Chile: el escenario político post electoral – Por Manuel Cabieses Donoso

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Los partidos de la Nueva Mayoría (NM) atribuyen a diversas “razones” su estrepitosa derrota electoral. Incluso algunos -solo por cumplir un rito- las aderezan con amagos de autocrítica. En una nueva manifestación de la hipocresía que caracteriza la política institucional, la NM elude confesar que ella misma fue el artífice de su derrota, la que cavó su propia tumba con sus políticas ambiguas y su distanciamiento del pueblo. Es una cobardía moral atribuir esa derrota a falta de conciencia de un pueblo mal agradecido.

La verdad sin careta es que la NM (como su antecesora, la Concertación de Partidos por la Democracia), se empeñó en borrar desde el gobierno y el Parlamento todas sus fronteras con la derecha. Al final, la NM terminó siendo, en la práctica, otra cara de la derecha, entendido este concepto como el compromiso político e ideológico de un partido o grupo social con el capitalismo neoliberal.

Chile alcanzó en los años 90 un importante nivel de movilización cuajada de esperanzas democráticas. La Concertación supo capitalizar ese sentimiento que aspiraba a recuperar la democracia, pero con justicia social. No solo exigía juicio y castigo para los responsables de los horribles crímenes cometidos por la dictadura. También se anhelaba un cambio de las penosas condiciones económicas, sociales y culturales impuestas por la dictadura del neoliberalismo. Para alcanzar esos objetivos existía una amplia mayoría social y política que se prolongó hasta la elección de Frei Ruiz-Tagle en 1993.

Lo que el pueblo quería era borrar -pacífica pero resueltamente- todo vestigio del terrorismo de Estado que martirizó Chile durante 17 años. Ese proceso comenzaba por convocar a una Asamblea Constituyente que elaborara y propusiera una Constitución Política democrática. En esto concordaban todos los partidos opositores al régimen militar. De igual manera, solo con diferencias de matiz, compartían una crítica frontal a la economía de mercado implantado por la dictadura.

No obstante esos planteamientos fueron dejados de lado en los acuerdos secretos que parte de la oposición suscribió con las fuerzas armadas para dar inicio a la “transición a la democracia”.

En las violaciones de los derechos humanos hubo -y hasta hoy sigue desarrollándose- una justicia “en la medida de lo posible”. Esto al menos permitió encarcelar -aunque en condiciones privilegiadas- a unos cuantos criminales, entre ellos altos oficiales de la Dina y la CNI. No obstante hasta hoy, las fuerzas armadas mantienen en secreto el destino de más de mil detenidos desaparecidos.

En materia de derechos económicos y sociales no sucedió lo mismo. Por el contrario, el modelo instaurado con las bayonetas se ha visto fortalecido durante los gobiernos de la Concertación-Nueva Mayoría. No vamos a repetir las cifras utilizadas en anteriores editoriales y crónicas de PF que revelan cómo han crecido las ganancias del capital nacional y extranjero, en particular el capital financiero, bajo los gobiernos de la coalición derrotada el 19 de diciembre. Ese proceso ha acelerado la transnacionalización de la economía hasta un punto que le va quedando muy poco de nacional. Hoy los trabajadores enfrentan a una burguesía “mestiza” cuyos gerentes están en Chile pero que reciben órdenes de corporaciones que radican en EE.UU., Canadá, Europa o China. En síntesis, como se sabe, Chile ha pasado a ser uno de los países con mayor desigualdad social del mundo. Y esto, en importante medida, por culpa de los gobiernos que se han sucedido desde 1990, que han velado por los intereses del capital volviendo las espaldas al pueblo. Más bien estos gobiernos se han preocupado de desmovilizar a los trabajadores. La cooptación de organizaciones -bajo supuestos programas de desarrollo social- se convirtió en una labor de especialistas reclutados en partidos de Izquierda. Su misión se ha visto favorecida por la conversión de la CUT en una organización manipulada por una burocracia sin conciencia de clase.

Chile a casi treinta años de la dictadura militar es un país fracturado en lo social, político y cultural. Bajo la superficie del consumismo -utilizado como anestésico social- se ocultan aberraciones vergonzosas como la tragedia de los 250 niños fallecidos bajo la “protección” del Servicio Nacional de Menores. O la dolorosa situación de los ancianos abandonados en hospedajes de mala muerte. O fenómenos corrosivos como el explosivo aumento del consumo de alcohol y drogas por la juventud estudiantil y los trabajadores. O la indolencia burocrática de servicios del Estado. O el robo descarado que cometen las AFP con los fondos de los trabajadores. O la inhumana explotación a la que son sometidos los inmigrantes. O las humillantes listas de espera en los hospitales…

¿Qué comunidad de intereses, cuál cohesión social, qué visión compartida de país puede existir en una nación donde existen fortunas superiores a los 20 mil millones de dólares mientras la mayoría de los trabajadores recibe salarios de miseria por jornadas extenuantes y cuyo futuro es cobrar pensiones de hambre?

La casta política -con sueldos superiores a diez millones de pesos mensuales- no tiene relación ninguna con la realidad sumergida de la pobreza. Y esa es la casta encargada de gobernar, legislar y orientar a la opinión pública a través de los medios de desinformación y las universidades.

El cuadro de la realidad del país no estaría completo si no mencionáramos la corrupción que se extiende a todas las instituciones civiles, militares y policiales del país, socavando la confianza que necesitan para su legitimidad. La corrupción es un cáncer que está comprometiendo la estabilidad del sistema, aunque los partidos responsables de la administración del país se hagan los idiotas.

El resultado del comportamiento histórico de la coalición derrotada en diciembre es que la NM ha conseguido borrar toda diferencia entre la derecha política y la llamada “centroizquierda”. Por eso al clarín de las elecciones sólo acude menos de la mitad de los ciudadanos con derecho a voto. Así un presidente de la República es elegido con el 26,46% del electorado, y muchos parlamentarios con menos del 10% de los votantes de sus distritos.

La despolitización es consecuencia necesaria y deliberada del modelo que nos rige. La responsabilidad de haberlo hecho en un país que se ufanaba de su madurez política, corresponde a la coalición derrotada y a cada uno de sus partidos, desde el Demócrata Cristiano al Comunista.

En vez de reconocer esta realidad, las imperturbables dirigencias se han sumido en negociaciones para articular una mayoría que les permita seguir controlando la Cámara de Diputados y el Senado. Para lograrlo necesitan meter en la amansadora de la política tradicional a fuerzas nuevas que han llegado al Parlamento, como el Frente Amplio. Pretenden continuar una política fracasada y adoptar un nuevo antifaz para la NM y ex Concertación.

Los trabajadores y el pueblo necesitan aprender de su historia. Chile requiere una revolución cultural que permita derrotar la “cultura” del conformismo y la resignación inculcada por el neoliberalismo. Buena parte de esa revolución cultural se materializará con el protagonismo de los artistas, y profesionales. El rol de la ciencia, la literatura, la poesía, la música y las comunicaciones será fundamental. Será una revolución alegre y contagiosa para que su mensaje llegue a millones. Su eje articulador será la exigencia de una Asamblea Constituyente.

Este es el futuro necesario del país.

Para esta lucha se necesita una Izquierda independiente de compromisos con el sistema de dominación. Una Izquierda de ese tipo sólo puede surgir del movimiento social y de sus fracciones organizadas, sobre todo del ámbito de los trabajadores y pobladores. La dispersión actual no debe inducir al pesimismo. Se necesitan chispazos que iluminen ejemplos. La Izquierda necesita superar el trauma de los años 70. El fracaso de la Unidad Popular enseña que un proyecto revolucionario requiere de una fuerza ideológica, política y material muy superior a la de la burguesía. Conciencia, organización, alimentos, medicinas y armas -en este caso un ejército y milicias populares- son los factores que determinan la fortaleza de una revolución por pacífica que pretenda ser. Así lo demuestra la experiencia chilena y la de países hermanos. La Unidad Popular fue derrotada porque el pueblo estaba desarmado y nunca logró establecer su hegemonía, minada por el desabastecimiento y la inflación. La subversión golpista, dirigida y financiada por el imperialismo, mantuvo a raya al gobierno del presidente Salvador Allende. La Ley de Control de Armas -iniciativa de la DC- y la sumisión a un Parlamento opositor, finalmente llevó al desastre a la más grande hazaña política alcanzada hasta ahora por los trabajadores chilenos.

Para dominar los traumas y temores conviene repasar nuestra historia. Sería absurdo recorrer el mismo camino de los años 70. Ya sabemos cuál es su destino. Por eso, no se trata de tejer unidad para objetivos menguados, sino de levantar desde la base social -con tenacidad y paciencia de hormigas- un proyecto de cambios fundamentales que conquiste a los más diversos sectores sociales: trabajadores, mujeres, pobladores, estudiantes, artistas, intelectuales, profesionales, religiosos, militares, etc. El marxismo y el cristianismo popular constituyen la armazón ideológica fundamental de los tiempos que vienen.

En los hechos se trata de crear la Izquierda de este siglo. Una aventura del ser humano mucho más atractiva que bombear oxígeno a un sistema de dominación que corrompe, empobrece y consagra los privilegios de una minoría.

(*) Director de la revista Punto Final

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