Costa Rica: ¿aguas mansas? – Por Rafael Cuevas Molina

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Un conocido escritor costarricense se hace eco de la idea, que circula como lugar común en Centroamérica, que en Costa Rica no sucede nunca nada. Carlos Cortés inicia su novela Cruz de olvido con una frase que se ha hecho famosa: “En Costa Rica no sucede nada desde el Big bang”.

Y como dice el chiste del gallego recién casado al que le preguntan si su flamante esposa es bonita y responde “¿comparado con qué?”, habría que acotar que, comparada con el resto de Centroamérica, efectivamente en Costa Rica no pasa nunca nada.

Y el proceso electoral que está en curso pareciera confirmarlo: apático, desteñido, apenas remecido por la polarización que produce –como en toda América Latina- la ofensiva conservadora de los grupos cristianos opuestos a las reivindicaciones de los grupos LGTBI y de lo que han dado en llamar “la ideología de género”. ¿Algo nuevo bajo el sol?

Pero bajo esa calma de aguas mansas que fluyen se esconden remolinos y vorágines. Son corrientes sumergidas que solo ocasionalmente afloran a la superficie, sin lograr quebrar el espejo de concordia en el que se siguen reflejando los deseos tanto de quienes desean mantener el status quo, como de quienes dicen que quieren cambiarlo en el panorama político nacional.

Costa Rica es un país en transición. En transición de un Estado de Bienestar que fue modelo para América Latina, comparable con el que desde el siglo XIX construyeron los uruguayos, hacia algo distinto, que ha venido perfilándose desde la década de los 80 del siglo XX cuando empezaron a implementarse las reformas de corte neoliberal.

Eso “distinto” a lo que hacemos mención no está claro qué es, pero es evidente que se está perfilando. Es un perfil delimitado por el disgusto, la insatisfacción, el resentimiento y el descreimiento. Es un malestar que no logra concretarse del todo ni encontrar remedios para curarse.

Ese malestar es total y encuentra múltiples expresiones. Una de ellas en la cultura, en la que se vive como una crisis de valores que desestabiliza a la sociedad “tradicional”, y que se expresaría en el crecimiento de la corrupción; el irrespeto cotidiano entre las personas; la irrupción de formas “corruptas” de vida como la homosexualidad y la violencia.

Solo con eso bastaría, pero el malestar abarca también otras esferas. El de la política es otra: ha perdido credibilidad como vía para encontrar las soluciones que se añoran sin saber, sin embargo, cuáles deberían ser. No se ha llegado al extremo del “que se vayan todos” de la Argentina de inicios del siglo XXI pero coquetea con él.

Las elecciones pasadas mostraron a las claras que un amplio sector de la población esta buscando ansiosamente una alternativa a la política y a los políticos tradicionales, lo que se expresó tanto en la elección del actual presidente, Luis Guillermo Solís del Partido Acción Ciudadana (PAC), como en la elección de una bancada inusitadamente grande del Frente Amplio (FA), partido que se autoproclama de izquierda y que tiene un perfil reformista de corte socialdemócrata de izquierda un poco más radical que el PAC.

Ninguna de las dos formaciones políticas supieron leer, sin embargo, el mensaje que lanzaron los electores y desperdiciaron la oportunidad de cimentar un avance hacia el futuro que les estaban brindando, posicionándolos como nunca en el gobierno y la Asamblea Legislativa. Fueron incapaces de unirse y establecer alianzas con los sectores sociales que han sido más golpeados con las reformas instituidas, o que luchan por reivindicar aspectos puntuales de una nueva agenda ciudadana (ambientalistas, mujeres, LGTBI y otros), conformando un verdadero frente amplio. Es una miopía muy común del progresismo latinoamericano, que precisamente por la atomización y prevalencia de los pequeños cacicazgos deben esperar la aparición de líderes fuertes de los que hacen depender el futuro de los movimientos que se gestan.

A pesar que con lo dicho habríamos sobrepasado las razones que explican la turbulencia existente bajo la apariencia de las aguas mansas costarricenses, queda más en el tintero. Los ticos están hartos de la inoperancia de las instituciones del Estado. Las carreteras tardan años, decenas de años, en construirse. La llamada Costanera Sur, de 202 kilómetros, tardo 30 años en concretarse. Un tiempo similar ha llevado la realización del anillo de circunvalación del Gran Área Metropolitana; pero estos son solo algunos de los muchos casos similares que muestran la desidia, lentitud, tal vez ineptitud y quién sabe si no también corrupción de los entes gubernamentales encargados.

Otra institución emblemática del país, la Caja Costarricense del Seguro Social, tiene listas de espera que a veces frisan lo surrealista, malos tratos a los pacientes y, en general, un deterioro que la población que lo sufre nunca se detiene a indagar de dónde proviene, ni a vincularlo al florecimiento imparable de la medicina privada cuyos impulsores son, muchas veces, los que sabotean los servicios públicos.

Y por último pero no menos importante, el crecimiento exponencial de la violencia, que ha hecho que Costa Rica perdiera frente a Nicaragua, en la última medición anual, el puesto de ser el país más seguro de Centroamérica. No hay día que no aparezcan cuerpos desmembrados, baleados, acuchillados y, en general, “ajusticiados” que, como informa el Organismo de Investigación Judicial, en un 70% pertenecen a ajustes de cuentas entre quienes se pelean espacios para distribución y venta de drogas.

Los partidos políticos que participan en la contienda electoral, que hacen propuestas inocuas que todos saben que no funcionarán, que siguen apostando a los políticos sonrientes en gigantescos carteles carreteros, que no se librarán de los escándalos de corrupción en algún momento de su mandato, abonan a las turbulencias subterráneas que se vienen gestando. Viendo los grandes carteles publicitarios y las sonrisas electoreras, los más viejos no podemos sino recordar aquella canción chilena de los 70 que decía: “¿De qué se ríe, señor ministro, de qué se ríe?”

En Costa Rica no ha habido una explosión pero hay síntomas de la disconformidad. Una de ellas fueron las elecciones pasadas, pero hay otras, la mayoría de ellas canalizadas por fuerzas reaccionarias movilizadas por grupos de cristianos de iglesias neopentecostales que, como ya se ve en otras partes de América Latina, pescando en río revuelto establecen alianzas con el crimen organizado e inician una agresiva política de exterminio de sus oponentes. Véase lo que sucede en Brasil. Otro síntoma son la legión de jóvenes que descreen de la política, que se apartan de ella como para no contaminarse ni con el tufo.

No se sabe cuándo habrá un nuevo Big bang en Costa Rica pero se están gestando las condiciones.

(*) Escritor, filósofo, pintor, investigador y profesor universitario nacido en Guatemala. Ha publicado tres novelas y cuentos y poemas en revistas. Es catedrático e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos (Idela) de la Universidad de Costa Rica y presidente AUNA-Costa Rica.

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