Costa Rica rumbo a las elecciones del 2018 – Por Andrés Mora Ramírez

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En la recta final de las elecciones presidenciales, previstas para celebrarse el primer domingo de febrero del 2018, la sociedad costarricense mira con incertidumbre su futuro y la indecisión (que ronda el 40% de los potenciales votantes, según las últimas encuestas) se apodera de un electorado al que no parece convencerle ninguna de las 13 opciones que le presenta el variopinto arco de partidos inscritos para esta contienda.

Tres candidatos despuntan en medio del escepticismo: Juan Diego Castro, un abogado penalista que ha hecho carrera en los tribunales de justicia y ganó notoriedad en los últimos años gracias a sus estridentes intervenciones mediáticas reclamando mano dura contra la delincuencia (especialmente en el canal 7, el más poderoso e influyente del país), y que para cumplir las formalidades de ley se presenta por el Partido Independiente Nacional; detrás de Castro aparecen dos representantes del viejo bipartidismo neoliberal: Antonio Álvarez (del Partido Liberación Nacional, alguna vez socialdemócrata) y Rodolfo Piza (del Partido Unidad Social Cristiana). Sin embargo, de acuerdo con las proyecciones, ninguno de ellos alcanzaría ni siquiera la mitad de los votos necesarios (40%) para vencer en primera ronda.

Por su parte, el candidato del gobernante Partido Acción Ciudadana (PAC), Carlos Alvarado, exministro de Trabajo y Seguridad Social, no logra despegar en las intenciones de voto (se mueve entre el 6% y 4%) y paga la factura de las acciones y omisiones del oficialismo; y hasta el mes de diciembre, el Frente Amplio, que obtuvo 9 diputaciones en 2014 con la mayor votación de la historia de la izquierda en Costa Rica, está desaparecido del mapa electoral y no alcanza siquiera el porcentaje del margen de error en las encuestas.

Un factor clave gravita sobre la opinión pública, sin mayor distinción de colores políticos, de cara a los comicios: la trama de corrupción -de proporciones pantagruélicas- denunciada por medios de comunicación y una comisión investigadora de la Asamblea Legislativa, en la que están involucradas prominentes figuras del poder judicial (incluido el Fiscal General de la República, quien “adelantó” su jubilación en medio de un mar de acusaciones en su contra, y un magistrado de la Corte Suprema de Justicia que ya fue suspendido de sus funciones), diputados del poder legislativo, ministros y asesores del poder ejecutivo, y dirigentes de varios partidos políticos. Todos ellos relacionados con un complejo caso de tráfico de influencias y favorecimientos a un empresario importador de cemento chino, que recibió millonarios créditos de la banca pública en condiciones irregulares.

Como ya es tendencia en este siglo XXI, la campaña electoral, que otrora fuera fiesta popular y ejercicio de ciudadanía, hoy no logra despertar pasiones y sucumbe ante la apatía, la indiferencia y hasta la vergüenza de colocar alguna bandera en los techos de las casas, en los automóviles o simplemente de hacer fe pública de las preferencias partidarias. Es una enfermedad que se extiende rápidamente y debilita nuestro sistema político en un contexto, como el centroamericano, donde la democracia y sus instituciones se ven amenazadas por el auge de los autoritarismos, el conservadurismo y las conjuras de los poderes fácticos.

El cambio que no fue. La esperanza con la que las y los votantes acudieron a las urnas en 2014 para darle al hoy presidente Luis Guillermo Solís un triunfo sin precedentes en América Latina –en segunda ronda, con el 78% de los votos-, en lo que se anunciaba como un giro moderado en la política local (nosotros lo llamamos el progresismo posible en la Costa Rica neoliberal de nuestros días), rápidamente se diluyó y se convirtió en desencanto: en parte, como consecuencia de los errores y la inexperiencia de la nueva administración del PAC; pero sobre todo, por la inconsistencia ideológica de un gobierno que se decía progresista mas acabó preso de la inercia neoliberal, y en consecuencia, renunció a emprender transformaciones de fondo en el estilo de desarrollo impuesto hace más de tres décadas, y que ha profundizado la exclusión, la desigualdad y la concentración de la riqueza.

Después de casi cuatro años del gobierno del cambio, distintas encuestas realizadas entre los meses de octubre y noviembre por centros de investigación de la Universidad de Costa Rica y de la Universidad Nacional, coinciden en identificar el desempleo (con tasas que oscilan entre 9,5% y 10%, y con el 43% de la población sumergida en la economía informal), la corrupción, la situación económica y la inseguridad ciudadana como los principales problemas que perciben las y los costarricenses.

A ello se suma el agravamiento de la crisis fiscal (el déficit llegó al 4,6% del PIB en el mes de octubre de 2017), vieja herencia del bipartidismo y sus políticas clientelistas, que ejerce una enorme presión sobre las cuentas públicas (al punto de que el 44% del presupuesto de la República para 2018 tendrá que financiarse con deuda interna) y sobre las posibilidades de realizar una política social que garantice, para el mediano y largo plazo, la sostenibilidad de las conquistas históricas en materia laboral, de salud, educación y servicios básicos (agua, energía, telecomunicaciones), que están en la base del exitoso modelo de bienestar costarricense de la segunda mitad del siglo XX.

Ni siquiera la apuesta radical que hicieron los grupos de poder económico y político por el Tratado de Libre Comercio (TLC) de Centroamérica y República Dominicana con los Estados Unidos, que este año cumplió una década de su aprobación y entrada en vigencia, ha redundado en mejoras sustanciales de la economía nacional y mucho menos de la calidad de vida de la sociedad costarricense. Como lo demuestra el economista Luis Paulino Vargas en un contundente análisis, el TLC ha sido un fracaso. “Los graves problemas del empleo que Costa Rica padece, la persistente pérdida de dinamismo de su economía en relación con sus estándares históricos (inclusive aquellos del período neoliberal), o la declinante capacidad para “atraer” inversión extranjera directa, como la paupérrima capacidad de generación de empleos por parte de esta última, son cuestiones sobre las cuales inciden factores seguramente complejos. No sugiero que ninguna de esas cuestiones sea, sin más, el resultado del TLC. Pero sí afirmo que cada uno de estos asuntos testimonia el incumplimiento flagrante de las promesas con base en las cuales se promocionó y se logró (pero con una aparatosa dosis de propaganda del miedo) su aprobación. (…) Nada de lo ofrecido se ha hecho realidad”, sostiene Vargas.

Crisis de la democracia.

En una coyuntura como esta, el desafío para las fuerzas progresistas es inmenso. No solo se trata de revertir las tendencias que se van perfilando en el electorado, con el agravante de tener el tiempo en contra y con desventajas en el acceso a los recursos económicos, y a los espacios y horarios preferenciales en los medios de comunicación. Por encima de todo esto, el mayor reto está en forjar, primero, un proyecto realmente alternativo, que restituya la preeminencia del bien común en la política y que preserve y prolongue en el tiempo las conquistas del Estado social de derecho; y luego, en darle vida a un discurso y una praxis que permita la construcción de un nuevo sentido común desde el cual disputar la hegemonía cultural, política y económica al neoliberalismo dominante. Es decir, un proyecto en el que el ejercicio del poder aspire y actúe para la transformación de las injusticias sociales y en beneficio del interés de las grandes mayorías, y no en función de los intereses corporativos y de la reproducción del statu quo.

La crisis de la institucionalidad republicana que padecemos, que es también la crisis de nuestra imperfecta democracia, bien podría abrir las puertas de un cambio profundo de este tipo en el sistema político, que repercuta a su vez en el modelo económico y en el rumbo neoliberal en el que las élites han sumido al país desde la década de 1980. Pero ni las izquierdas constituidas en partidos ni los movimientos sociales han logrado las articulaciones necesarias para ello. Divididos y fragmentados, la derecha ha ido avanzando sobre nuestras derrotas.

El historiador Iván Molina decía que “el incremento en el abstencionismo y la profundización de la volatilidad electoral podrían jugar a favor de los candidatos presidenciales más inverosímiles e inesperados. Si así fuera, la próxima elección quizá termine pareciéndose a una ruleta rusa: el dedo en el gatillo lo tendría puesto el electorado, la cabeza a la que apuntaría la pistola sería la institucionalidad del país y la bala sería uno de esos aspirantes a la presidencia que promete acabar con los males nacionales, aunque para eso tenga que matar al paciente”.

¿Estamos llegando efectivamente a ese punto límite? El 4 de febrero empezaremos a saberlo.

(*) Académico e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos y del Centro de Investigación y Docencia en Educación, de la Universidad Nacional de Costa Rica.

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