Colombia: Reprimir los brotes populares, ahora que la guerrilla dejó las armas – Por Alfredo Molano Bravo

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En 1977 las centrales obreras convocaron a un gran paro nacional y lograron paralizar Bogotá, donde hubo 100 o más muertos y miles de heridos y detenidos. La Policía y el Ejército cargaron a bala contra la gente. Los militares pidieron la adopción de la justicia penal militar para castigar a civiles. López Michelsen, político muy astuto, les dijo no, dejémoslo así. Suéltenle ese chicharrón al próximo presidente. Y Turbay, que gobernó con el general Camacho Leyva, instituyó el Estatuto de Seguridad. Una norma represiva y brutal con la que enfrentó el robo de armas del Cantón Norte por parte del M-19 y el crecimiento de la insurgencia armada de las Farc, el Eln, el Epl, el Quintín Lame, Revolución Socialista, etc. Las medidas terminaron por fortalecer a las guerrillas.

En 1982 se organizó otro gran paro cívico nacional, que no tuvo el mismo alcance, pero sí repercusión nacional. En 1984, Betancur, que vio lo que se venía encima, firmó con las Farc los Acuerdos de La Uribe, origen de la Unión Patriótica, que comenzó a ser perseguida por militares y paramilitares. Al final, 3.000, 4.000, 5.000 muertos.

Las guerrillas se fortalecieron aún más con la represión en el gobierno de Barco. En 1985 se desató el paro del nororiente —Santanderes, Cesar, Arauca, Magdalena Medio— y movilizó, vereda por vereda, casa por casa, 120.000 ciudadanos que pedían lo mismo: agua, luz, salud, educación, vías, trabajo. Las acciones se concentraron en Ocaña. La solución del Gobierno: gas, bala, cárcel, desapariciones. Se creó, muy vinculada a la fuerza pública, la Sociedad de Amigos de Ocaña (SAO), el primer grupo paramilitar de la región. Muertos, desaparecidos, masacres. Las guerrillas seguían fortaleciéndose en el Magdalena Medio, en Perijá, en Catatumbo.

La Constitución del 91, la de la paz, pasó de la democracia representativa a la participativa y dio vida a la tutela, a la consulta popular, a la consulta previa, a la revocatoria, al plebiscito. Salvo la tutela, son armas que el pueblo tarda en entender y en utilizar. El objetivo era —y es— que la gente abandone las vías de hecho y pueda reaccionar institucionalmente. A pesar de que los poderes políticos y privados impiden hasta donde pueden su cumplimiento, los mecanismos han desempeñado un papel destacado en la defensa de los derechos de la gente y de los teritorios y autoridades étnicas. Este sentido y alcance es lo que ahora buscan desfigurar con la reglamentación de la consulta popular y la consulta previa. El Estado parece secuestrado por las grandes multinacionales del oro y del petróleo.

Después del triunfo aplastante del pueblo en contra de la Anglo Gold Ashanti en Piedras, Tolima, que se opuso a convertir el municipio en un botadero de basura de la minería, y de los contundentes resultados en Cajamarca y Cumaral, donde en nombre del agua se ganó la consulta contra la minería metálica y contra la explotación de petróleo, el Gobierno se pronunció: no son vinculantes. Es decir, son una payasada que no aplica. Lo mismo significa el rechazo de los consejos municipales de Támesis y Jericó, suroeste antioqueño, contra los proyectos mineros de la siniestra Anglo: no son vinculantes. O mejor dicho: nos importa un sieso lo que diga la gente. Y comienzan la propaganda en los medios: “Se acabarán el petróleo, las inversiones sociales, las obras, el bienestar, el futuro. Viene el caos. Al país se lo lleva el diablo si se le sigue preguntando a la gente qué quiere”.

La consigna que se cocina es clara: acabar con esos “retozos democráticos” y volver a reprimir a bala —o motosierra— los brotes populares. Sobre todo ahora cuando las guerrillas dejan las armas.

(*) Sociólogo, periodista y escritor colombiano.

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