Pueblos indígenas en Ciudad de México olvidados tras el sismo – Por Sebastián Sandoval
Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Hace unas décadas, este edificio debió lucir esplendoroso: altos techos cubiertos de terciopelo, laberintos de pasillos, cada habitación más amplia que la anterior. Hoy, en cambio, si Alejandra Maya quiere pasar de su cocina al baño tiene que hacerlo con sigilo; y si sus hijas –de nueve y siete años– la siguen, deben hacerlo una detrás de la otra, de puntitas. Y nada de andar correteando detrás del comedor, Alejandra no se cansa de prohibírselos: teme que alguna de ellas caiga al vacío si el suelo no las aguanta.
Sí, el número 46 de la calle Turín, en la colonia Juárez, seguro fue un lugar esplendoroso. Con sus siete balcones grandísimos por donde ahora, además de los chorros de luz, entra una ventisca cálida que choca con la humedad del interior. No hay hora del día en que Alejandra, sus hijas o cualquiera de los personas que viven aquí, puedan quitarse el suéter. Se han acostumbrado al frío con el tiempo; pero, en ocasiones los cambios de temperatura les cala en las rodillas, en los huesos de los dedos. No hay niño, en cambio, que no se enferme frecuentemente: por eso aquí ninguno repela cuando sus madres les ordenan cubrirse.
Aquella tarde –la del 7 de septiembre, la del terremoto– Alejandra se enfadó consigo misma. Indígena mazahua, llegó aquí hace cuatro años huyendo de los golpes y los insultos de su pareja. La comunidad mazahua le ofreció un espacio en este predio y ella decidió quedarse; era eso o regresar con su familia al Estado de México, donde compartiría el espacio con sus 11 hermanos.
—Cuando empezó a temblar no pudimos salir. Mis niñas tienen el sueño pesado y no despertaban —dice con voz pausada. Viste sencillo; la mezclilla y la playera blanca con bisutería, no disimula su metro y medio de estatura—. Ellas ya están de mi tamaño y, la verdad, me dio coraje conmigo misma. Ser tan chaparrita y flaca no me dejó cargarlas y sacarlas: no las aguanto.
Alejandra durmió en un albergue por varios días junto a sus hijas. Esa tarde varias decenas de niños quedaron huérfanos por el temblor. Las escuelas suspendieron actividades después del sismo así que, para cuidarlas, dejó de asistir a la tienda de ropa donde trabajaba. Fue despedida a las tres semanas. Eventualmente, regresaron a Turín 46, a ese lugar que llaman casa. A ese edificio que, desde entonces, les provoca miedo.
De los tres cuartos de su departamento, Alejandra y sus hijas ya sólo pueden usar uno. Además, la mesa donde comen está envuelta en plástico para protegerla del polvo que se desprende de los muros o que cae del techo. Un costado del comedor se hunde cada vez más, así que ellas procuran sólo usar la mitad de éste. Como ellas, otro medio centenar de familias otomíes y mazahuas se niegan a abandonar este edificio, estos escombros.
Un edificio en conflicto
De acuerdo con la licencia de construcción que aparece a la entrada de Turín 46, expedida por el entonces Departamento del Distrito Federal, la construcción del edificio inició el 4 de abril de 1949; fue autorizado para uso comercial y habitacional en su planta baja y para dos niveles plurifamiliares. Durante 36 años, así fueron utilizados los más de 25 departamentos y las cuatro cortinas que funcionaban como accesorias. Hasta que llegó el terremoto de 1985 y el abandono se apoderó del inmueble.
Hoy, estos muros a medio caer todavía soportan las vigas de madera. Pero el piso se hunde cada vez más. Los últimos sismo agravaron la situación. En el dormitorio de Gabriel –otro vecino que vive en una de las accesorias que solían ser negocios y que no se atreve a soltar ni un segundo su chamarra negra– se abrieron grietas a través de las cuales podía ver, todos los días, todas las noches, el otro lado de la calle. Tuvo que rellenarlas con periódico y cal, para soportar el frío y poder dormir.
Como todos aquí, Gabriel también llegó del Estado de México. Desde hace seis años, él y otros indígenas mazahuas y otomíes comenzaron a ocupar pisos enteros del inmueble frágil; quitaron tierra, ramas, malas hierbas. También recogieron el escombro que durante décadas se había acumulado en todos los rincones del edificio.
Los actuales habitantes de Turín 46 saben que tomar un edificio abandonado de la colonia Juárez y habitarlo representa una invasión. Dicen que las condiciones de desigualdad social, decidieron por ellos. Se trata de un caso complejo. Evangelina Hernández, directora General de Equidad para los Pueblos y Comunidades, de la Secretaría de Desarrollo Rural de la CDMX (Sederec), explica que quienes se dicen dueños no han logrado demostrar la propiedad del inmueble.
—No sabemos más porque a Sederec no le corresponde —reconoce Hernández en entrevista con Chilango—. La comunidad está iniciando un proceso ante el INAH para poder disponer del inmueble. Quieren coordinarse con la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) y el Instituto de Vivienda (INVI) pero los procesos son lentos. Tienen que desalojar muchas pruebas respecto a quiénes son los dueños; si tras un litigio se determina que no tienen derecho a estar ahí, corren el riesgo de que se les inicie un proceso legal.
El caso de Turin 46 no es el único. A lo largo de toda la ciudad existen decenas de casos de comunidades que, al llegar a la ciudad, invaden un espacio e intentan, a través de pagos de servicios, ganar ciertos derechos sobre el inmueble. Pasado un tiempo pueden solicitar un juicio que les permita pelear la propiedad. Sin embargo, esto provoca que ante posibles emergencias como los recientes sismos no quieran salirse de los predios en riesgo por temor a ser desalojados y perder por completo los pocos derechos que han ganado. Otros inmuebles en el Centro Histórico corren con la misma suerte: aunque fueron clasificados como riesgosos, las comunidades se niegan a abandonarlos.
—No queremos las cosas de a gratis —dice Albina Téllez, originaria de San José del Rincón, Estado de México—. Hemos tratado de pagar los adeudos del predio. Tan sólo en el agua se deben casi cien mil pesos y no tenemos el servicio. Sabemos que estamos invadiendo pero queremos una vivienda digna.
No sólo los supuestos dueños del inmueble están incómodos por la presencia de la comunidad indígena en Turín 46. Un par de vecinos entrevistados por Chilango se que quejan de que «viven de a gratis, no paguen renta, se cuelguen de la luz y se abastezcan del agua de los parques de la colonia». Otros dudan que las familias que ocupan el edificio sean en verdad otomíes y mazahuas. Algunos más los acusan de aprovecharse de su origen étnico para pedir beneficios.
Pero es difícil pensar que vivir aquí sea un beneficio. Muchos de los pasillos se han caído por completo y, para llegar a las escaleras, hay que cruzar el vacío a través de tablones que sirven de puentes. Cada semana, cada familia tiene que acarrear hasta 20 garrafones llenos de agua que extraen de las tomas de los parques. Todos utilizan resistencias o parrillas de gas para calentar cubetas antes de bañarse; intentan reciclar esa misma agua para lavar la ropa, los trastes o los sanitarios.
—Fíjese nada más —señala Albina Téllez mientras señala el piso hundido de su comedor—. Además se está separando la puerta del cuarto, no sabemos ya ni cómo meterle mano.
Albina es una mujer bajita, morena; es difícil saber si el gris de su cabello son canas o el polvo que suele caer del techo. Últimamente, desde el 19 de septiembre, suele pasar las noches en vela. A unas cuadras hay un almacén de refrescos que se surte mediante camiones que atraviesan la calle de madrugada. Las paredes se cimbran, el polvo llueve. El techo de uno de los cuartos se derrumbó por completo. Muchos de los ocupantes del edificio han tenido que colocar toldos en el techo para evitar que el polvo o el cascajo caiga sobre los alimentos o sobre ellos mismos cuando duermen.
—Aquí las rentas son de hasta 25 mil pesos —comenta Albina, quien trabaja en un local de artesanías en el Centro Histórico, su hijo es barista—. Es imposible que logremos pagar algo así. Pero no buscamos nada regalado. Somos gente trabajadora pero no podemos pagar una renta y sostener a nuestras familias.
Como Albina, en la ciudad hay 700 mil personas de origen indígena de al menos 55 de las 68 etnias reconocidas en el país. Las lenguas más habladas en la capital son el náhuatl, el mixteco, el otomí y el mazateco y un 17% no sabe hablar español. De acuerdo al INEGI, en la delegación Cuauhtémoc, Iztapalapa y Tláhuac, al menos dos de cada 100 personas son de origen indígena. Es posible, no obstante, que esta estadística se quede corta: muchos prefieren no identificarse como indígenas por vergüenza o para no ser discriminados.
En Turín 46, la mayoría vive de la producción de artesanías. Muchos aquí trabajan elaborando muñecas, alfarería, bordado en tela y pulseras. Los hombres se desempeñan como cargadores, macheteros, diableros, albañiles, boleros. Algunas mujeres logran colocarse en ventas, en la cocina o como trabajadoras de limpieza en oficinas y viviendas. Pocos gozan de prestaciones laborales, los sueldos son equivalentes al salario mínimo y su nivel de estudios difícilmente supera la secundaria. En ninguna de las viviendas falta un DVD y una televisión; algunas cuentan también con internet.
Se trata de una precariedad que se ha extendido por más de tres décadas. De acuerdo a Claudio Albertani, investigador de la UAM Xochimilco y autor del estudio Los pueblos indígenas y la ciudad de México. Una aproximación, tres generaciones de indígenas migrantes y naturales «siguen viviendo en las mismas vecindades, ahora más deterioradas. O en otras que fueron abandonadas a raíz de los sismos. O bien en barrancas y cerros en las afueras de la ciudad».
La discriminación en contra de la comunidad de Turín se presenta de maneras sutiles. En asambleas vecinales de la colonia Juárez los han acusado de vivir a expensas de los impuestos; argumento que se repitió después del sismo, cuando durmieron tres noches en la calle, afuera del predio. Pese a que el edificio estaba casi caído, pese al sentimiento de solidaridad que se gestaba en otros puntos de la ciudad, aquí los acusaron de impedir la circulación. Hubo personas que les regalaron víveres y no faltó quien los acusara de aprovecharse del desastre.
Estas comunidades, afirma Albertani, suelen agruparse para poder hablar su idioma y practicar sus costumbres en medio de una ciudad que se niega a cohabitar con ellos. Es por esto que las luchas indígenas migrantes suelen centrarse en el acceso a una vivienda digna, segura y propia; acceder a créditos es una herramienta vital para ellos. Eso les permite adquirir los predios que actualmente habitan, mejorarlos y convertirlos en un hogar que puedan sentir propio.
Este piso curveado, por donde temen quieren caminar, es su único patrimonio además de los pocos muebles. Perderlo o salir de él implicaría empezar de cero otra vez; igual que hace seis años cuando Alejandra Maya por fin se atrevió a dejar a su pareja, harta de los golpes. A veces acaricia esa opción, sobre todo cuando piensa en sus hijas. Pero empezar desde el principio, por segunda vez en su vida, es difícil.
Después de los temblores, Alejandra procura no separarse de sus dos hijas.
–Si vamos a estar en el comedor, estamos las tres –dice–. Si nos lavamos los dientes, las tres; nos vamos a dormir juntas las tres.
Viven así, evitando a toda costa un lado del comedor por temor a un desplome y comiendo sobre una mesa cubierta con plástico para evitar el polvo.
Hace unas décadas, Turín 56 debió ser un edificio esplendoroso. Un laberinto de pasillos altos y techos de terciopelo. Hoy, es un cúmulo de miedo y polvo; puentes de madera endeble que intentan salvar el abismo, por donde Alejandra y sus dos hijas caminan con sigilo, de puntitas.
(*) Periodista.