Brasil: la presencia indígena es fundamental para la salvación de la selva amazónica – Por Daniel Giovanz

742

Brasil, Transamazónica 45 años | Presencia indígena es tabla de salvación de la selva

El 25 de octubre de 2016, cien moradores de los municipios Palestina do Pará y Brejo Grande do Araguaia armaron un piquete en el puente que une los estados de Tocantins y Pará – en la región Norte de Brasil –, en la carretera BR-230. La estructura de concreto de 900 metros sobre el Río Araguaia fue concluida en 2010, pero el gobierno federal no cumplió la promesa de asfaltar 12 kilómetros al Oeste, del lado paraense.

Era la tercera protesta por el mismo motivo en menos de un año. Y todas terminaron con la renovación del compromiso, por parte del Departamento Nacional de Infraestructura de Transportes (DNIT), de que el tramo sería pavimentado «lo más pronto posible».

Punto cero de la carretera Transamazónica en Pará en sentido Atlántico-Pacífico, el puente sobre el Río Araguaia simboliza la angustia de la población al borde de la carretera. Cuando el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva (del PT, Partido de los Trabajadores) retomó la obra, sumaban casi 20 años de espera, durante los cuales la travesía era hecha en balsa.

Para quien no está acostumbrado al clima ecuatorial, los 12 kilómetros sin pavimento pueden parecer una tontería. El problema es que, en la temporada de lluvias, de diciembre a mayo, el camino de tierra se transforma en un lodazal. El atolladero es tan grave que puede impedir el tránsito de autos y camiones por semanas enteras.

Las carencias de infraestructura no se resumen en la pavimentación incompleta de la carretera. De los tres primeros municipios paraenses cortados por la Transamazónica, São Domingos do Araguaia es el que tiene el mejor Índice de Desarrollo Humano (IDH): 0,594 – apenas el 4.284º en el ranking brasileño, que contempla 5.565 municipios. En los tres, el peor de los criterios analizados es la educación.

Error de cálculo

A mediados de la década de 1970, el Nordeste brasileño enfrentó un período de calor y sequía tan intenso que derritió el corazón de un general. En visita a Pernambuco, el dictador Emilio Garrastazu Médici, entonces presidente de la República, quedó inconforme con el desamparo de la población sertaneja [persona que nace o vive en el sertão]. «El jefe de la nación no puede comprender la existencia de compatriotas viviendo en condiciones tan precarias», declaró en junio de aquél año, en un discurso en el centro de Recife, la capital del estado. «Esto no puede continuar».

Cuando Médici retornó a Brasília, la capital federal, el antídoto para la miseria que había atestiguado en el semiárido estaba listo – al menos, en su cabeza. La idea era desocupar áreas del polígono de la sequía y, al mismo tiempo, utilizar a los sertanejos como mano de obra en la realización del llamado Plan de Integración Nacional (PIN).

El proyecto respondía a una necesidad identificada por la dictadura brasileña en la región Norte. La Amazonia estaba repleta de vacíos demográficos, y el poblamiento de aquellas áreas supuestamente fértiles, con lluvias en abundancia, podría apalancar la producción agrícola y unir al Brasil en torno a un ideal de nación.

«Tierras sin hombres para hombres sin tierras». La frase atribuida al general después de la visita al sertão* pasó a ser repetida con entusiasmo en los meses siguientes, acompañada del eslogan del PIN, de cuño nacionalista: «Integrar para no entregar [la Amazonia al capital extranjero]».

Sueño adaptado

La meta era asentar 100 mil familias, la mayor parte en el entorno de Altamira, municipio paraense que pasó a ser llamado capital de la Transamazónica. El Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA) entregaría al jefe de cada familia, además de los costos de desplazamiento, un lote de 100 hectáreas, una casa y un salario mínimo, para iniciar los trabajos agrícolas, durante seis meses.

Según el periódico Folha do Norte, el 16 de julio de 1971, los colonos además recibirían «financiamiento del Banco do Brasil, principalmente para cultivos de café y cacao, con un período de gracia de tres años y ocho para pagar la deuda». Todo fue hecho apresuradamente, sin ningún informe ambiental o estudio de viabilidad económica.

El primer paso era abrir la vía. El dictador Médici propuso que tuviera 8 mil kilómetros y uniera los dos océanos, Atlántico y Pacífico, del litoral brasileño al peruano. Conforme el «milagro económico» daba señales de cansancio, el sueño sufrió adaptaciones.

Las obras de la BR-230 comenzaron en septiembre de 1970, y el primer tramo fue inaugurado en agosto de 1972, con una solemnidad a las orillas del Río Xingú, en Altamira. Cuando la construcción fue interrumpida, la carretera tenía 4.223 kilómetros de extensión, poco más de la mitad del proyecto original: de Cabedelo, en el litoral de Paraíba, hasta Lábrea, en la región Sur del Amazonas. Cuatro mil obreros trabajaron hasta 1975 en aquella obra faraónica, cuyo costo nunca fue divulgado por el gobierno militar.

A fines de 1978, debido a conflictos con familias tradicionales paraenses por la regularización de tierras, los Programas Integrados de Colonización (PIC) fueron desactivados. Con la consecuente suspensión de las políticas federales de colonización, el número de familias asentadas en los tres polos de poblamiento en Pará – Marabá, Altamira y Itaituba – no pasó de 8 mil.

Cuarenta y cinco años después, el eslogan y la jerga acuñados por Médici parecen un mal chiste. La migración fue menor que lo esperado y los índices de desarrollo de la región Transamazónica están entre los peores del país. La vía, en el período lluvioso, es casi impracticable, y el capital internacional está con los dos pies enterrados en la selva.

Ruinas de la siderurgia

A 120 kilómetros del puente sobre el Río Araguaia, Marabá es la ciudad más populosa a lo largo de la Transamazónica paraense. Sus 267.000 habitantes están divididos en 17 distritos – seis en el área urbana y once en la zona rural –, bañados por los ríos Tocantins e Itacaiunas.

Máquinas dañadas, equipamientos oxidados, toneladas de hierro y madera al sereno. En el corazón del Distrito Industrial de Marabá, por donde cruza la Vía del Hierro Carajás (EFC por sus siglas en portugués), operada por la empresa minera] Vale, salta a los ojos lo que parece ser un cementerio de la industria siderúrgica.

En la década de 1980, diez empresas se instalaron en la ciudad para crear un polo de transformación del mineral de la Serra dos Carajás en hierro fundido, materia prima para la producción de acero.

La curva de facturación fue positiva hasta 2008, cuando los principales compradores, China y Estados Unidos, pasaron a producir hierro fundido en sus propios territorios y redujeron las importaciones – para minimizar los impactos de la crisis mundial.

Ese movimiento económico, sumado a las multas y al incumplimiento de Términos de Ajuste de Conducta (TAC) por crímenes ambientales y trabajo análogo a la esclavitud, llevó al cierre de ocho de las diez compañías siderúrgicas del municipio.

El crimen ambiental cometido por las empresas del sector era el de deforestación ilegal de áreas de la Amazonia para la obtención de carbón vegetal, que es mezclado con el mineral de hierro a altas temperaturas para obtener hierro fundido. En la zona rural de Marabá, millares de plantas nativas cedieron espacio a eucaliptos y pinos, la mayoría de los cuales jamás será llevado a las siderúrgicas, por falta de demanda o de capital para financiar las operaciones.

El total de las multas aplicadas por el Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables (IBAMA) llegó a US$ 85 millones, y la oferta de empleos en el polo siderúrgico cayó de 10.000 a 250, desde 2008.

Los datos más recientes del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) indican que 18,6% de la población está ocupada en el municipio. De cada diez personas, cuatro tenían un rendimiento mensual inferior a medio salario mínimo – cerca de US$ 121,00, en los valores de la época.

A pesar de la recesión económica que afectó al sector siderúrgico, Marabá tiene el tercer mayor Producto Interno Bruto (PIB) del estado gracias a la actividad pecuaria, a la industria maderera y de cerámica y a la minería de cobre y manganeso.

Los desafíos de la alcaldía son semejantes a los de cualquier metrópoli brasileña. Transporte caro e ineficiente, concentración de tierras, ocupaciones irregulares de terrenos públicos en el área urbana, precariedad en los servicios de salud: el índice de mortalidad es mayor que en 117 de los 144 municipios paraenses.

Bautizada en homenaje al título de una obra del poeta Gonçalves Dias, Marabá es conocida como Ciudad Poema. La palabra, en tupi-guaraní, era usada para designar mestizos, niños con deficiencia física o el más joven entre dos hermanos gemelos. Como eran considerados un preanuncio de desgracias y tragedias en la aldea, estos últimos eran sacrificados inmediatamente después del nacimiento.

Los sobrevivientes

En términos de arborización de las vías públicas, Marabá está entre las 200 peores ciudades del país, en plena Amazonia. La orilla del Río Tocantins, en la región conocida como «Marabá Pionera», es el punto turístico más visitado al final de la tarde, cuando se vuelve un mirador de la puesta del sol.

El resto del día, quien pasea por la orilla ve en el horizonte otros tonos de amarillo anaranjado, no tan agradables como los del ocaso: son los incendios forestales, cada vez más comunes en el perímetro urbano.

Incluso así, la alcaldía trabaja con la posibilidad de recibir la certificación del estado como Municipio Verde. Para eso, el área quemada o deforestada debe ser inferior a 40 km² al año, por cinco años consecutivos. En 2015, los terrenos devastados llegaron a 46 km², lo que aplazó los planes de la Secretaria Municipal de Medio Ambiente.

La construcción de la carretera BR-230, además de legitimar la tala de árboles centenarios, afectó a al menos 18 pueblos indígenas y significó el exterminio de millares de personas. No hay un número preciso de muertos, pero es consenso entre los historiadores que varias comunidades fueron invadidas o «recortadas» en nombre del PIN.

De acuerdo con el Censo 2010, habitan la región cerca de 4.200 Apyterewa, 4.000 Kayapó, 1.000 Xikrin del Rio Catete y 800 Parakanã.

Punto fuera de la curva

Es sábado por la tarde y el calor llega a 34º C. Una pareja Kayapó camina por el shopping center Patio Marabá, en lado norte de la Transamazónica, y se sienta en un café. Él pide una Coca-Cola; ella, un agua mineral y un pedazo de pudín. El teléfono celular, sobre la mesa, toca un pop japonés.

Lo que podría ser digno de nota en otras regiones es, de hecho, una escena común en la Ciudad Poema. Con la parte superior de la cabeza rapada y la piel cubierta de diseños coloridos, indígenas de varias etnias caminan por los corredores, aprovechan el ambiente climatizado y vuelven el lugar menos aburrido.

Los hábitos de consumo son tan improbables como el pudín saboreado por la mujer Kayapó. Mientras unos hacen fila en una franquicia de açaí industrializado, otros se detienen en la vitrina de la tienda de bombones, que no vende ningún sabor local. En vez de cupuaçu o castaña, las trufas tienen relleno de fresa, torta alemana y selva negra.

Los índices de infraestructura y urbanización hacen de Marabá un punto fuera de la curva en la Transamazónica paraense. La explicación es simple: el desarrollo y la ocupación del municipio preceden a las obras de la BR-230. Entre 1890 y 1970, la ciudad fue escenario de tres ciclos de extractivismo altamente lucrativo – caucho, castaña de Brasil y minería artesanal de oro y diamantes.

Es preciso seguir por la carretera algunos kilómetros más para dimensionar el fracaso del proyecto de Médici para la ocupación de la Amazonia.

El asfalto se volvió leyenda

De Marabá a Novo Repartimento, la «princesita de la Transamazónica», son 180 kilómetros – por lo menos la mitad, por camino de tierra. En auto o moto, en la estación seca, el traslado requiere de tres a cuatro horas.

Además de la carretera polvorienta y llena de huecos, lo que contribuye a la lentitud del recorrido son las obras de pavimentación. Cada media hora, cerca del municipio de Itupiranga, uno de los carriles es bloqueado para terraplenar y compactar el suelo.

Junior tiene 18 años y pasa el día en la BR-230, con el ojo en el reloj y oídos atentos a la radio. Desde hace dos meses, él es uno de los responsables por avisar a sus colegas liberar o bloquear uno de los sentidos de la vía, conforme señala el cronómetro.

Después de abandonar el trabajo en un lavadora de autos en Itupiranga, Junior está contento con la función que desempeña en la Tamasa Ingeniería. La ración es «caprichosa», el contrato con la empresa es formal y, vuelta y media, un conductor irritado ayuda a romper la monotonía de la jornada. Aquella misma semana, un camionero sacó una pistola por la ventana, atropelló los conos en medio de la vía y gritó airado contra la demora de las obras – relata el empleado, con la objetividad de quien no tiene «nada que ver con eso».

El trabajo de Junior y el estrés de los camioneros están garantizados por los próximos dos años. La conclusión de la obra está prevista para 2019, porque aquí el trabajo no avanza en invierno, de diciembre a mayo. Al contrario, las lluvias alteran el terreno y, en algunos tramos, exigen que las obras de pavimentación recomiencen de cero.

«Esa historia del asfalto ya se volvió leyenda», resumió el conductor de una camioneta con placa de Marabá. «No era ni para haber hecho esto de aquí [abierto el camino], derribado todo. Pero, ya que lo hacen, terminen pronto!».

Donde hay humo…

Si en la orilla del Río Tocantins los incendios forestales aparecen como minúsculos puntos en el horizonte, quien recorre la Transamazónica en sentido Marabá–Novo Repartimento tiene el disgusto de testificar los estragos de cerca.

La población del lugar parece acostumbrada al olor fuerte y al espectáculo a la altura que el fuego proporciona. Nadie sabe de quién es el terreno, nadie sabe si esta quema – o aquella otra – fue crimen o accidente.

En Cajazeiras, a 67 kilómetros de Marabá, familias enteras pasan frente a las llamas con expresión indiferente. El semblante de los niños uniformados, camino de la escuela, no revela ninguna incomodidad con el humo o con el calor que emana de las hojas y ramas secas. A 50 metros de distancia, un grupo de jóvenes se baña en el Río Cajazeiras y ni siquiera voltea la cabeza para mirar las llamas. Hacen parte de la rutina.

Donde no hay foco de incendio, es porque la selva ya se volvió pasto. Novo Repartimento tiene un rebaño estimado en un millón de cabezas de ganado. En los alrededores del municipio, para cualquier lado que se mire, predominan los descampados, áreas de crianza extensiva. La excepción corre por cuenta de la tierra indígena Parakanã, que levanta una hipótesis corroborada a lo largo de la BR-230 en Pará: los pueblos originarios son la tabla de salvación del bosque.

La selva cerrada, el canto de pájaros nativos y los varios tonos de verde, que se sobreponen en la margen izquierda de la vía, contrastan con el pasto de los terrenos dedicados a la ganadería en el lado opuesto.

Una placa, cubierta de polvo y con las letras casi borradas, permite leer que aquel territorio indígena fue homologado por el Decreto 248, del 29 de octubre de 1991. Son 351,7 mil hectáreas, con situación jurídica regularizada.

Los Parakanã, que se autodenominan Awaeté, o «gente de verdad», tuvieron el primer contacto con no indígenas en 1910, a orillas del Río Pacajá. Después de 60 años de conflictos y muertes, atribuidas a mineros artesanales y hacendados de la región, la etnia retomó la curva positiva de crecimiento poblacional gracias al Programa Parakanã, una asociación entre la compañía de energía eléctrica Eletronorte y la Fundación Nacional del Indio (FUNAI).

En 2016, los Parakanã bloquearon por tres días el puente sobre el Río Bacuri, entre Novo Repartimento y Marabá, para exigir que aquella vía fuera asfaltada. La falta de pavimentación, según ellos, dificulta el acceso a los servicios de salud. En esa ocasión, los indígenas también reivindicaban la presencia de médicos en la propia aldea, pero ninguna de las demandas fue atendida.

Puaca y reforestación

El camino de tierra sigue hasta la región central de Novo Repartimento. Luego, a la entrada del perímetro urbano, un comercio de autos chatarra a cielo abierto da una dimensión del volumen de polvo que sube, siempre que un automóvil cruza la carretera.

Durante la estación seca, el polvo fino que no se asienta esconde zanjas y agujeros en el camino. Es lo que los habitantes de la región Transamazónica llaman «puaca» – una pesadilla para los motociclistas en su primer viaje.

Si el gris es el color del asfalto y de los restos de quema que se multiplican al borde de la carretera, el marrón simboliza los caminos abiertos y nunca cerrados, los sueños carentes de realización: el polvo de un pasado que empaña la visión y tiñe todo alrededor. Ambos, gris y marrón, sofocan el verde de la selva y se imponen como legado perverso de la presencia humana en estos parajes.
Novo Repartimento tiene 72 mil habitantes, de los cuales la mitad vive en la zona rural. No hay consenso sobre el origen del apodo «princesita de la Transamazónica», pero se sabe que los obreros de la BR-230 tienen cierto cariño por aquella localidad, donde estuvieron acampando por varios meses en los años 70.

Antes de convertirse en municipio, en diciembre de 1991, el área recibió migrantes del territorio vecino, el pueblo Repartimento, inundado para la construcción de la Hidroeléctrica de Tucuruí. La empresa contratista que asumió las obras de la represa fue Camargo Correa, la misma que pavimentó parte de la BR-230 en el Amazonas. Veinte y cinco mil hombres trabajaron en la represa hasta su inauguración, en enero de 1985.

La región central de Novo Repartimento es uno de los ambientes urbanos más agradables de la Transamazónica paraense. Las familias, incluso con niños pequeños, parecen no ver problema en pasear por las calles y plazas por la noche – cosa rara en otros municipios al borde de la carretera. Esta sensación de seguridad es destruida por las estadísticas: en 2014, Novo Repartimento integró la lista de las 200 ciudades más violentas de Brasil.

En la zona rural del municipio está el Asentamiento Tueré, segundo mayor de América Latina, con 290 mil hectáreas. Los proyectos del INCRA funcionan como resistencia al modelo predominante de agro negocio, basado en el monocultivo de soja, la ganadería extensiva y el corte de madera.

A partir de 2011, la producción de cacao asumió un papel relevante en la economía local. Con el apoyo de la Comisión del Plan de Cultivo Cacaotero (CEPLAC por sus siglas en portugués), creada por el Ministerio de Agricultura, pequeños productores pasaron a tener soporte técnico para invertir en plantar cacao.

Novo Repartimento tiene casi dos mil familias productoras, y 60% de las almendras de cacao del municipio vienen de Tueré.

Oriundo de Caxias, en el estado de Maranhão – en la región Nordeste brasileña –, Seu Chico vive en el área de Tueré y es el mayor cultivador de cacao de Novo Repartimento. Cuando llegó a la ciudad, en 1975, tenía 22 años y había memorizado la recomendación de los gobiernos militares: «veníamos a la región para desmatar, si no, perdíamos el lote. Hoy es al contrario, el gobierno [federal] apoya a quien preserva».

Como el cacao necesita sombra, la producción funciona como estímulo a la reforestación – un contrapunto a la devastación provocada por la ganadería extensiva. Además de ampliar la renta de las familias, la propuesta de la CEPLAC es frenar la deforestación dentro del área de Tueré: entre 2001 y 2011, el número de árboles talados creció seis veces.

La mitad de la producción de cacao de Seu Chico es «sombreada» por árboles de gran tamaño nativos de la Amazonia, como el mogno brasileño. En el asentamiento Tueré, se producen más de 20 variedades de alimentos, la mayor parte granos, frutas y verduras. La orientación del INCRA es que la producción sea orgánica, sin agro tóxicos, y que no haya ningún tipo de deforestación.

El buey pide paso

A pesar de las iniciativas de resistencia, el municipio no escapó de la «tentación del ganado». En Novo Repartimento, la ganadería se volvió la principal actividad económica hace por lo menos 30 años. Antes, los ingresos de las familias estaban basados en los cultivos de maracuyá, café y cupuaçu, con bajo valor agregado. En la proporción actual, hay 14 reses por cada ser humano, y la renta per cápita prácticamente se duplicó.

Los moradores explican la opción por la ganadería sin apoyarse en la calculadora. Mientras el ganado «da ganancia desde que nace», el cacao demora hasta cuatro años para comenzar a dar frutos. Sin contar las enfermedades que alguna vez destruyen el cultivo.

Como los asentamientos desafían la tendencia de concentración de tierras en Brasil, Novo Repartimento suele ser mencionada como referencia positiva en la disputa agraria que ocurre en las márgenes de la Transamazónica. Pero es cada vez más difícil sustentar esa fama.

Equipos de la Superintendencia Regional del INCRA tienen dificultades para levantar datos actualizados sobre el Tueré, porque parte de los lotes fue ocupada o invadida por testaferros de grandes propietarios de tierra de la región. Son cada vez más recurrentes las amenazas y presiones a profesionales del sector técnico del Instituto, que tiene razones para temer lo peor.

De enero a mayo de 2017, Brasil registró 37 asesinatos en conflictos agrarios, un record según la Comisión Pastoral de la Tierra (CPT). De los 1.536 conflictos que ocurrieron en la zona rural en 2016, 1.295 están relacionados con la lucha por la tierra, por el agua o con situaciones de desalojo involucrando latifundistas e indígenas, ambientalistas o pequeños productores.

De acuerdo con la organización Global Witness, Brasil es el país que más asesina personas por conflictos agrarios. Y la Transamazónica paraense está en el ojo del huracán, como será descrito en los próximos reportajes de la serie.

* Región geográfica semiárida del Nordeste brasileño, que incluye partes de los estados de Sergipe, Alagoas, Bahia, Pernambuco, Paraíba, Rio Grande do Norte, Ceará y Piauí.

Brasil de Fato

Más notas sobre el tema