Promesa incumplida: no habrá 1% del PIB para la ciencia en Uruguay

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No habrá 1% del PIB para la ciencia, y la promesa que hiciera Tabaré Vázquez en tiempos electorales quedará incumplida. En cambio, el presidente creó una Secretaría de Ciencia y Tecnología que, aun sin presupuesto propio, se celebra como una buena noticia. La investigación científica enfrenta su hora crucial.

En ciencias no somos como en fútbol: para competir en el mundo y en la región, a la academia científica todavía le faltan más y mejores jugadores, cuadros y campeonatos. Pero nunca antes se había invertido tanto en el desarrollo del conocimiento como en los últimos 12 años, y en una década Uruguay acumuló un puñado de hitos que en otros países existían desde hacía un siglo.

El corazón del sistema que se está construyendo bombea gracias a la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII). Esta agencia lleva invertidos 279 millones de dólares que ofrece en becas de formación y en decenas de programas para estimular a los 1.700 investigadores que, en su mayoría, trabajan en laboratorios de la Universidad de la República y en institutos como el Clemente Estable, el Pasteur o el de Investigación Agropecuaria. La calidad de los proyectos es buena, y además de conseguir socios internacionales para llevar a cabo los más ambiciosos, esto permitió incrementar el número de publicaciones, que desde 2010 superan las 1.000 anuales.

Sin embargo, entre los científicos existe una convicción: si el gobierno quiere que el crecimiento no se frene, deberá invertir más para multiplicar el número de científicos y para que los laboratorios adquieran equipos sofisticados que permitan investigaciones más importantes; para formar mejor a los estudiantes y que puedan realizar estadías en institutos de otras partes y, sobre todo, para ofrecerles a los profesionales más destacados desafíos laborales interesantes dentro del país. Según varios especialistas, si esto no sucede, se corre el riesgo de que el despegue de la ciencia uruguaya se frustre.

Así es que el sistema tiene un corazón sano pero le falta un cerebro que reflexione y planifique políticas para los distintos actores que se sienten fragmentados en sus esfuerzos. Es decir, se necesita más inversión y también una institucionalidad que demuestren que potenciar la inteligencia es una apuesta que el gobierno tiene sobre la mesa.

En las últimas semanas, la comunidad científica recibió una mala y una buena noticia. La mala es que el presupuesto de 2017 no contempló el incremento de la inversión para investigación y desarrollo — del 0,38% al 1% del PBI— que les había prometido el presidente Vázquez. La buena es que pronto comenzará a funcionar la Secretaría de Ciencia y Tecnología que, esperan, pondrá en orden la agenda de prioridades y fijará metas.

Una especie rara

La inversión en investigación y desarrollo se expande por el mundo y en Latinoamérica se multiplicó por dos entre 2002 y 2014, pero para que tenga sentido primero es necesario formar recursos humanos. «Si queremos empezar a ser conocidos por nuestros trabajos científicos, y que estos valoricen los productos y servicios que ofrecemos como país, tenemos que aumentar la masa crítica a 2.000 o 3.000 científicos por millón de habitantes. Por ahora tenemos 540», dice el magíster en química Álvaro Mombrú, director de Pedeciba, el primer programa de maestrías, posgrados y doctorados en distintas áreas de la ciencia que tuvo el país. En 1986, cuando se creó, la comunidad tenía solo una decena de investigadores, pero pronto logró retener en el país a más estudiantes y motivó a regresar a varios que se habían ido.

Luego, 20 años más tarde, la ANII creó el Sistema Nacional de Investigadores, que ordenó e incentivó la producción de conocimiento, puesto que reunió a los científicos que antes estaban dispersos y los categorizó. De acuerdo a sus currículum e investigaciones realizadas en los dos últimos años, el programa les otorga un subsidio.

En países como el nuestro, con pocos habitantes y la educación debilitada, multiplicar la cantidad de científicos investigadores es un desafío titánico que hay que plantearse si es que se quiere jugar este partido. Por eso el virólogo Juan Cristina, decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, dedica los dos primeros meses del año a entrevistar liceales. Para ir más a fondo decidió abandonar los cursos que daba en etapas más avanzadas de la carrera y ser el primero en dictarles clases a los que recién empiezan. Aun así, de 550 alumnos que llegan cada año, el 35% abandona en el primer semestre.

«Son muy poquitos los que por vocación se meten adentro de un esquema de trabajo muy duro y muy exigente y que muchas veces se dan de cara con la inmediatez y la superficialidad de la sociedad moderna», dice el biomédico y bioquímico Rafael Radi, presidente de la Academia de Ciencias del Uruguay y un raro entre los raros, porque es el único de nuestros científicos que forma parte de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos.

A esos poquitos que el Estado formó, son los que ahora, en su mejor momento, debe cuidar y apoyar. «Esencialmente se pide pista para que trabajen, porque si no el talento se va al extranjero y otro país se beneficiará de él», dice Mombrú.

Sin embargo, únicamente el 12% de los egresados de la Facultad de Ciencias consigue un puesto en una empresa privada o pública. A pesar del esfuerzo en inversión que se realizó en los últimos dos gobiernos, todavía no ocurrió el cambio cultural necesario para que se aproveche a estas mentes creativas fuera de los laboratorios. «Es como que las empresas públicas y privadas están cómodas como están y no piensan que sumando investigadores podrían tener modelos de productividad más avanzados, basados en la competitividad, con beneficios económicos muy positivos», opina Luis Barbeito, director del Instituto Pasteur.

Para Radi este es «un trabajo de hormiga» que el gobierno tendrá que hacer, incluso, tal vez, considerando exoneraciones fiscales como hizo para el software o el audiovisual. La ANII ya dio un paso adelante en el asunto.

Mientras tanto, el 55% de los egresados trabaja dentro de la Universidad y el 20% emigra. Retener a los jóvenes a través de un empleo es el principal problema de la ciencia uruguaya. Así lo explica Radi: «El sistema creció y se llegó prácticamente a un techo donde es muy difícil desarrollar proyectos más ambiciosos y a más largo plazo. El nuestro es un sistema sano pero en el que sufrimos incomodidad, porque las ideas van mucho más allá de lo que las infraestructuras y las financiaciones nos dan».

Con estos investigadores fue que se reunió Tabaré Vázquez durante la campaña electoral de 2014 y se comprometió a aumentar la inversión al 1% del PBI, el estándar recomendado para los países que quieren virar su modelo económico hacia uno que base su competitividad en el conocimiento. Este es el mismo porcentaje que destinan Argentina, Chile y Brasil, y al que Colombia espera llegar dentro de un año. «Estamos absolutamente convencidos de que lo visto acá es el camino real al desarrollo humano», les dijo el presidente en ese momento, durante una visita al Instituto Pasteur. Pero debido a un traspié en la economía o por «falta de audacia», opina Radi, esa promesa quedó sin cumplir.

«Los grandes países que lideran el mundo ya han hecho esta transición y les interesa menos producir materia prima y más valorizar la inteligencia de su gente», dice Barbeito. «Es como si estuviéramos viviendo una falla de planificación en la medida en que empezamos a impulsar al país hacia esa transición pero, ahora que se logró una madurez, se está yendo para otro lado. En estos momentos es cuando los gobiernos tienen que intervenir y lograr que los actores entren al mercado».

Señal incompleta

En 2015, cuando empezaba su segundo mandato, Vázquez planteó una ley para incentivar la competitividad que hizo rechinar los dientes de varios en la Academia porque, ¿cómo se puede proyectar un país competitivo si no hay un cimiento sólido de desarrollo en ciencia y tecnología?

Las ideas que cambian el mundo son las ideas que nacen en los laboratorios. «El siglo XXI tiene como segundo nombre el de la sociedad del conocimiento», dice Juan Cristina, el decano de la Facultad de Ciencias. «Hoy un país no resiste simplemente con tener materias primas, con el monocultivo, con ser un polo turístico o una plaza financiera», advierte. Pensar a la ciencia como una aventura en lugar de como un eslabón en la cadena de una economía, es un error que le podría costar al país décadas de atraso con respecto a sus vecinos. Esto, más o menos, fue lo que el presidente discutió con científicos durante algunos meses y finalmente cerró la negociación creando una Secretaría de Ciencia y Tecnología.

Hace dos semanas, casi inmediatamente después de que se supo que el presupuesto no se alteraría, durante un taller organizado por el Consejo Nacional de Innovación, Ciencia y Tecnología (Conicyt) para repasar los aprendizajes de la última década y discutir escenarios a futuro, Juan Andrés Roballo, el prosecretario de Presidencia, anunció que en 15 días se designará al secretario. El nombre que suena fuerte es el del químico Eduardo Manta, exdecano de la Facultad de Química.

Para María Julia Pianzzola, presidenta del Conicyt, esta confirmación fue un guiño de Vázquez para dejarles en claro que, como buen hombre de ciencia, no olvidó el compromiso. «La secretaría podría ser un primer paso en la construcción de un sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación que el país necesita», opinó.

En tanto, Radi cree que «podría ser la pieza que le faltaba al engranaje» para que una reflexión se convirtiera en una decisión política a ejecutar. «Por primera vez habrá un lugar y una persona con nombre y apellido que podrá articular a todos los actores», dijo y agregó: «Desde la Academia siempre nos planteamos que la secretaría vendría acompañada de un mayor presupuesto y no pasó, nos quedamos a medio camino, pero tenemos la esperanza de que al estar adosada a Presidencia, a través de sus conexiones, pueda destrabar el presupuesto y quitar el freno de mano que tiene puesta la inversión en la ciencia».

De vocación

Andrés Rinderknecht entendió cuando era un niño que la pasión de su vida era rodearse de fósiles. Y así vive cada día, investigando en el Museo de Historia Natural. Ahora explora una especie de mulita prehistórica que nadie había visto antes, realiza la reconstrucción muscular del roedor más grande del mundo, y estudia «las aves del terror», unos animales carnívoros que 15.000 años atrás volaban en nuestros cielos. De los 25 paleontólogos activos, es el único que consiguió un trabajo fuera de la Universidad de la República, por eso dice que es un privilegiado.

Explica que este museo es la cuna de la tradición científica del país, porque tiene 180 años, fue fundado por mandato de José Artigas y es más viejo que el Museo de Historia Natural de París. «Las colecciones que tenemos son extraordinarias», asegura, pero sin embargo el museo tuvo un destino triste. En el año 2000 fue mudado del Teatro Solís a un local destruido y luego, en 2006, lo movieron al espacio donde aún permanece, que no tiene capacidad para realizar exposiciones y en donde solo trabajan cuatro científicos con salario mínimo. «Tenemos que preguntarnos qué estamos haciendo nosotros para que los niños se interesen por las ciencias, porque está demostrado que las vocaciones científicas empiezan visitando museos», sugiere.

Dentro del panorama actual, este museo parece haber encontrado una salvación: el dinero para mudarlo nuevamente a un local apropiado sí figura en el presupuesto. «Esto lo conseguimos porque nos visitó la ministra de Educación y Cultura y quedó deslumbrada y horrorizada a la vez», cuenta el paleontólogo.

A pesar de que el laboratorio del museo parece un universo distinto a los que existen en universidades e institutos, los problemas de uno son los problemas de todos. Aunque el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable esté festejando sus 90 años, tampoco cuenta con algo tan básico como un vehículo propio para que sus científicos se trasladen a las investigaciones de campo.

El vicepresidente del Clemente Estable es Gustavo Folle, médico y doctor en genética molecular, y dice que si compara a este instituto con otros tiene «ciertas desventajas». Por ejemplo, aquí no hay fondos propios para proyectos de investigación, lo que obliga a sus científicos a postularse permanentemente a concursos de la ANII, de la Universidad o del exterior. También reclama inversión para incorporar a más jóvenes investigadores con contratos de grado, es decir, que cobren por investigar. Y también pide para sumar investigadores presupuestados, que desde hace varios años están estáticos en 60.

Folle elige realizar esta entrevista bien cerca de una de las joyas recientes del instituto: un citómetro de flujo en el que se gastó el doble del presupuesto anual destinado a equipamiento, que ronda los US$ 250.000. Esta cifra rinde cada vez menos, porque cada 10 años hay una nueva generación de equipos que obliga a los laboratorios a actualizarse.

Flavio Zolessi, profesor agregado de la Facultad de Ciencias, dice que la investigación es cada vez más exigente y más cara. «Estamos avanzando en el conocimiento e investigamos cosas cada vez más ocultas en la naturaleza. Para que otros institutos del mundo nos vean como colaboradores interesantes, estamos obligados a producir ciencia de alto nivel. No hay otra alternativa», explica.

Así, tras una década de crecimiento, llegó el momento en que las demandas presionan por todos lados. Para evitar que el sistema científico se ahogue, el gobierno tiene por delante este dilema en el que también se juega el futuro del país.

El País

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