselas exitosamente a personas en particular. Que la desviación no es entonces una cualidad del acto que la persona comete, sino una consecuencia de la aplicación de reglas y sanciones sobre el infractor.

Me gusta valorarlos también como intelectuales más comprometidos con su tiempo que lo que académicos radicales posteriores estuvieron dispuestos a reconocerles. Allí, quisiera proponer, la noción de emprendedores morales de Becker, que cumple un rol destacable: existen grupos cuya posición social los pone en mejores condiciones de imponer sus reglas. Las diferencias de poder, explican a su vez el grado en que cada uno de esos grupos es capaz de aplicar sus etiquetas a otros. La desviación es definida socialmente, pero no todos tenemos igual poder de definición. Algunos poseen medios masivos de comunicación, o pertenecen a clases acomodadas, u ocupan un lugar estratégico en el aparato estatal; y eso distingue su capacidad de construir verdades en torno a las desviaciones respecto del poder de definición de los ciudadanos de a pie. Las construyen desde arriba.

Me gusta recordarlos, por último, alejados de relecturas simplistas que los asocian con un relativismo moral burdo e inoficioso: que nada ocurre allá afuera; o lo que sea que suceda no está bien ni mal. Que todo dependerá del modo en que sea definido socialmente luego, concluyendo finalmente en que la definición de algo como desviado es siempre y en todo momento un acto de reforzamiento de poder, opresión y fuerza ilegítima. Siempre conservador, pro status quo. Esto puede resultar más o menos acertado en las concepciones de desviación más trilladas: delitos contra la propiedad sin violencia, eslabones más débiles en la comercialización de drogas. Pero, ¿no son definiciones de desviación también aquellas que afectan valores colectivos más sensibles, como aquellos delitos cometidos con violencia de género, torturas o casos de gatillo fácil?

Son esas últimas relecturas poco elaboradas del paradigma del etiquetamiento las que han guardado para los emprendedores morales un (injusto) lugar en el arcón de los sujetos desangelados, por poderosos, conservadores, manoduristas y oportunistas. Ese razonamiento supone sostener que todas las definiciones de desviación son aplicadas con éxito por poderosos sobre desventajados. De arriba hacia abajo. Que no es posible, a través de la organización colectiva, disputar políticamente las definiciones de desviación.

Me gusta pensar, por el contrario, que existen cosas que están mal. Y que nuestra historia recorta experiencias de emprendedoras morales que se construyeron desde abajo, para denunciar aberraciones cuando el status quo quería callarlas: no poseían medios masivos de comunicación, no pertenecían a clases acomodadas –o se alejaban de ellas, al reclamar-, no eran (bien) recibidas por el aparato estatal. Solo contaban con la fuerza de la legitimidad.

Las Madres de Plaza de Mayo son ejemplo de lucha y perseverancia. De compromiso y amor. Pero me gusta pensarlas también como ejemplo de emprendedoras morales construidos desde abajo. Emprendedoras de la memoria, en términos de Elizabeth Jelin[2].

Su historia es bien conocida en el mundo entero. Frente al miedo, la soledad y la desesperación, se organizaron. Querían respuestas, necesitaban visibilizar entre penumbras. Empezaron reuniéndose, y cuando se lo quisieron prohibir, comenzaron a caminar. Golpearon a las puertas del poder local. Cuarteles, iglesias, ministerios. Y cuando se las cerraron, continuaron con las internacionales.

Querían a sus hijos, sanos y vivos. Y a medida que tomaban plena dimensión del horror estatal, denunciaban la verdad a los cuatro vientos: secuestros, asesinatos, torturas, desapariciones forzadas. Son cosas que estaban (y están) mal, muy mal. Pésimamente mal. Y peor si las comete el Estado. Aunque los emprendedores morales desde arriba silenciaran y no etiquetaran.

Comenzaron con sus rondas semanales en abril de 1976, y las mantuvieron durante los siete años de dictadura que le siguieron. Mientras ellas marchaban y denunciaban, la dictadura cívico militar (las) secuestraba, (las) torturaba, (las) mataba y (las) desaparecía forzosamente.

Mantuvieron su compromiso desde el retorno a la democracia, y se consolidaron como actrices políticas de fuste en el plano nacional e internacional. Aunque recibieran por respuesta leyes de obediencia debida y punto final e indultos. Ellas reclamaban justicia, mientras consolidaban en el imaginario social la verdad: no hubo dos bandos, ni dos demonios. Fueron 30.000, y los desapareció la dictadura militar, pero también empresarial, judicial y eclesiástica nacional, y sus conexiones foráneas.

En los últimos dos años las fuerzas vivas locales han acelerado en su intento, siempre latente, de constituirse en emprendedores morales desde arriba, con la expectativa de derrocar a esas buenas emprendedoras morales desde abajo. Disputarles el sentido político del terrorismo estatal. Si la desviación es un fenómeno construido socialmente, parecen proponerse, es posible construir cualquier definición sobre el horror.

Horas luego de que la coalición conservadora CAMBIEMOS triunfara en la segunda vuelta presidencial en noviembre de 2015, el Diario La Nación publicó una editorial sin firma titulada “No más venganza”, sosteniendo que “la elección de un nuevo gobierno es momento propicio para terminar con las mentiras sobre los años 70 y las actuales violaciones de los derechos humanos”. Entre sus promesas de campaña, el presidente finalmente electo había incluido terminar con el curro en los derechos humanos.

En enero de 2016, el ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, director del Teatro Colón y consorte de una de las herederas del imperio multimedia de La Nación, puso en dudas el número de víctimas del terrorismo de Estado durante la última dictadura, afirmando que “en Argentina no hubo 30 mil desaparecidos”, cifra que “se arregló en una mesa cerrada” para “conseguir subsidios”.

Un año más tarde, en un programa televisivo, el por entonces titular de la Dirección General de Aduana espetó que desde el punto de vista histórico no es lo mismo 8.000 verdades que 22.000 mentiras”.

Y en el último aniversario del golpe de Estado, el actual secretario de Derechos Humanos de la Nación desmereció a la presidenta de Madres de Plaza de Mayo, al afirmar que “no es una dirigente de derechos humanos”, y pidió a quienes “la siguen” que se “reacomoden o sincerar su posición”. Ese mismo día, los diputados del bloque Cambiemos recordaron el Día de la Memoria posando con provocadores carteles, como “Los DD.HH. no tienen dueño”, o “Nunca más a los negocios con los DDHH”.

En mayo de 2017, finalmente, en una sentencia dividida la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró la aplicación de la Ley 24.390 que establece un cómputo especial del tiempo de prisión preventiva para aquellas personas que su detención provisoria se hubiera extendido por más de dos años. Una ley de 1994 derogada en 2001 y que, por lo tanto, no estaba vigente ni al momento  del terrorismo de Estado ni durante los procesos judiciales por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante aquel. Dos de los tres jueces que conformaron el voto mayoritario habían sido designados inicialmente por la administración CAMBIEMOS para ocupar sus cargos, mediante un decreto de necesidad y urgencia. La tercera, había sido beneficiada al permitirle continuar en su cargo luego de superado el máximo de edad previsto en la Constitución Nacional, concesión que le retacearon a jueces vinculados al movimiento de los derechos humanos, como el recientemente fallecido Leopoldo Schiffrin.

Nuevamente fue el secretario de Derechos Humanos quien sostuvo estar de acuerdo con el cómputo beneficioso ante condenas por crímenes de lesa humanidad “si el fallo se ajusta a la ley”, sugiriendo la necesidad de ser respetuosos “con la división de poderes”.  Un proyecto de declaración repudiando la sentencia de la Corte Suprema fue rechazado por el bloque PRO en la legislatura porteña. Faltos de timming, CAMBIEMOS intentó retroceder en medio del papelón político, pero solo lograron quedar más expuestos aun.

A la política de Memoria, Verdad y Justicia le faltaba, hasta el momento, un último revés. En diciembre de 2017 el Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 6 de la Ciudad de Buenos Aires dispuso el arresto domiciliario del Jefe de la Policía de Buenos Aires durante la última dictadura militar, Miguel Ángel Etchecolatz. La Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal, una semana antes del aniversario del golpe cívico- militar, revocó la decisión y devolvió al genocida a la prisión.

No cualquier verdad puede ser construida, parecen querer ignorar. Solo aquella que se cimienta en experiencias compartidas, sostenidas en el tiempo, y reforzadas por personas de amplia trayectoria y legitimidad para decir verdad, en este caso, sobre el horror vernáculo.

El 10 de mayo de 2017, una multitud se había congregado en torno a la Plaza de Mayo para revalidar una vez más el compromiso social con las banderas de la memoria, la verdad y la justicia. Y abrazarlas. Frente al embate desde arriba, resistencia desde abajo. La tranquilidad del retiro domiciliario de Etchecolatz en un aristócrata barrio marplatense fue interrumpida por manifestaciones exigiendo su vuelta a la prisión. Y la amenaza de los escraches volvió a aparecer en el horizonte, como una nube que adelanta la tormenta que se avecina.

Al menos en esta materia, la batalla cultural mantiene unas ganadoras. Fueron 30.000, no fue una guerra, ni hubo dos bandos. La verdad está con ustedes, Madres. Nuestras buenas emprendedoras morales. El pueblo las abraza. Y siempre.

Fuente-Universidad Nacional de José C Paz

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