Argentina: Santiago y un enigma histórico – Por Edgardo Mocca

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Se les fue. Con esa breve y macabra frase empieza a circular una explicación de lo sucedido con Santiago Maldonado. Claro, la frase no deja dudas respecto a sus referentes: ¿a quiénes se les fue Santiago? A los gendarmes. Por lo pronto la afirmación abre una brecha dentro de lo que es un proceso de deliberada negación, ocultamiento, falseamiento y protección que tiene muy pocos antecedentes en la historia argentina más o menos reciente. No funcionó así la ostensible protección de los principales medios de comunicación a la dictadura; en esa época reinaba el silencio y no la posverdad. Era una época de terror y no de globos amarillos. Ahora todos los días aparece alguien que vio a Santiago, que estuvo con él. En todos los casos el relato termina en la afirmación de algo (cualquier cosa) que pueda desincriminar a la Gendarmería y a su mando natural, es decir al gobierno de Macri. “Se les fue” denota la responsabilidad estatal. Pero al mismo tiempo la relativiza: no había intención, no responde a un plan preconcebido. Reaparece la imagen del “exceso”, de lo no deliberado, de lo no pensado.

Desde que Patricia Bullrich asumió en el Ministerio de Seguridad asistimos a una mascarada que gira en torno del orden. De modo irresponsable se mezclan las demandas de seguridad individual urbana con la necesidad de ordenar el espacio público y acotar el desarrollo de la protesta social. Esto tiene detrás de sí una larga historia. En su fase más reciente esa historia nos remite a la explosión social de diciembre de 2001 y los meses subsiguientes. El tiempo de las cacerolas y los piquetes. El tiempo de la sanguinaria represión del 19 y 20 de diciembre con epicentro en Buenos Aires pero con alcance nacional, de las muertes en el Puente Avellaneda, del clima de rebelión y desobediencia que atravesaba entonces las calles del país y reconocía en la pueblada de Cutral Co en 1997 su más notable antecedente. Fue el gobierno de Néstor Kirchner el que instituyó el principio de que la protesta social no podía ser contestada con la criminalización. El orden no podía ser impuesto por la policía sino que era una misión de la política. Ese postulado se mantuvo aún cuando en 2008 la mesa de enlace de los exportadores sojeros bloqueó las rutas del país y desabasteció las góndolas de alimentos a escala nacional. El orden de las calles se ha constituido en la historia argentina reciente como un problema central y el macrismo le ha puesto su sello a su concepción del problema, a través de una ministra que no escatima gestos patoteros que intentan fundamentar una gran gesta para despejar la calle a favor de la “gente de bien”.

Lo que está claro es que el actual gobierno modificó drásticamente la orientación hacia las fuerzas de seguridad en esta materia. Desde los primeros días de su gestión asistimos a una brutalidad persistente y creciente de su accionar, concentrada, claro está en la intimidación y la violencia contra los sectores más desprotegidos, menos “visibles” de la sociedad. Contra los pobres. El orden de la calle se revela claramente como una pieza vital de un proyecto político, como una respuesta a la pregunta de qué hacer con la gente que protesta porque se quedó sin trabajo, sin protección social o no puede pagar los servicios públicos indispensables para una vida aceptablemente digna. El ajuste neoliberal y la represión de la protesta no son dos caminos paralelos, son parte de la misma trama, que se completa con la manipulación publicitaria. Avanzar con la “modernización” –nombre pudoroso de la reestructuración económica, social y cultural neoliberal–, negar sus consecuencias sociales reales e invisibilizar y/o reprimir la resistencia es la hoja de ruta política central del actual gobierno. Como fácilmente se ve, esto no puede funcionar si carece de un anclaje de solidaridad de una parte importante de la población con el objetivo de “despejar la calle”. El principio central del operativo de orden está en la construcción de un “nosotros individuos”. Es decir gente de bien, gente de trabajo, que no va por el mundo haciendo bardo y molestando al otro. Gente que se ocupa de sus cosas, que vive y deja vivir. Si miramos en profundidad, esta idea de libertad es el corazón del mensaje oficial y buena parte de la explicación de su arraigo en un sector –minoritario pero considerable– de la sociedad. Sobre esta idea de libertad gira todo el discurso. Es lo que el filósofo Isaiah Berlin llamó la “libertad negativa”, es decir la del individuo frente al Estado, la que pone un freno a la acción de agentes “externos” a la voluntad del individuo, contra la “libertad positiva”, la libertad para actuar creadoramente en la construcción del proyecto común. Al Estado se le pide exclusivamente que resguarde ese aspecto de la libertad individual, que asuma su rol de gendarme (nunca tan actual la metáfora). Curiosamente este enfoque ganó una parte importante de su buena prensa utilizando el registro de los derechos individuales, después de los atropellos producidos por regímenes tiránicos impuestos para asegurar la libertad del mercado y el retiro del Estado de cualquier función reguladora de la propiedad individual y la empresa privada. El neoliberalismo hizo su fama en todo el mundo apropiándose de la bandera de las libertades individuales frente a los abusos del Estado. Y hoy es, en sí mismo, la materialización de la forma contemporánea de un nuevo totalitarismo, el totalitarismo de las grandes corporaciones económicas.

La represión sistemática tiene problemas para afirmarse como política de Estado. Una de ellas, tal vez la principal, sea el escándalo de la muerte. Y en nuestro país ese escándalo adquirió históricamente el rostro particularmente terrible de la desaparición. Ahí parece haber, como se desprende de los hechos actuales, una barrera política. Una barrera masiva, intensa y apasionada que concurre con una mirada especial desde fuera de nuestras fronteras. También la repercusión internacional está en la base del nuevo maquillaje que el Gobierno le ha puesto a su discurso sobre el tema. La ministra de Seguridad parece no tener un futuro más allá de las elecciones de octubre. Pero esa lógica decisión no cerraría el problema que está planteado ni despejaría sus enigmas. Los trucos de la posverdad macrista respecto a un supuesto paralelo del caso de Santiago con el de Julio Jorge López no resisten ningún análisis serio: los captores de uno y de otro provienen de la misma cantera de clase, de la misma ideología, del mismo proyecto de país; la única diferencia es que ahora gobiernan. Lo más probable es que el Gobierno apueste al tiempo y al olvido. Es decir a no revelar lo que sin duda saben sobre la suerte de Santiago. Es un fardo ominoso para el porvenir de la empresa política de Macri y tiene que convivir con la posibilidad de alguna quiebra en el pacto de silencio, lo que claramente complicaría aún más que la revelación. Pero el problema no está en tal o cual eventualidad que podría o no darse sino en la economía simbólica del proyecto macrista: ¿cómo se podrá legitimar hacia el futuro la concepción de la mano dura contra la protesta social después de semejante acontecimiento nunca realmente cerrado? En este punto, hasta ahora Cambiemos ha apostado todas sus fichas al aparato mediático-judicial-político de tergiversación y de olvido. De tal manera que la inaudita capacidad de creación de un mundo artificial que ha mostrado ese aparato estaría frente a una prueba de fuego porque se vería obligado no solamente a adulterar los hechos del presente sino a inventar una nueva historia del país. Y a lograr que la comunidad crea en esa historia.

Así como la dinámica política llevó a la experiencia kirchnerista por caminos de antagonismo político que nunca estuvieron en ningún plan inicial, el macrismo puede quedar envuelto en una saga histórica de imprevisibles derivaciones. Sus ideólogos no creen en estas cosas, están convencidos de que no hay nada que merezca el nombre de memoria, de verdad y de historia. Pero a los ideólogos siempre termina por desbordarlos la realidad. Desgraciadamente, un sector considerable de la clase política no puede pensar hoy más allá de los resultados de la próxima elección; salvar la ropa en las legislativas y quedar bien posicionado para las presidenciales es el límite de su mirada estratégica. Está claro que no aprendieron nada, que van siempre detrás de los acontecimientos, que no terminan de comprender el drama del que son protagonistas. La democracia argentina se recreó en 1983 sobre el principio del “nunca más”. Es un acuerdo vago, impreciso y polémico. Para algunos es el freno definitivo a la violencia política irresponsable de bandos indiferenciados e igualmente criminales; para otros es el límite para la solución estatal-terrorista de los antagonismos sociales. Pero esa diferencia, profunda e inconciliable, no es un obstáculo para el común rechazo al regreso de la impunidad criminal como arma política. Y ese rechazo es (puede ser, podría ser) mucho más amplio que una determinada visión ideológica sobre el país al que cada uno aspira. Se puede entender perfectamente las razones pragmáticas de la Unión Cívica Radical para sostenerse en la nueva alianza de la que forma parte. Se pueden esgrimir razones de gobernabilidad, de institucionalidad y cosas por el estilo. También se puede agregar que Cambiemos parece ser la forma menos violenta de aceptar el ocaso de una experiencia política más que centenaria. Lo difícil es aceptar que esas razones puedan sostener una renuncia al último jalón democrático y popular de esa historia como fue la condena del terrorismo de Estado que puso a Raúl Alfonsín en la historia grande de este país.

Asistiremos en los próximos días a nuevas maniobras de los responsables estatales de la desaparición para reducir los daños políticos del acontecimiento. Estarán guiados centralmente por el objetivo de que el episodio no merme las chances electorales de la coalición gobernante. Pero la cuestión no se resuelve en octubre. En el cuerpo de Santiago Maldonado están muchos de los enigmas que los argentinos tendremos que resolver en una etapa no demasiado larga.

(*) Politólogo.

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